Introducción
EL OBJETO DE ESTE LIBRO
Este libro de título peregrino, lector amigo, que tienes en tus manos y que te aprestas a leer… Ah, no, esta no es forma de empezar un prólogo. Al menos no es la forma de empezar un prólogo en estos tiempos.
Las lenguas cambian, pero lo hacen de forma tan lenta e imperceptible que solo con el paso de muchos años, comparando los textos, nos damos cuenta. Salvo pastiche, nadie escribiría ahora este párrafo del Quijote (que hemos elegido totalmente al azar) por más que sea transparente y nada de lo que se dice en él nos resulte desconocido:
El barbero, que tan sin pensarlo ni temerlo vio venir aquella fantasma sobre sí, no tuvo otro remedio para poder guardarse del golpe de la lanza si no fue dejarse caer del asno abajo; y no hubo tocado el suelo, cuando se levantó más ligero que un gamo y comenzó a correr por aquel llano, que no le alcanzara el viento.
Pero hay aspectos superficiales de la lengua, fundamentalmente el vocabulario, el estilo de escritura, los latiguillos conversacionales, que están sujetos a las modas, como lo está cualquier fenómeno que tenga carácter social, ya sea la ropa o la línea de los automóviles. Esto hace que cada momento tenga sus marcas propias que le dan personalidad y que se pueden describir. Algunas de esas marcas se consolidan y siguen empleándose; otras tienen una vida efímera y desaparecen. Pocos usan hoy palabras que hicieron furor no hace muchos años, como fetén, carrozón, progre, gachí, darse un filete o darse el lote, mover el esqueleto , boîte, utilitario, niqui, balonvolea, ser de la cáscara amarga, «A mí plin, yo duermo en Pikolín», «Yo bien, con la automática», e incluso formas de ponderar como de órdago a la grande o de padre y muy señor mío. Es la diferencia entre lo antiguo (el lenguaje del Quijote ) y lo anticuado: las palabras que acabo de mencionar, o la frase con que empezaba esta introducción. Lo curioso es que cuando se usan disuenan tanto como ponerse, en este momento, unos pantalones de campana o el cuadro de los ciervos en el salón de la casa. De ellas, pero no del Quijote, diríamos que son viejunas.
En este libro trataremos de espigar, lo mejor que sepamos, algunas de esas marcas que caracterizan el español al comienzo de este nuevo siglo XXI . Muchas de ellas afectan al vocabulario, a la acuñación de nuevas palabras autóctonas o prestadas, a la forma de construir los textos y las conversaciones, a las metáforas con que conceptualizamos aquí y ahora nuestro pensamiento y que, de alguna manera, nos definen. Son las más visibles y las que mejor caracterizan la época. Otras, fundamentalmente las de tipo gramatical y también las de tipo fonético, se perciben peor y discurren soterradas a lo largo de los años compitiendo con otras variantes sin que los hablantes se decidan de manera unánime por una de ellas. Hace años, en efecto, que la gente dice detrás de ti y detrás tuyo, Se alquilan habitaciones y Se alquila habitaciones, dijiste y dijistes, undécima copa y onceava copa, collares y coyares, cerezas y seresas , Madrid y Madriz, sin que de momento se haya impuesto totalmente ninguna de las dos opciones, pese a que una de ellas suele jugar con ventaja, porque cuenta con el aval de los «guardianes de la lengua». Son numerosos los fenómenos que se tratan en este libro y que se comportan así. El lector encontrará al final un pequeño índice temático por si se interesa por alguno en concreto.
Así pues, dos tipos de rasgos: los léxicos y discursivos por un lado y los fonéticos y gramaticales por otro. Con los primeros, los léxicos y discursivos, hacemos sobre todo una labor descriptiva, es decir, damos fe de su presencia, aunque también tratamos de decir algo sobre su recorrido: de dónde vienen, cómo han surgido y si se perciben indicios de su consolidación o más bien parecen caminar hacia un nuevo cambio. Con los fonéticos y gramaticales nuestra labor es un poco diferente. La pequeña lista de ellos que hemos dado resulta conocida: son esos ante los que usted ha vacilado en más de una ocasión y, por qué no reconocerlo, nosotros también. Por eso los tratan una y otra vez los manuales de estilo, los libros de «español correcto», los diccionarios de dudas. Entonces, ¿por qué volver a ellos otra vez?
Verá: mucha gente se ha preguntado, en efecto, si son correctos o no, pero bastante menos por qué se siguen produciendo. «Por ignorancia, por desidia, por falta de preparación», se responde. Ya, pero ¿por qué los «ignorantes» se empeñan en elegir precisamente esos y precisamente de la misma forma?
Nuestra respuesta es sencilla: hay razones internas al propio sistema lingüístico que justifican que se diga detrás mío, onceava copa, dijistes. A veces tan poderosas o más que las que justifican la opción contraria. Por ejemplo: se usa dijistes porque las segundas personas de los verbos en español terminan en -s y se dice onceava porque lo normal es que los ordinales coincidan con los partitivos. «Entonces, ¿es eso lo que debo decir?», se preguntará usted. En modo alguno. Lo último que queremos es contribuir a los relativismos que al parecer dominan hoy. Hágales caso a los manuales y siga empleando detrás de mí, undécima copa y dijiste porque eso es lo «correcto». Únicamente queremos hacer con usted una reflexión sobre lo que este término significa.
Imagine que estamos hablando de ropa . Su finalidad práctica es preservarnos del calor o el frío de la forma más cómoda posible. Pero a una boda, en pleno verano, los varones van con traje y corbata, sudando como pollos, y no con una camiseta de tirantes y un pantalón corto, como pediría la lógica. ¿Y qué me dice de la moda actual en España de comprar pantalones rotos, cuando nuestras abuelas se dejaron los ojos remendándolos? ¿O de llevarlos tan holgados y con la caja tan baja que se caen y apenas nos dejan caminar? Es evidente que en esos casos no estamos atendiendo a las cualidades intrínsecas de las prendas, sino a las imposiciones de quienes manejan los gustos sociales.
En la lengua ocurre algo parecido. No siempre lo que se impone como «correcto» es lo más coherente desde el punto de vista de la lógica interna. Si este fuera siempre el criterio, cocodrilo no debería estar en el diccionario, puesto que su etimología es CROCODILUM , con la r en otra posición. Pero alguien la cambió —probablemente de manera involuntaria— en un determinado momento, el cambio hizo fortuna entre los hablantes prestigiosos y acabó por convertirse en el uso general. Por eso hay cocodrilos en el diccionario, pero no cocretas, a pesar de que en esta palabra el fenómeno es exactamente el mismo, y también hay murciélagos cuando, de acuerdo con la etimología, debería ser murciégalo la palabra correcta. Esta forma de proceder se ha repetido tantas veces que alguien la ha resumido con la siguiente frase: Los errores del pasado son la norma del presente. O también con esta otra: El español es latín corrompido.