Karel Čapek (1890-1938), dramaturgo y novelista, autor de la célebre novela La guerra de las salamandras (1936), es uno de los escritores checos más importantes del siglo XX. Fue uno de los pioneros de la novela de anticipación y en sus obras, a menudo llenas de humor e imaginación, late una intensa preocupación ante una situación política y social preñada de amenazas: su tiempo es, en efecto, la turbulenta Europa de entreguerras, presidida por la siniestra perspectiva del ascenso del nazismo. El año del jardinero se publicó en Praga en 1929. A pesar de lo que su título podría hacer pensar, no se trata de un manual de jardinería al uso, sino de una obra llena de poesía, humor finísimo y gran originalidad que trata con gran desenvoltura sobre los jardineros y sus jardines. El autor despliega un gran conocimiento de las plantas y las flores, y demuestra poseer una dilatada experiencia en el trato con la tierra, las semillas, los abonos, los bulbos, las mangas de riego, las layas y toda la vasta gama de actividades y acciones que implica la jardinería. Čapek hace un repaso de las actividades del jardinero durante cada mes del año, pero lo hace como poeta y humorista de genio, ofreciéndonos con El año del jardinero una obra deliciosa que nos hace sonreír al tiempo que nos enseña a disfrutar del pequeño paraíso que es un jardín.
Título original: Zahradníkův rok
Karel Čapek, 1929
Traducción: Esteve Serra
Ilustraciones: Josef Čapek
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
Notas
[1] Ciudad de Bohemia.
[2] Barrio de Praga formado casi exclusivamente por jardines públicos.
[3] Célebre ministro de Finanzas de Checoslovaquia.
[4] Proverbio checo.
Escrita por uno de los mayores escritores checos del siglo XX, El año del jardinero es una obra deliciosa, llena de humor, que gira en torno a la figura apasionada del jardinero y sus actividades a lo largo del año. Los dibujos de Josef Čapek —hermano de Karel— ponen el contrapunto exacto a un texto inteligente, divertido y lleno de ternura.
Karel Čapek
El año del jardinero
ePub r1.0
Titivillus 28.11.2019
CÓMO NACE UN JARDÍN
Hay cien maneras de crearse un jardín: la mejor es todavía llamar a un jardinero. Este jardinero os planta toda clase de puntas de madera, de bastones o de palos de escoba mientras os asegura que aquello son arces, espinos blancos, lilas, rosales de tallo alto o en forma de matorral y otras especies botánicas; una vez hecho esto, se pone a escarbar la tierra, la voltea para después volver a aplanarla, hace pequeñas calles con cagafierro, hinca en el suelo aquí y allá algunas ramas marchitas, que, según él, son plantas, siembra, para el futuro césped, unas semillas a las que llama cizaña, cola de zorra, cola de perro y fleo; y luego se marcha, dejando el jardín tan gris y tan desnudo como en el día de la creación del mundo, y limitándose a ordenaros que reguéis cuidadosamente todos los días esta tierra y que hagáis traer arena para las calles cuando salga el césped. Pues si que estamos bien.
Cabría imaginarse que no hay nada más sencillo que regar un jardín, sobre todo cuando se posee una manga de riego. Pero uno no tarda en darse cuenta de que la manga de riego es un ser particularmente astuto y peligroso mientras no está completamente domesticado: se retuerce, hace cabriolas, pierde presión de golpe, derrama debajo de sí una gran cantidad de agua para, a continuación, hundirse voluptuosamente en la ciénaga que ha creado; después se lanza sobre el individuo que se propone regar y se le enrolla en las piernas: entonces hay que ponerle el pie encima, pero ella se yergue y le rodea la cintura y el cuello. Mientras lucha con ella como contra una serpiente pitón, el monstruo dirige su pico de cobre hacia el cielo y vomita un violento chorro de agua contra las ventanas, sobre las cortinas acabadas de colgar. Entonces es necesario agarrarla por la cabeza y estirarla lo máximo posible: la hidra enloquece de dolor y se pone a escupir no por las fauces, sino por el otro extremo y por alguna parte en medio del cuerpo. La primera vez son indispensables tres hombres para domesticarla por poco que sea, tras lo cual todos abandonan el campo de batalla, sucios de barro hasta las orejas y copiosamente mojados. En cuanto al jardín, si bien en algunos lugares está cubierto de charcos fangosos, en otros se agrieta de sed.
Si hacéis esto todos los días, al cabo de una quincena veréis que en lugar de césped salen malas hierbas. Uno de los misterios de la naturaleza es que las malas hierbas más lujuriantes y más vivaces nacen siempre de las mejores semillas de césped: ¡quién sabe si no habría que sembrar semillas de hierbajos cuando se quiere un hermoso césped! Tres semanas después, la hierba de vuestro jardín está cubierta por una masa tupida de cardos y otras inmundicias rastreras o con unas raíces que se hunden un codo en el suelo. Cuando queréis arrancarlas, o bien se rompen justo en la raíz, o bien arrastran consigo todo un terrón de tierra. Así van las cosas: cuanto más nociva es una inmundicia, más vitalidad tiene.
Mientras tanto, por una secreta transmutación de materias, el cagafierro de las calles se ha transformado en arcilla, lo más pegajosa y pastosa que se pueda imaginar.
En todo caso, es necesario arrancar las malas hierbas del césped: escardáis y escardáis, y tras vuestro paso el futuro césped se transforma en una tierra tan desnuda y tan gris como en el día de la creación del mundo. Apenas, aquí y allá, despunta algo que se parece a un moho verdusco, una especie de musgo ralo y velloso; no cabe duda, es hierba. Dais la vuelta a su alrededor, de puntillas, ahuyentando a los gorriones y, mientras no pensáis en otra cosa que en escrutar el suelo, he aquí que los groselleros han sacado las primeras hojas, sin que os dierais cuenta; nunca se puede sorprender la llegada de la primavera.
Ya no veis las cosas desde el mismo ángulo. Si llueve, llueve por el jardín. Si brilla el sol, es poco decir que brilla: brilla por el jardín. Es de noche y os alegráis: el jardín va a reposar.
Un buen día abrís los ojos y he aquí que el jardín está verde, la hierba alta centellea con las gotas de rocío y en el revoltijo de las hojas despuntan, encarnados, unos capullos de rosa muy hinchados: y he aquí que los árboles crecen, su follaje oscuro se extiende, sus copas son pesadas y un perfume podrido se desprende en su sombra húmeda. Y ya no os acordaréis más del jardín pobre, desnudo y gris de los días pasados, ni de la pelusa incierta del primer césped, ni de la raquítica eclosión de los primeros capullos, y tampoco de toda aquella pobre belleza, conmovedora, de un jardín terroso que está naciendo.
Bien, pero ahora habrá que regar y escardar y quitar las piedras.
CÓMO SE CONVIERTE UNO
EN JARDINERO
Contrariamente a lo que cabría esperar, el jardinero no sale de una semilla, ni de una yema, ni de una cebolla, ni de un bulbo, ni de un mugrón: se convierte en jardinero por la experiencia, bajo la influencia del vecindario y de las condiciones naturales. Mientras fui joven, tenía para con el jardín de mi padre la actitud de un enemigo e incluso de un destructor, porque tenía prohibido pisar los arriates y coger los frutos verdes. Adán también tenía prohibido en el Paraíso Terrenal pisar los arriates y coger los frutos del Árbol del Conocimiento, porque todavía no estaban maduros; solo que Adán —como nosotros, los niños— cogió el fruto verde y, por esta razón, fue expulsado del Paraíso. Desde aquel momento, y para siempre, el fruto del Árbol del Conocimiento sigue estando verde.