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Isabella Marín - Enséñame a olvidarte

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Isabella Marín Enséñame a olvidarte
  • Libro:
    Enséñame a olvidarte
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    2016
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ENSÉÑAME A OLVIDARTE

Isabella Marín

© Isabella Marín, septiembre 2016

Diseño de la portada: Alexia Jorques

Foto: Fotolia.com

Primera edición: septiembre 2016

Corregido por Correctivia

“No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

ÍNDICE

Para todas mis lectoras (sois demasiadas y ya no os puedo nombrar). Gracias por seguir confiando en mi trabajo.

Capítulo 1

Supe desde el principio que amarle tan intensamente iba a traer ciertas consecuencias. Lo supe, y, aun así, le amé. En realidad fue bastante sencillo hacerlo, incluso algo natural. Nada estaba planeado. El amor surgió sin más; me golpeó de repente con su aplastante fuerza y trastocó todo mi mundo en un abrir y cerrar de ojos.

Yo misma me daba cuenta de que su nombre se colaba en casi cada frase que salía por mi boca. Empecé a buscar más y más su compañía, cada vez que sus ojos se desplazaban hacia los míos, todo lo que me rodeaba se desvanecía en el aire, y lo único que quedaba era la intensidad azul de su mirada. Sencillamente, él empezó a fluir por mis venas y ni siquiera cuando acabó con todo lo que yo había sido hasta ese momento, ni siquiera cuando todo se quebrantó, fui capaz de dejar de amarle.

Desde entonces he visto el mundo, podría decirse que lo he conquistado. He hecho de todo, lo he experimentado todo y he estado en todas partes, pero nunca más he podido sentir lo que sentía cada vez que él me besaba. Claro que de aquello hace mucho, mucho tiempo...

Han pasado más de diez años desde que crucé la frontera de Vail, un pequeño pueblo del centro oeste de Colorado. No le eché ni un solo vistazo al retrovisor de mi viejo Ford para despedirme de mi antigua vida. Ni siquiera les dije adiós a las puntas blancas de las Montañas Rocosas, que se quedaron atrás, solemnes, impertérritas y casi tristes por mi partida.

La sucesión de momentos que formaron aquel día aún desfila dentro de mi mente, como si todo hubiese tenido lugar ayer mismo, no hace tanto tiempo. Recuerdo, por ejemplo, que el aire arrastraba un ligero olor a humo, supongo que de las chimeneas recién encendidas. También recuerdo que el cielo estaba teñido de un deprimente gris plomizo. Había una densa cortina de nubes cubriéndolo, como un oscuro techo, y eso impedía que los rayos del endeble sol de otoño lo atravesaran.

Aunque no es nada de todo eso lo que hace que me estremezca cada vez que evoco los recuerdos de mi huida. Hay un recuerdo más, el más poderoso de todos, uno que por mucho que lo intente, nunca he sido capaz de expulsar. De vez en cuando regresa a mi mente en forma de déjà vu, cuando menos me lo espero, y es como si pudiera sentir otra vez la gélida caricia del viento del noroeste que se filtraba a través de mi ventanilla bajada. Nunca pude sacarme esa sensación de la cabeza y creo que nunca lo conseguiré. Su toque fue algo similar al agarre de los esqueléticos dedos de un ser fantasmal. Al principio, se acercó a mí para traerme un poco de consuelo, pero en cuanto bajé la guardia, cuando más vulnerable estaba, me apuñaló el corazón con unos dardos de hielo, congelándolo todo, menos mi dolor.

Acababa de cumplir diecinueve años. Tenía el rímel corrido, los zapatos manchados de barro y el corazón roto en millones de helados y diminutos pedazos. Mientras conducía sin apenas visibilidad y sin ser capaz de dejar de sollozar, me hice a mí misma dos promesas. Uno: jamás volvería a pisar Vail. Y dos: nunca, jamás, bajo ningún concepto, volvería a permitir que me partieran el corazón. Lo que se traducía en que no tenía intención alguna de volver a amar.

Hoy, una década más tarde, acabo de romper la primera promesa.

Nada más pasar por delante del cartel que reza: Bienvenidos a Vail, Colorado, aminoro la velocidad para poder disfrutar de las vistas. A pesar de todos los malos recuerdos que me despierta este sitio, he de reconocer que, si hay un paraíso sobre la faz de la tierra, ese es mi pueblo natal. Vail, construido al estilo de una villa alpina y emplazado en el corazón de las Montañas Rocosas, fue fundado en los años sesenta y, en poco tiempo, se coronó como la base de una de las más famosas estaciones de esquí del mundo entero. En invierno, se convierte en un glacial paraíso abarrotado de turistas y aficionados a los deportes de la nieve, como el snowboard y el esquí, mientras que en verano es un oasis verde y lleno de vida, rodeado de pinos, cristalinos riachuelos, y amplias y esplendorosas zonas para pasear y disfrutar de la austera belleza del paisaje de montaña.

Mis padres aún viven aquí, en una casa de piedra oculta por frondosos árboles y por altas montañas que forman un protector valle a su alrededor, pero yo no he vuelto ni siquiera para visitarlos. Las pocas veces que nos hemos visto en estos últimos diez años, ha sido porque ellos vinieron a Washington, mi ciudad de acogida. Al recordar mi perfecta vida en el centro político del país, maldigo por enésima vez las circunstancias que hoy me hacen volver. Para mí, Vail supone el Paraíso y el Purgatorio a la vez.

Me sorprende que aún no me haya cruzado con nadie. En los pueblos pequeños eso es casi imposible. Siempre hay alguna anciana paseando por la calle o algún jovencito enredando con la bici. Pues hoy no hay nadie, salvo por un perro que está rascándose las pulgas mientras me sigue con su marrón mirada desde el lado derecho de la carretera. Supongo que este letargo se debe a que está lloviznando y tiene pinta de hacer bastante frío. No podía haber elegido peor el atuendo: unos zapatos descubiertos, a juego con un vestido negro cuya tela es tan fina que resulta casi transparente. Después de tantos años fuera, se me ha olvidado que mientras que en Washington estamos a veinticinco grados, en Colorado, si rozamos los dieciocho, es que hace un calor del carajo y la gente empieza a preocuparse por el calentamiento global.

La sirena de un coche patrulla me arranca de mi contemplación. Miro por el retrovisor y veo que están dándome las luces rojas para que me detenga. ¡Maldita sea! ¿De dónde diablos ha salido ese coche? Si no hubieses estado mirando las musarañas, lo habrías visto venir, me regaño a mí misma.

―Detenga el vehículo en el lado derecho de la carretera y permanezca en el interior ―me indica el policía por el megáfono, pese a que yo ya he señalizado hacia la derecha. ¡Este tío es tonto!

Me detengo y, mientras espero las consecuencias de mis ilegales maniobras, me examino en el espejo interior para asegurarme de que no se me ha corrido el maquillaje, y de que aún llevo el pintalabios rojo que me puse hará media hora, cuando, nada más cruzar la frontera del condado de Eagle, paré a tomar un café en una gasolinera. Quiero causarle una buena impresión al sheriff. Tal vez me libre de la multa, quién sabe. Al menos voy a intentarlo. Por norma general, poner ojitos me funciona de maravilla.

Satisfecha a causa de la imagen que me devuelve el espejo, bajo la ventanilla y miro por el retrovisor al hombre de un metro noventa que se me acerca perezoso. ¡Menudo cuerpazo! No le veo el rostro, puesto que tiene la cabeza bajada y lleva una gorra para protegerse de la lluvia, pero su modo de caminar y la impresionante sensualidad que desprenden sus movimientos, me aseguran que el nuevo sheriff de este pueblo está para comérselo. En mis tiempos, el sheriff era el señor McGrath, un hombre viejo y siempre malhumorado, que me sermoneó más de una vez por intentar comprar alcohol siendo menor de edad. Gracias a Dios, nunca se enteró de que incluso llegué a consumirlo (en más de una ocasión). En un sitio como Vail, eso acarrea la expiación.

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