Concepción Marín - El arte de la mentira
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- Libro:El arte de la mentira
- Autor:
- Editor:LIBRANDA PLANETA
- Genre:
- Año:2014
- Índice:4 / 5
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El arte de la mentira: resumen, descripción y anotación
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Juan Tello, Alonso Martín y Ruy Díaz exploraron nuevos territorios para asentar la capital del virreinato, encontrando un enclave idóneo en el valle del Rímac. Era ancho, de tierra fértil, donde podía cultivarse maíz, cebada, viñas y árboles frutales.
Los conquistadores se trasladarondesde Jauja y el 12 de enero de 1535, Pizarro, junto a doce compañeros, ante la presencia de un franciscano y un dominico y bajo la mirada de numerosos soldados a caballo y a pie, esclavos indios y una morisca llamada Beatriz, fundó la ciudad de Lima, otorgándole bajo la potestad del emperador Carlos y su madre, la reina Juana, el insigne nombre de Ciudad de los Reyes, debido a la cercanía de la fiesta de la Epifanía.
Decidieron que fuera construida en la orilla izquierda del río Rímac, confiriéndole forma triangular, con la base recostada en el río, dejando entre este y los primeros edificios un espacio de cien pasos. Trazó con su espada el cuadrilátero de la plaza mayor, de proporciones inmensas, y después delineó los solares, que repartió entre los primeros colonos, dejando los frentes de la plaza para el palacio del gobernador, la iglesia, la residencia episcopal y el ayuntamiento.
La ciudad fue dividida, como si de un tablero de ajedrez se tratara, en ciento diecisiete manzanas, que a su vez fueron divididas en cuatro solares cada una. Las calles anchas y rectas estaban orientadas del sureste al noroeste: de este modo siempre había una acera a la sombra, al tiempo que los vientos alisios que soplaban del lado sur circularan ventilando el lugar.
A estos primeros colonos se agregaron treinta españoles que vinieron de Gayán y veinticinco indios de Jauja, cediéndoseles a cada uno un solar que tuvieron que pagar, por falta de dinero, con gallinas.
Una vez trazada la ciudad, la villa fue creciendo y poblándose e impregnándose del regio sosiego castellano, y poco a poco, gracias al puerto y el tránsito de galeones, se convirtió en una población próspera. Carlos V le otorgó un escudo lleno de honores —coronas que eran el símbolo de la realeza, columnas que representaban su inquebrantable lealtad, y una estrella para conducir su destino fulgurante—, llamando a Lima «La muy noble, muy insigne y muy leal ciudad de los reyes del Perú».
Se levantaron casas de una sola planta, muy amplias y aptas, pero de humildes fachadas y techos cubiertos de esteras tejidas de carrizo y madera tosca de mangle, y en general con poca majestad, tanto en el exterior como en los patios. Eso sí, las huertas y jardines que bordeaban a los edificios le daban el aspecto de un bosque, llenando el aire de perfumes exóticos.
En cuanto a palacios y edificios insignes, no había ninguno. Sin embargo, no ocurría lo mismo con los templos: en pocos años, las calles se llenaron de iglesias.
Lima fue extendiéndose alrededor de la plaza Mayor, lugar que servía de mercado, de atrio de vendedores ambulantes, escribanos y sacristanes, como también para plaza de toros, paseo de la aristocracia en las noches, donde las lenguas avispadas daban rienda suelta a cualquier tipo de chisme.
A los ojos de un extraño, Lima era una ciudad levantada con materiales toscos, carente de comodidades, antihigiénica, sin agua ni alumbrado, pero al ver su trazado y aspirar el perfume que desprendían sus huertas, caía embrujado irremediablemente.
Cuando Manuel y su acompañante entraron en la urbe por el camino de Pachacámac, no pudieron evitar asombrarse.
—¡Menudo desbarajuste! Pero si esto es un barrizal. ¡Una pocilga! Pensé que era una ciudad fastuosa —exclamó su guardaespaldas.
—Lo será algún día, Álvaro —aseguró Manuel espoleando al caballo.
Los dos jóvenes se adentraron en las calles bulliciosas hasta llegar a la plaza Mayor, deteniéndose ante la casa del virrey.
—¡Señor! ¿Esto es un palacio? ¡Mira la fachada! Son cajones de ribera —continuó quejándose Álvaro.
Manuel desmontó, ató el caballo al tronco de un árbol y se encaminó hacia el palacio. Se anunció, y al instante se le concedió audiencia. Su visita ya estaba comunicada desde hacía meses.
Le condujeron a la sala de visitas. En las paredes colgaban finos tapices, probablemente de Flandes, y las puertas estaban cubiertas con antepuertas. Una elegante alfombra cubría el piso de madera. Las sillas y poltronas estaban tapizadas con motivos florares. Sobre la repisa de la chimenea descansaban varios jarrones de oro y plata, y en las rinconeras se exponían figuras, cruces de oro y cajitas de marquetería. Sobre una mesita de ébano con incrustaciones de nácar, aguardaba una taza de plata llena de humeante chocolate, junto a unos confites de culantro y almendras.
—Bienvenido, señor. Es un honor tener entre nosotros al hijo de un hombre tan notable como Gabriel Minaya —lo saludó Francisco de Toledo, conde de Oropesa, virrey del Perú.
—Para mí también, excelencia —dijo Manuel quitándose el sombrero.
—Por favor, tomad asiento —lo invitó, ordenando al criado que le llenara la taza al invitado—. ¿Así que habéis optado por nuestra universidad para ilustraros? Excelente decisión.
Manuel asintió pensando que ese hombre era idiota o que le estaba tomando el pelo. ¿A qué decisión se refería? Era la única universidad del país.
—Vuestro padre me pidió expresamente que cuidara de vos, lo cual haré gustoso. Espero que vos os comportéis acorde con el rango que ostentáis. Sé que sois hombre serio y de conducta intachable.
—Por supuesto, excelencia —asintió Manuel saboreando el chocolate.
—No obstante, he de advertiros que esta ciudad es seductora. La gente que la puebla es alegre, distendida y dada a la vida regalada. Especialmente los jóvenes como vos. No os acerquéis a los tunos ni a los faites, que os llevarán por el mal camino, ni tampoco a las mujeres lisonjeras y fascinantes. Desaprovecharéis los estudios. Seguid los consejos de los frailes y no los desobedezcáis. Ellos, a partir de ahora, son la luz que guiará vuestros actos durante estos dos años. Conducíos así y todo irá sobre ruedas.
—Esa es mi intención, excelencia. Estoy dispuesto a aprovechar el tiempo y regresar a casa con las enseñanzas recibidas.
—¿Cómo está vuestro padre? Creo que… sí, hace cinco años que no lo veo.
—Trabajando incansable, excelencia.
El virrey sacudió la cabeza deleitándose con un confite.
—Hay hombres que por mucho que tengan, son incapaces de caer en la pereza. Sin duda es encomiable su actitud. Engrandecen a la nación. Sin embargo, cuando volváis a verlo, decidle de mi parte que ya es hora de que se tome más tiempo libre y nos haga una nueva visita. La vida es muy corta y hay que disfrutarla al máximo… Claro que, en lo concerniente a vos, eso deberéis aplicarlo más tarde. Primero los estudios y después la diversión.
—Seguiré vuestro sabio consejo —dijo Manuel.
—¿Y qué os ha parecido la ciudad? Imagino que magnífica. Y aún lo será más. Como no os habrá pasado desapercibido, aún estamos construyéndola, y ante la dificultad del abastecimiento, la cosa va lenta. Debemos aguardar a que lleguen los azulejos de Sevilla y estamos a la espera de quinientos quintales de mármol… aunque hay quienes no tienen paciencia y han utilizado lajas de algunas naves. En cualquiera de los casos, contamos con artesanos excelentes.
—He podido apreciarlo en algunos balcones. Están tallados a la perfección y con gran belleza —comentó Manuel.
El virrey se limpió la comisura de los labios con una servilleta de encajes de Bruselas y se puso en pie.
—Así es. Bien, estimado joven, si necesitáis algo, aquí me encontraréis. Os deseo suerte y una feliz estancia en la ciudad, y no dudo de que lo será. Yo mismo me encargaré de ello.
—Os lo agradezco, excelencia.
Manuel abandonó el palacio y antes de tomar el camino hacia la universidad, decidió dar una vuelta por la ciudad. En compañía de su guardaespaldas, curioseó en la plaza las mercancías a la venta, al tiempo que escuchaba a los corrillos que comentaban sucesos acontecidos o chismes de gentes notables. Después, se adentró en las calles envuelto por el aroma de los jazmines y los frutales que abrazaban las tapias de los huertos.Para retardar el momento de sumergirse en las paredes austeras de la universidad, Álvaro y él se acomodaron en una taberna abarrotada de comerciantes, filibusteros y estudiantes para degustar una sopa de mondongo, zango de ñajú y, de postre, unos picarones borrachos, todo ello regado con un buen caldo traído de España.
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