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Juan del Val - Parece mentira

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Juan del Val Parece mentira

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Juan del Val Madrid 1970 ha trabajado en muchos sitios en obras de - photo 1

Juan del Val (Madrid, 1970) ha trabajado en muchos sitios: en obras (de construcción, no de teatro), en periódicos, en revistas, en radio y en televisión; entre otros medios, en Radio Nacional de España, Televisión Española, Canal 9 y Telecinco. Durante cuatro años dirigió y copresentó Lo mejor que te puede pasar, en Melodía FM. Actualmente colabora con Carlos Alsina en Onda Cero y es guionista de El Hormiguero.

Junto a Nuria Roca, ha firmado Para Ana, de tu muerto y Lo inevitable del amor. En 2017 publicó su primera novela en solitario, Parece mentira, recibida con gran entusiasmo por los lectores.

A Nuria

Agradecimientos

A Sara, porque cada «me encanta» de tus whatsapp me hacía feliz y por ser «la taxista» más guapa del mundo a las cuatro de la mañana. A Rocío, por tu generosidad, tu criterio y por dedicarme tanto tiempo conversando sobre Claudio. A Paola, por convertirme en su nuevo Valmont. A Carmen, por ser mi mejor amiga y emocionarte cuando te leía por teléfono. A Augusto, por guiarme… Y a Nuria, porque ya sabes que sin ti nada es posible.

Estoy en la mitad de mi vida, supongo. Con suerte me queda un poco más de lo que llevo y si no hay tanta fortuna me quedará un poco menos. El cálculo es aproximado teniendo en cuenta que tengo cuarenta y seis años. Podría haber empezado diciendo la edad sin más, pero los escritores tendemos a menudo a complicar las cosas para darnos importancia.

Me llamo Claudio y soy escritor. Es lo que soy y en parte es la manera en la que me gano la vida. También trabajo en un programa de radio y colaboro en otro de tele como comentarista de actualidad, aunque eso de la radio y la tele es lo que hago, pero no lo que soy. También soy alto, moreno y de pies grandes, aunque eso ahora no tiene tanta trascendencia.

Yo nunca quise ser escritor, eso no era algo que quisiera ser ningún niño de mi barrio. En mi barrio todos los niños queríamos ser futbolistas. O casi todos. Había uno muy raro que aspiraba a ser árbitro y otro que se llamaba Alfonsito al que no le gustaba el fútbol, algo que sólo podía explicarse teniendo en cuenta que Alfonsito era marica. Yo, además de futbolista, quería ser policía como Los hombres de Harrelson, una serie de televisión que nos encantaba a los niños de mi barrio y después de echarla por la tele, quedábamos en la calle para jugar haciendo operaciones policiales arriesgadísimas destinadas a acabar con los malos. Yo no me acuerdo de nada de aquella serie, salvo que siempre me pedía ser T. J., que era uno de los hombres de Harrelson al que el jefe siempre espetaba antes de empezar cualquier asalto: «¡T. J., al tejado!». A lo mejor no era exactamente de esa forma, pero así es como lo recuerdo como si fuera ahora mismo. En realidad, poco importa si nuestros recuerdos son rigurosos o no con los hechos. Si son recuerdos, son verdad.

En todo caso, tratándose ésta de una novela sobre mi vida, intentaré contar la verdad hasta donde el pudor me lo permita, avisando de antemano de que nadie ha destacado entre mis características la de ser pudoroso.

La novela trata sobre mí, esencialmente, porque no se me ocurría ninguna trama brillante sobre la que escribir, así que decidí contar mi historia. Considerar mi vida digna de interés como argumento para una novela puede sonar prepotente, por lo que diré en mi descargo que fue una recomendación de las personas que mejor me conocen y también de mis editoras, que creen que mi biografía puede gustar a los lectores y a las lectoras, que, al parecer, son las que realmente leen novelas.

Después de no encontrar una idea brillante para construir una trama, visto que las editoras consideraban que la mía podría ser una historia interesante y después de haberme animado Julia a hacerlo —este hecho es definitivo porque Julia es mi mujer—, quedaba lo más importante antes de sentarme a escribir: decidir si iba a atreverme a contar lo que pasó. No me voy a alargar compartiendo todos los miedos a los que me he enfrentado antes de hacerlo. A decir verdad, a pesar de la frase que acabo de escribir, no se trata de muchos miedos, ese plural no tiene sentido. Se trata de miedo, un único miedo tan potente que no admite más miedos. Miedo a que escribir duela. Y miedo a saber que va a doler.

La primera vez que besé en la boca a una mujer yo tenía catorce años. Fue en una discoteca y no recuerdo ni el nombre ni la cara de aquella chica. Sólo que era morena y que llevaba unos pantalones blancos muy ajustados. Aquella tarde, y en el mismo momento, fue también la primera vez que toqué una teta —en concreto la derecha de aquella adolescente— y un culo: obviamente el que portaba aquella chica cubierto por aquel pantalón blanco ajustadísimo. Quise aprovechar para tocar de paso el único sitio que me faltaba, pero cuando separé mi mano de su glúteo para intentar rozar su entrepierna me paró en seco dejando claro que no estaba dispuesta a tal cosa. Insistí, por supuesto, pero, cuando llegaba al lugar en cuestión, ella volvía a frenarme. Así lo hizo hasta tres veces antes de zafarse de mí y dar por concluido nuestro encuentro. No volví a verla en toda la tarde ni en toda mi vida… Soy consciente de que el hecho que acabo de relatar no es gran cosa, pero sí resulta relevante, pues aquél fue mi primer encuentro sexual —por definirlo de manera benévola— y porque gracias a él descubrí dos cosas que serían esenciales a lo largo de mi vida. Una, lo mucho que me gustaban las chicas. Y otra, la más importante, que ser pesado no sirve de nada.

Tardé mucho tiempo en perder el miedo a aquel lugar. Me doy cuenta ahora, pasados tantos años, de que a lo mejor nunca llegué a conseguirlo. Me cuesta mucho describirlo. Recuerdo más que nada sensaciones sin demasiado sentido, miradas que nunca te miraban. Y frío. Si tuviera que definir con una sola palabra lo que sentía cuando estuve allí, sería frío. Daba igual que hiciese calor en la calle porque aquellas paredes de pintura gris siempre estaban heladas. Las noches que pasé en el manicomio siempre me tapaba con varias mantas, aunque acabase sudando. No me tapaba, me escondía.

La cama tenía ochenta centímetros de ancho, que era la medida que antes tenían las camas individuales. La colcha era de ganchillo beige y las mantas rosa pálido estaban llenas de pelotillas. En la pared había un crucifijo de escayola y la mesilla estaba empotrada en la pared para que no pudiera moverse. Podría parecer una modesta habitación de algún hostal de carretera, con un baño de azulejo verde clarito y el suelo de sintasol, pero lamentablemente no era un hostal de carretera. Entre otras diferencias, por el precio: los manicomios son carísimos. Un préstamo tuvieron que pedir mis padres para que no tuviese que ir a uno público que nos recomendaron como primera opción, pero que mi madre descartó después de ir a verlo. Cuando volvió a casa, escuché cómo le decía a mi padre que su niño no podía ir a un lugar así y decidieron buscar uno de pago, que es en el que acabé. Años después le pregunté a mi madre por qué no quiso que yo ingresara en aquel lugar si era mucho más barato: «Porque estaba lleno de locos», me contestó. Mi madre a menudo tiene respuestas que no admiten réplica.

La ventana de mi habitación no podía abrirse del todo, claro, y pegada a la pared había una silla de plástico blanca y endeble, de esas de terraza que se venden ahora en los chinos y en la que nunca llegué a sentarme. En la habitación pasaba muy poco tiempo. Prefería pasear o sentarme en algún banco del jardín hasta que fuese la hora de consulta, o de talleres, o de comer o cenar. En los talleres se dibujaba o se hacían cosas con barro, algo que yo no soportaba. Me ponía muy triste la imagen de cinco o seis adultos dibujando o haciendo figuras con arcilla. Y era desolador que yo fuese uno de ellos. Cuando estás ingresado en un sitio así sólo hay una forma de que la pena no te consuma y es imaginar que ése no eres tú o al menos que esa situación no durará demasiado. Es el único consuelo, además, claro está, de la medicación.

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