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Fermín de la Calle - Con fina desobediencia

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Fermín de la Calle
CON FINA

DESOBEDIENCIA
Atlas de rugby con olor a cerveza y barro

Con fina desobediencia - image 2


primera edición: septiembre de 2019


© Del texto, Fermín de la Calle Velasco, 2019

© Del prólogo, Michael Robinson, 2019


© Libros del K.O., S.L.L., 2019

Calle Infanta Mercedes, 92, despacho 511

28020 - Madrid


isbn : 978-84-17678-23-4

códigos ibic : DNJ, WSJF

cubierta e infografías: Artur Galocha

maquetación: María O ʼ Shea

corrección: María Campos Galindo y Pablo Uroz


«El rugby te deja golpes y amigos»


A Rodrigo y Martín, norte y sur. A Alberto, siempre cerca.

A mis padres y hermanos, por meter siempre el hombro.

A los rivales, por los golpes y las cervezas.

A los árbitros, por la paciencia.

Al rugby, por no dejar que me rinda.

PRÓLOGO
POR MICHAEL ROBINSON


El autor de este libro, Fermín de la Calle, es el periodista español más prolífico escribiendo de rugby que conozco. Su conocimiento de la materia solo es superado por su afición y amor por este deporte. Estas cualidades garantizan que la lectura de este libro será tan entretenida como ilustrativa. De su mano podremos conocer, además, más detalles del que considero el secreto mejor guardado del deporte español: el rugby.

El rugby es, en mi humilde opinión, el deporte de equipo por excelencia. El colegio que dio nombre a este deporte se halla en el centro de Inglaterra e hizo una obra maestra al concebirlo. En el Reino Unido de los últimos años del siglo xviii y primeros compases del xix había un deporte muy popular llamado football y denominado por los hispanohablantes «fútbol de carnaval». Aquella práctica era un ejercicio desorganizado que consistía en que los jóvenes del pueblo impulsaran un improvisado esférico —normalmente de tripas de cerdo— hasta depositarlo en una especie de «diana» situada en un extremo del pueblo. Mientras, el rival intentaba hacer lo mismo en la dirección opuesta, algo que provocaba la formación de unas melés extraordinarias. Aquellos partidos duraban lo que duraban… Se eternizaban hasta altas horas de la madrugada, hasta que alguien marcaba el tanto que determinaba el ganador. Los partidos eran tremendamente duros, sin apenas reglas, y el número de jugadores variaba porque jugaba quien le apetecía. Hasta que en 1848 los estudiantes del colegio de Rugby decidieron ponerse manos a la obra delimitando la superficie del terreno de juego y el número de participantes. Nació el rugby football.

Aquellos estudiantes crearon un juego en el cual ningún individuo puede ganar un partido por sí solo, por muy brillante que sea. Lo que sí puede hacer un jugador solo es perderlo por no estar al lado de sus compañeros. Cada miembro del equipo necesita imperiosamente de cada uno de los demás. De hecho, e n el rugby moderno de las tarjetas, cuando un equipo es amonestado con la amarilla y pierde un jugador durante diez minutos, suele encajar un promedio de 7 puntos. Esto demuestra la importancia que tiene el mero hecho de estar.

El rugby football fue creado para premiar la solidaridad entre caballeros. Y lo consiguieron. Los estudiantes de Rugby lograron hacer unas reglas que rozaban la perfección, pero tal vez su mayor desliz fue el tanteo. Por ejemplo, el ensayo ( try , en inglés) no fue premiado ni siquiera con un solo punto. El hecho de posar el balón daba la oportunidad al equipo atacante de sumar puntos pateando a los palos. Por eso se llamaba try ( intento), porque te daba la opción de intentar sumar puntos al patear a palos. Entonces era la única manera de lograrlo.

Cuando yo era niño, jugar al rugby era obligatorio en el colegio. El profesorado entendía que te hacía persona, que su práctica enseñaba a los chicos a ser hombres, pues promovía la noción del trabajo en equipo y la solidaridad. Cuando saltábamos al campo, el rugby nos hacía preguntas y nosotros debíamos tener las respuestas. No siempre eran las acertadas; a veces dolía, pero aquello siempre enseñaba.

Quiero mucho a este deporte. Es más, estoy en deuda con él. La raíz de mi educación deportiva se halla en el rugby. No fue un flechazo, fue poco a poco. Yo crecí en las llanuras de la costa noroeste de Inglaterra. Allí sopla un viento gélido 365 días al año. En la temporada de rugby aquel viento se hacía insoportable. Y más esperando en la línea de tres cuartos a que llegara el balón o el choque. Recuerdo que cada choque sacudía el cuerpo como un accidente de coche. Recuerdo también que siempre pensaba que el equipo rival era más grande que el nuestro, aunque no fuera el caso.

En mis primeros partidos yo jugaba de ala. Enseguida me di cuenta de que no era una demarcación propicia para mí, porque podía estar 15 minutos esperando para entrar en acción, esperando ese primer choque, el primer dolor. Era como una agonía que se prolongaba durante un tiempo incierto. No tienes escapatoria, pero no llegaba. Y créanme: es mejor recibir el primer golpe cuanto antes. Así que me convertí en centro, porque desde esta demarcación podía entrar en acción más temprano, sentir el choque desde el principio y que luego no doliera tanto. Además, si era yo el que provocaba la colisión, mucho mejor.

De pequeño disfruté mucho jugando al rugby, especialmente desde el cambio de demarcación. Pero de mayor quise ser como Bobby Charlton (mítico futbolista), aunque con más pelo. Jugando al fútbol podía ganarme la vida ya que me permitía dedicarme profesionalmente, lo que no era posible en el rugby. Creo que mi sentir era el de muchos otros jóvenes de mi generación. En mi caso creo que tuve razón, porque jugaba mucho mejor al fútbol que al rugby. Sin embargo, lo más probable —y lo que realmente pienso— es que, si no fuera porque una vez jugué al rugby, jamás hubiese podido disfrutar de una carrera plena en el campo de fútbol.

Ya he mencionado que este deporte te hace muchas preguntas. El rugby me enseñó a ser hombre en el sentido más ético; me enseñó cómo ser compañero y, siendo compañero, a ser solidario. Eso es lo más importante. Es un valor que utilizamos todos los días de nuestras vidas. O eso es lo que deberíamos hacer. Considero que todo lo que conseguí en el fútbol fue gracias a haberme educado en los valores del rugby.

Antes de que el rugby europeo se convirtiera en una actividad profesional, me preguntaron en el diario AS que si prefería que mi hijo fuese el 9 en la selección inglesa de fútbol o el 9 en el xv de la Rosa. Contesté de forma instantánea: « ¡Claramente el 9 en el xv de la Rosa!». La razón es que un caballero que haya defendido su país en el campo de rugby será respetado para siempre como un gladiador y visto como un pilar de la sociedad.

Cada vez que me encuentro delante de un jugador de rugby me produce un respeto enorme, porque sé que sabe lo que significa ser compañero; no solo en el campo de rugby, sino por donde pisa en la vida. Muchas veces me preguntaron en los últimos compases de los noventa: «¿Cómo va a cambiar el jugador de rugby cuando sea profesional y gane mucho dinero?». Mi respuesta siempre fue la misma: «No va a cambiar nada, en lo esencial, porque un jugador de rugby ya viene administrado en valores todos los días». El dinero cambia al deporte y a la sociedad, pero difícilmente iba a cambiar de un día para otro al jugador en sus valores.

Escribo esto a las puertas de un nuevo Mundial de rugby, la novena edición, esta vez en Japón. El país del sol naciente recibirá una audiencia bestial. Millones de personas de todo el mundo jaleando a los suyos desde sus casas, mezclados en los campos y en los bares, con aficiones juntas festejando la valentía de todos. Pero lo que de verdad espero es que miles de chavales digan: «Papá, mamá. De mayor quiero ser jugador de rugby». Así no solo el rugby gozará de un porvenir aún mejor, sino que también mejorará el de la sociedad en general.

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