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David Leavitt - Martin Bauman

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David Leavitt Martin Bauman

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Sinopsis


En los albores de la era Reagan, Martin Bauman, un joven de diecinueve años, inteligente, ambicioso e inseguro, se matricula en una universidad prestigiosa y obtiene una difícil plaza en el seminario que imparte el legendario y enigmático Stanley Flint, un hombre que puede hacer o deshacer carreras de escritores con apenas un chasquido de sus dedos. Martin se halla en el umbral del su vida literaria y abriga el doble deseo de publicar y atreverse a salir del armario. A lo largo del decenio más licencioso del siglo, Martin madura y, después de ser un alumno brillante, se convierte en aprendiz de una editorial de Manhattan y finalmente en un miembro de pleno derecho de la joven promoción literaria que se propone conquistar Nueva York. Pero cada logro que alcanza se ve empañado por la imagen austera y perturbadora de la perfección literaria: su esquivo mentor, Stanley Flint (un posible 'retrato' del famoso editor Gordon Lish). Sutil, erótica, sincera y divertida, la disección aguda que hace David Leavitt de las muchas capas que presentan los usos literarios y sexuales desnuda la vida del artista en toda su gloria venal, envidiosa, autodestructiva y conmovedora.


Título Original: Martin Bauman

Traductor: Zulaika Goicoechea, Jaime

©2000, Leavitt, David

©2001, Anagrama

Colección: Panorama de narrativas, 490

ISBN: 9788433969507

Generado con: QualityEbook v0.64


David Leavitt

Martin Bauman


Para Mark y Tolo


Un perrito que gira alrededor de un eje produce armonías increíbles, un molde de estrellas... ¿No hay miel para los vencidos en el corazón de Victor? El arte es el arte. Es una vida de perro la vida que nos exige.
JAMES MERRILL, The Victor Dog


1. EL PRIMER PRINCIPIO DE FLINT


Conocí a Stanley Flint en el invierno de 1980, cuando yo tenía diecinueve años. Se hallaba a mitad de camino de la grandeza editorial, recién despedido de la famosa revista pero sin haber sido contratado todavía por el célebre editor. Para ganarse el sustento viajaba de una universidad a otra impartiendo su famoso seminario sobre narrativa, que se celebraba una noche por semana y duraba cuatro horas. Sobre este seminario circulaban rumores delirantes. Decían que a principios del trimestre pedía a sus alumnos que escribieran sus secretos más sucios, más sombríos, más sepultados, y que luego los leyeran en voz alta uno tras otro. Se decía que les preguntaba si estarían dispuestos a dar un brazo o una pierna por escribir una línea tan buena como la que inicia el Retrato del artista adolescente . Se decía que llevaba una pistola y que la disparaba cada vez que un estudiante leía lo que él consideraba una frase estupenda.

El renombre de Flint databa de los tiempos en que había sido director literario de la revista Broadway , aunque su notoriedad era de una clase extrañamente secundaria, fruto de haber publicado, cuando ocupaba aquel puesto, los primeros cuentos de algunos escritores que se habían convertido en grandes nombres; tan grandes, de hecho, que su aureola brillante relucía hacia atrás, por así decirlo, iluminando la cara de Flint el descubridor, Flint el vidente, que había tenido la sagacidad no sólo de reconocer el genio en su estadio más crudo, sino de extraerlo del montón, de nutrirlo y refinado. No tardó en gozar de tal reputación que se afirmaba que le bastaba con hacer una llamada telefónica para que un autor, sin más, firmara un contrato editorial; hasta que el director jefe de Broadway , bien porque estaba celoso o porque Flint había tenido una aventura con su secretaria (según a quién se lo preguntases), le despidió. El despido levantó mucha polvareda mediática, pero no deparó ofertas de trabajo, y Flint optó por trabajar de profesor, labor en la cual cultivaba un aura de autoridad mística; por ejemplo, se suponía que a uno de sus alumnos le había conseguido un anticipo de seis cifras por obra y gracia de un solo párrafo, lo que probablemente era el auténtico motivo de que hubiera trescientas solicitudes para las quince plazas de que constaba su clase.

Recuerdo nítidamente el aula en que tenía lugar el seminario. Situada junto a la biblioteca informal de una de las residencias de estudiantes, era oblonga y estrecha, con radiadores resollantes y anaqueles repletos de libros demasiado abstrusos o de valor tan escaso que no merecían el esfuerzo de ser catalogados. En la pizarra —heredada de una clase de italiano impartida horas antes—, una mano pulcra había escrito la conjugación del verbo mangiare . Como la primera noche llegué con veinte minutos de adelanto, sólo había otra persona sentada a la maltrecha mesa de roble, una chica de gafas redondas y trenzas rubias, muy apretadas, que con el ceño fruncido concentraba su atención en una hoja de ejercicios de alemán. No queriendo parecer ocioso en presencia de alguien tan aplicado, me entretuve colocando mi abrigo y mi bufanda sobre el respaldo de una silla (era enero), y a continuación cogí un libro al azar de una de las estanterías, me senté y empecé a leerlo. El libro se titulaba Del alba al crepúsculo y había sido publicado en 1904. En la portadilla el autor había escrito las siguientes palabras: « Con molto affetto , de quien pasó sus años de estudios entre tus muros de hiedra, James Egbert Hillman, 89. Sorrento».

El primer capítulo, « ¡Florencia! », comenzaba:
Al descorrer las cortinas, Dick Dandridge contempló maravillado la piazza bañada en la luz matutina. ¡Qué ajetreo! Era día de mercado, y ancianas vestidas de negro vendían manzanas y patatas en sus puestecitos. Dos caballos con anteojeras, tirando de un carro de vino, pasaban por delante de la pintoresca iglesia medieval. Italia , pensó Dick, rememorando, por un momento, el llanto de su madre cuando el barco de Dick zarpaba de Nueva York, y luego sus aventuras en Londres, en París, en la aduana de Chiasso. Ardía en deseos de salir a la calle y, quitándose el camisón por la cabeza, llamó a su amigo Thornley: «¡Levanta, dormilón! ¡Tenemos que ver Florencia!».
Luego entró y tomó asiento una chica hispana, con flequillo y acné en la frente; después, un par de chicos, en ávida conversación; luego, otro muchacho con un brazo atrofiado al que yo conocía de una clase de poesía moderna del semestre anterior. Cruzamos un vago saludo. La chica de trenzas y gafas grandes guardó sus hojas de ejercicios.

Se entabló una charla. Por encima de las voces de Dick Dandridge y de su amigo Thornley, uno de los dos chicos que habían entrado juntos dijo: «Yo no estaba en la lista, pero espero que me dejará asistir». (Yo sonreí para mis adentros al oír este comentario. Aunque era todavía un principiante, yo sí estaba en la lista). Observé que el chico que había hablado era guapo, un poco mayor que yo, y llevaba gafas de montura metálica y barba de dos días; me complació pensar que Stanley Flint hubiese preferido mi solicitud a la de él. Y entretanto se habían ocupado todos los asientos menos uno; los alumnos se sentaron en el suelo, encima de sus mochilas, recostados contra los estantes.

Stanley Flint en persona franqueó la puerta y toda conversación cesó. Era inconfundible. Alto y renqueante, de pelo moreno ensortijado y una barba pulcramente recortada, con los bordes entrecanos, introdujo una vaharada de Nueva York en el aula, un aroma de vapor emergiendo de las verjas del metro que me hizo estremecerme de añoranza. Portando un maletín de piel color de vino y con cierres de latón, vestido con un traje gris, una corbata de rayas y una gabardina beige que, mientras se sentaba, se quitó y arrojó sobre el respaldo de su silla, Flint parecía personificar todas las cosas remotas y encantadoras, una madurez urbana a la que yo aspiraba sin saber en absoluto cómo podría alcanzarla. Hasta su bastón pulido —cuyo origen, al igual que todo lo referente a Flint, era una fuente de conjeturas e historias disparatadas— me hablaba de lo mundano, lo cautivador, lo ilícito.

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