Para los científicos, innovadores y activistas
que nos muestran el camino
INTRODUCCIÓN
DE 51.000 MILLONES A CERO
H ay dos números relacionados con el cambio climático que conviene conocer. El primero es 51.000 millones. El segundo es cero.
Cincuenta y un mil millones es el número aproximado de toneladas de gases causantes del efecto invernadero que el mundo aporta cada año a la atmósfera. Aunque la cifra puede aumentar o disminuir ligeramente de un año al otro, por lo general tiende a crecer. Esta es la situación en la actualidad .
Cero es la cantidad a la que debemos aspirar . Para frenar el calentamiento y prevenir los peores efectos del cambio climático —que serán muy nocivos—, los humanos debemos dejar de emitir gases de efecto invernadero a la atmósfera.
Si esto parece complicado es porque lo será. El mundo jamás ha acometido una tarea tan colosal. Todos los países tendrán que modificar su manera de hacer las cosas. Prácticamente la totalidad de las actividades de la existencia contemporánea conllevan la liberación de gases de efecto invernadero y, a medida que pase el tiempo, más personas accederán a este estilo de vida. Esto es positivo, pues significa que las condiciones en que vive la gente van mejorando. Sin embargo, si no modificamos otros factores, el mundo seguirá produciendo gases de efecto invernadero, el cambio climático continuará empeorando y su impacto sobre la humanidad será con toda seguridad catastrófico.
No obstante, esto puede cambiar. Creo que es posible modificar varios factores. Ya disponemos de algunas de las herramientas que necesitaremos y, en cuanto a las que aún no tenemos, todo lo que he aprendido acerca del clima y de la tecnología me lleva a ser optimista sobre nuestra capacidad de inventarlas, implementarlas y, si actuamos con suficiente rapidez, evitar un desastre climático.
Este libro trata sobre lo que habrá que hacer y las razones por las que creo que podemos conseguirlo.
Hace dos décadas no imaginaba que algún día hablaría en público sobre el cambio climático, y mucho menos que escribiría un libro al respecto. Mi experiencia profesional gira en torno al software, no a la climatología, y en la actualidad colaboro a tiempo completo con mi esposa, Melinda, en la Fundación Gates, donde centramos todos nuestros esfuerzos en la salud global, el desarrollo y la educación en Estados Unidos.
Llegué a interesarme por el cambio climático de manera indirecta, a través del problema de la pobreza energética.
En los primeros años del siglo XXI , cuando nuestra fundación apenas arrancaba, comencé a viajar a países de rentas bajas del África subsahariana y el sur de Asia para aprender más acerca de la mortalidad infantil, el VIH y otros graves problemas contra los que luchábamos. Sin embargo, no me centraba exclusivamente en las enfermedades. Cuando volaba a ciudades importantes, miraba por la ventanilla y me preguntaba: «¿Por qué está tan oscuro ahí fuera? ¿Dónde están todas las luces que vería si sobrevolara Nueva York, París o Pekín?».
En Lagos, Nigeria, recorrí calles sin alumbrado donde la gente se acurrucaba alrededor de hogueras que habían encendido en viejos bidones metálicos. En aldeas remotas, Melinda y yo conocimos a mujeres y niñas que se pasaban el día recogiendo leña para cocinar a llama viva en sus hogares. Conocimos a niños que hacían los deberes a la luz de las velas porque no tenían electricidad en casa.
Descubrí que cerca de mil millones de personas carecían de un suministro eléctrico fiable y que la mitad de ellas vivían en el África subsahariana. (El panorama ha mejorado un poco desde entonces; en la actualidad, aproximadamente 860 millones de personas no tienen electricidad.) Pensé en el lema de nuestra fundación —«Todo el mundo merece la oportunidad de llevar una vida sana y productiva»— y en lo difícil que resulta cuidar la salud cuando el ambulatorio local no mantiene las vacunas refrigeradas porque a menudo las neveras no funcionan. Cuesta ser productivo cuando uno no dispone de la luz suficiente para leer. Y es imposible desarrollar una economía que brinde oportunidades laborales a todos sin grandes cantidades de energía eléctrica fiable y asequible para oficinas, fábricas y servicios de atención telefónica.
Melinda y yo hemos conocido a varios niños como Ovulube Chinachi, de nueve años, que vive en Lagos, Nigeria, y hace los deberes a la luz de una vela.
Por la misma época, el científico ya fallecido David MacKay, profesor de la Universidad de Cambridge, compartió conmigo un gráfico que reflejaba la relación entre ingresos y uso de energía; entre la renta per cápita de un país y la cantidad de electricidad que consumen sus habitantes. El esquema, en el que la renta per cápita aparecía representada por el eje horizontal, y el consumo de energía, por el vertical, dejaba patente que ambos factores están estrechamente relacionados.
Los ingresos y el uso de la energía van de la mano. David MacKay me enseñó un gráfico como este, que vincula el consumo de energía con la renta per cápita. La correlación es inequívoca. (AIE; Banco Mundial.)
Mientras asimilaba toda esta información, empecé a pensar en cómo podía ingeniárselas el mundo para ofrecer energía barata y eficiente a los pobres. No tenía sentido que nuestra fundación abordara este gigantesco problema —necesitábamos que siguiera centrada en su misión fundamental—, pero comencé a barajar ideas con algunos amigos inventores. Leí varias obras que trataban el tema en profundidad, entre ellas los esclarecedores libros del científico e historiador Vaclav Smil, que me ayudaron a entender lo esencial que ha sido la energía para la civilización moderna.
En aquel entonces, aún no era consciente de que debíamos llegar a cero. Los países ricos, responsables de gran parte de las emisiones, empezaban a prestar atención al cambio climático, y suponía que bastaría con eso. Mi contribución, o eso creía, consistiría en defender que la energía fiable estuviera al alcance de los más desfavorecidos.
Para empezar, ellos serían los principales beneficiados. La energía barata no solo les permitiría disponer de luz por la noche, sino también de fertilizantes más económicos para las tierras y de cemento para las casas. Y, por lo que respecta al cambio climático, los pobres son los que más tienen que perder. Se trata en su mayoría de agricultores que ya viven al límite y no podrían sobrellevar más sequías e inundaciones.
Mi mentalidad cambió a finales de 2006, cuando me reuní con dos antiguos colegas de Microsoft que querían fundar organizaciones sin ánimo de lucro centradas en la energía y el clima. Los acompañaban dos climatólogos muy versados en estos temas, y los cuatro me mostraron los datos que relacionaban las emisiones de gases de efecto invernadero con el cambio climático.
Sabía que estos gases estaban causando un aumento de las temperaturas, pero daba por sentado que existían variaciones cíclicas u otros factores que, de forma natural, impedirían que se produjera una catástrofe climática. Además, me costaba aceptar que las temperaturas continuarían incrementándose mientras los humanos siguieran emitiendo gases de efecto invernadero, en la cantidad que fuera.
Acudí de nuevo al grupo en varias ocasiones para aclarar dudas posteriores. Al final, lo comprendí: el mundo necesita generar más electricidad para que los desfavorecidos prosperen, pero sin emitir más gases de efecto invernadero.