Escuches a Bach o a Bono, la música tiene un papel muy significativo en tu vida. ¿Por qué la música despierta distintos estados de ánimo? Levitin se sirve de la neurociencia más avanzada y de la más rigurosa psicología evolutiva para ofrecernos respuestas.
Recurriendo a las últimas investigaciones y con ejemplos de piezas musicales que van desde Mozart, Duke Ellington a Van Halen, Levitin desvela multitud de misterios. ¿Tenemos un límite para adquirir nuevos gustos musicales? ¿Qué revelan los escáneres sobre las respuestas del cerebro a la música? ¿Nuestras preferencias musicales se determinan en el útero? ¿Es el placer musical diferente de otro tipo de placer? ¿Por qué estamos tan emocionalmente unidos a la música que escuchábamos cuando éramos adolescentes?
La música, como el lenguaje, forma parte de lo más profundo de la naturaleza humana. En El cerebro y la música, Levitin nos descubre una nueva manera de entenderla y su papel en la vida.
Daniel J. Levitin
Tu cerebro y la música
El estudio científico de una obsesión humana
ePub r1.0
Titivillus 30.12.16
Título original: This is your Brain on Music
Daniel J. Levitin, 2006
Traducción: José Manuel Álvarez Flórez
Primera edición física en castellano: octubre 2008
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
DANIEL J. LEVITIN (San Francisco, California, 27 de diciembre de 1957), psicólogo cognitivo, neurocientífico, escritor, músico y productor musical.
Director del Laboratorio de Percepción, Conocimiento y Dominio de la Música de la Universidad McGill, graduado en Psicología Congnitiva y Ciencia Cognitiva, se doctoró en Psicología en la Universidad de Oregón. Ha sido profesor en las universidades de Stanford y McGill. Paralelamente a su carrera académica, ha sido también productor discográfico y músico profesional, llegando a colaborar con artistas de la talla de Stevie Wonder, Grateful Dead, Blue Öyster Cult, Joe Satriani y David Byrne. Ha escrito artículos tanto para publicaciones científicas como musicales.
INTRODUCCIÓN
AMO LA MÚSICA Y AMO LA CIENCIA:
¿POR QUÉ QUERRÍA MEZCLAR LAS DOS?
«Amo la ciencia, y me duele que asuste a tantos o que crean que elegir la ciencia significa que no puedes elegir también la compasión o las artes o sobrecogerte ante la naturaleza. La ciencia no tiene como objetivo curarnos del misterio, sino reinventarlo y revigorizarlo.»
ROBERT SAPOLSKY
Por qué las cebras no tienen úlcera
En el verano de 1969, cuando tenía once años, compré en una tienda de aparatos de alta fidelidad un equipo estéreo. Me costó los cien dólares que había ganado limpiando de malas hierbas los jardines de los vecinos aquella primavera a setenta y cinco centavos la hora. Pasé largas tardes en mi habitación, escuchando discos: Cream, los Rolling Stones, Chicago, Simon and Garfunkel, Bizet, Tchaikovski, George Shearing y el saxofonista Boots Randolph. No los ponía demasiado alto, al menos en comparación con mis tiempos de la universidad, cuando llegué realmente a quemar los auriculares por poner el volumen demasiado fuerte, pero el ruido era excesivo para mis padres. Mi madre es novelista; escribía a diario en la madriguera que tenía justo debajo del vestíbulo y tocaba el piano todas las noches durante una hora antes de cenar. Mi padre era un hombre de negocios; trabajaba ochenta horas a la semana, cuarenta de ellas en su despacho de casa a última hora del día y los fines de semana. Siendo como era un hombre de negocios, me hizo una propuesta: me compraría unos auriculares si le prometía utilizarlos cuando estuviera en casa. Aquellos auriculares cambiaron para siempre mi forma de escuchar música.
Los nuevos artistas a los que yo estaba escuchando exploraban por primera vez la mezcla estéreo. Como los altavoces que venían con mi equipo estéreo todo en uno de cien dólares no eran muy buenos, yo no había oído nunca con tanta profundidad como con los auriculares: el emplazamiento de los instrumentos tanto en el campo izquierda-derecha como en el espacio (reverberante) delante-atrás. Para mí, los discos dejaron de ser sólo las canciones, y pasaron a ser el sonido. Los auriculares me abrieron un mundo de colores sónicos, una paleta de matices y detalles que iban mucho más allá de los acordes y la melodía, la letra o la voz de un cantante concreto. El ambiente Sur profundo pantanoso de «Green River» de Creedence, o la belleza bucólica de espacios abiertos de «Mothers Nature’s Son» de los Beatles; los oboes de la Sexta de Beethoven (dirigida por Karajan), leves y empapados de la atmósfera de una gran iglesia de madera y de piedra; el sonido era una experiencia envolvente. Los auriculares convirtieron también la música en algo más personal; llegaba de pronto del interior de mi cabeza, no del mundo exterior. Esa conexión personal fue en el fondo la que me llevó a convertirme en ingeniero de grabación y en productor.
Muchos años después, Paul Simon me explicó que el sonido era lo que él buscaba también siempre. «Yo escucho mis grabaciones por el sonido que tienen, no por los acordes ni por la letra: mi primera impresión es el sonido global.»
Después del incidente de los auriculares en mi dormitorio dejé la universidad y me metí en una banda de rock. Conseguimos llegar a ser lo bastante buenos para grabar en un estudio de veinticuatro pistas de California con un ingeniero de talento, Mark Needham, que grabaría luego discos de gran éxito de Chris Isaac, Cake y Fleetwood Mac. Yo le caí bien, probablemente porque era el único que se interesaba por entrar en la sala de control para volver a oír cómo sonábamos, mientras los demás estaban más interesados en colocarse entre sesiones. Me trataba como a un productor, aunque yo no sabía por entonces lo que era eso, y me preguntaba cómo quería que sonara la banda. Me enseñó lo diferente que podía ser el sonido dependiendo del micrófono, e incluso la influencia que tenía la colocación del micrófono. Al principio, no percibía algunas de las diferencias que me indicaba, pero me enseñó qué era lo que tenía que escuchar. «Fíjate que cuando pongo este micrófono más cerca del amplificador de la guitarra, el sonido se hace más lleno, más redondo y más uniforme, pero cuando lo coloco más atrás, capta parte del sonido de la habitación, se vuelve más espacioso, aunque si lo hago se pierde parte del rango medio.»
Nuestra banda llegó a ser moderadamente conocida en San Francisco, y nuestras grabaciones se emitieron en estaciones de radio de rock locales. Cuando se deshizo la banda (debido a las frecuentes tentativas de suicidio del guitarrista y al desagradable hábito del vocalista de tomar óxido nitroso y cortarse con cuchillas de afeitar) encontré trabajo como productor de otras bandas. Aprendí a captar cosas que no había captado nunca: la diferencia entre un micrófono y otro, incluso entre una marca de cinta de grabación y otra (la cinta Ampex 456 tenía un «golpe» característico en el registro de baja frecuencia, Scotch 250 tenía una nitidez característica en las frecuencias altas y Agfa 467, una tersura en el registro medio). En cuanto supe qué era lo que tenía que escuchar, pude diferenciar la cinta de Ampex de la de Scotch o la de Agfa con la misma facilidad con que podía diferenciar una manzana de una pera o de una naranja. Ascendí luego de nivel y pasé a trabajar con otros grandes ingenieros, como Leslie Ann Jones (que había trabajado con Frank Sinatra y Bobby McFerrin), Fred Catero (Chicago, Janis Joplin) y Jeffrey Norman (John Fogerty, los Grateful Dead). Aunque yo era el productor (la persona a cargo de las sesiones) me sentía intimidado por todos ellos. Algunos de esos ingenieros me dejaron presenciar sus sesiones con otros artistas, como Heart, Journey, Santana, Whitney Houston y Aretha Franklin. Disfruté así de un valiosísimo curso de formación al observar cómo interactuaban con los artistas y al hablar de matices sutiles sobre cómo una parte de guitarra estaba articulada y cómo se había realizado una interpretación vocal. Hablaban de sílabas en una letra, y elegían entre diez interpretaciones distintas. Eran capaces de oír tan bien; ¿cómo ejercitaban el oído para escuchar cosas que los simples mortales no podían discernir?