La campaña de la naturaleza: Al Gore
—Hola, ¿Dwayne?… ¿Dwayne?
—Sí, señor vicepresidente.
—¿Puede traerme un poco más de café?
—Sí, señor vicepresidente. Ahora voy.
—Gracias, Dwayne.
Eran las diez de la mañana en Nashville, un tranquilo día laborable en el que la mayoría de los vecinos se habían ido a trabajar, y Albert Gore Jr. se sentó a la cabecera de la mesa del comedor a desayunar. El plato estaba rebosante de huevos revueltos, beicon y tostadas. La taza, del tamaño de un estanque, había sido rellenada en un abrir y cerrar de ojos por Dwayne Kemp, su cocinero, un hombre hábil y elegante que fue contratado por los Gore cuando, como suele decir su jefe, «todavía trabajábamos en la Casa Blanca». Recién duchado y afeitado, Gore lucía una camisa azul oscuro y pantalones de lana grises. En los meses transcurridos desde que el 13 de diciembre de 2000 perdió la batalla electoral en Florida y cedió la presidencia a George W. Bush, Gore pareció relajarse y desapareció del mapa. Después viajó por España, Italia y Grecia durante seis semanas con Tipper, su esposa. Llevaba gafas oscuras y una gorra de béisbol bien calada. Se dejó barba de montañero y ganó peso. Cuando volvió a realizar apariciones públicas, sobre todo en las aulas, le tomó el gusto a presentarse diciendo: «Hola, soy Al Gore. Antes era el próximo presidente de Estados Unidos». La gente miraba a ese hombre voluminoso e hirsuto —un político que recientemente había obtenido 50.999.897 votos a la presidencia, más que cualquier otro demócrata en la historia, más que cualquier otro candidato en la historia, a excepción de Ronald Reagan en 1984, y más de medio millón de votos más que el hombre que asumió el cargo— y no sabía qué sentir ni cómo comportarse, así que cooperaban en sus elaborados menosprecios hacia su propia persona. Se reían de sus bromas, como si trataran de ayudarlo a borrar lo que todo el mundo consideraba una decepción de proporciones históricas, «el desengaño de su vida», como decía Karenna, la mayor de sus cuatro hijos.
«Ya conocéis el viejo dicho —anunciaba Gore a su público—, unas veces se gana y otras se pierde. Y luego está esa tercera categoría poco conocida.»
Desde entonces, Gore se ha desprendido de la barba, pero no del peso. Todavía tiene panza. Come rápida y copiosamente y disfruta mucho haciéndolo, igual que un hombre que ya no tiene que preocuparse de parecer demasiado grueso en Larry King Live. «¿Quiere unos huevos? —me preguntó—. Dwayne es el mejor.»
Esta ha sido la primera temporada electoral en una generación en la que Al Gore no ha aspirado al cargo nacional. Se presentó a las presidenciales en 1988, cuando tenía treinta y nueve años; a la vicepresidencia, en la lista de Bill Clinton, en 1992 y 1996; y de nuevo a la presidencia en 2000. Tras decidir que una revancha contra Bush resultaría demasiado divisiva (o tal vez demasiado difícil), Gore se ha empeñado en no quedarse al margen. Por el contrario, para describir sus sentimientos utilizaba palabras como «liberado» y «libre» con gran determinación. Se había visto liberado de la carga, de la presión, del ojo de la cámara. En su casa de Nashville apenas sonaba el teléfono. No había personal de prensa en la puerta ni ayudantes a sus espaldas. Podía decir lo que quisiera y apenas había reacción alguna en los medios de comunicación. Si le apetecía llamar a George Bush «cobarde moral», si le apetecía comparar Guantánamo y Abu Ghraib con islas de un «gulag estadounidense» o a los representantes del presidente en los medios con «camisas pardas digitales», lo hacía. Sin preocupaciones, sin titubeos. Es cierto que en el Teatro Belcourt debía pronunciar un discurso a mediodía ante un grupo conocido como Music Row Democrats, pero era probable que las únicas cámaras que hubiera fuesen locales. Con sorna, resumía ese discurso en una pequeña libreta con solo dos palabras: «guerra» y «economía».
Cuando Al y Tipper Gore se hubieron recuperado de la conmoción inicial de las elecciones de 2000, gastaron 2,3 millones de dólares en la casa en la que viven ahora, un edificio colonial centenario situado en Lynwood Boulevard, en el barrio de Belle Meade, en Nashville. Todavía son propietarios de una vivienda en Arlington, Virginia —una casa construida por el abuelo de Tipper— y de una granja de treinta y seis hectáreas en Carthage, Tennessee, lugar de origen de la familia Gore; pero Arlington estaba peligrosamente cerca de Washington, y Carthage demasiado lejos para instalarse allí de manera permanente, sobre todo para Tipper. Belle Meade, que recuerda a Buckhead, en Atlanta, o a Mountain Brook, cerca de Birmingham, es un próspero reducto para empresarios y estrellas del country; alberga un barrio de extensos céspedes en pendiente, casas con magnolios y entradas para coches en la parte delantera y anexos modernos de cristal y piscinas en la parte trasera. Hace tiempo, Chet Atkins vivía allí; Leon Russell todavía lo hace. Algunos elementos de la casa, que la pareja amplió con ayuda de un arquitecto, son inequívocamente Gore: la batería de Tipper (congas incluidas) en el comedor; en las paredes, las fotografías de Al estrechándole la mano a los Clinton y a varios líderes mundiales. Hay menos libros y más televisores de los que cabría esperar. Cuando el arquitecto diseñó el anexo posterior de la casa, Gore le pidió que curvara los muros hacia dentro en dos puntos para salvar unos árboles. «Los árboles no eran nada especial o inusual —afirmó—. Simplemente, no podía soportar la idea de talarlos.» En el jardín trasero, alrededor del patio y la piscina extragrande, donde Al y Tipper hacen largos, Gore también instaló un sistema antiinsectos que pulveriza con discreción un fino rocío de crisantemos triturados desde un tronco de árbol y un muro del patio. «Los mosquitos lo odian», dijo. Otras partes de la casa son menos respetuosas con el medio ambiente. En el camino de entrada había aparcado un Cadillac negro de 2004, que conduce Gore, y en el garaje había un Mustang de 1965, que Al regaló a Tipper por San Valentín.
Gore se terminó los huevos. Se dirigió a un patio cubierto situado en un lado de la casa y se acomodó en una silla mullida. Dwayne le llevó la taza de café y se la rellenó.
Sin embargo, Gore no ha permanecido recluido en casa desde que, a finales de 2002, decidió no volver a presentarse a las elecciones. En el último año ha dado varias conferencias en Nueva York y Washington en las cuales ha criticado duramente a la Administración de Bush, pero ha respondido pocas preguntas. «Es mejor así una temporada», señaló. Ha dado conferencias por dinero en todo el mundo. Y está impartiendo cursos, principalmente sobre la intersección de la comunidad y la familia estadounidense, en la Universidad Estatal de Middle Tennessee en Murfreesboro y la Universidad Fisk en Nashville.
«Tenemos grabadas en cinta unas cuarenta horas de conferencias y clases —afirmó Gore, impávido—. Esta es su oportunidad de verlas.»
Gore está empezando a ganar mucho dinero. Es miembro de la junta directiva de Apple y asesor de Google, que acaba de pasar por una oferta pública de venta. También ha trabajado en la creación de un canal de televisión por cable y está desarrollando una empresa financiera.
«Me lo estoy pasando genial», aseguró.
En un sistema parlamentario, un candidato a primer ministro que haya perdido las elecciones suele ocupar un lugar destacado en la cámara. En Estados Unidos no funciona así. Aquí uno emprende su propio camino: da conferencias, escribe unas memorias, amasa una fortuna o busca una causa honesta. Es posible que de vez en cuando reciba la llamada de un periodista, pero no suele ocurrir. En cualquier caso, Donna Brazile, directora de campaña de Gore en 2000, decía: «Cuando terminó, el Partido Demócrata lo dejó en la cuneta» y prefirió olvidar no solo la catástrofe de Florida, sino también los tropiezos de Gore: su mutante personalidad en los tres debates con Bush; su dependencia de los asesores políticos; su incapacidad para sacar rédito de la imperecedera popularidad de Bill Clinton y su derrota en Arkansas, donde este último había sido gobernador, y más aún en Tennessee; y su decisión de no exigir un recuento inmediato en el estado de Florida. Ahora, allá donde vaya, Gore se encuentra con multitudes desesperadas con la Administración de Bush que ven en él todo lo que podría haber sido, todos los «y si…». «El desengaño de su vida.» A veces se le acerca gente que se refiere a él como «señor presidente». Algunos tratan de animarlo y le dicen: «Sabemos que en realidad ganó usted». Algunos inclinan la cabeza y le dedican una mirada afectada de compasión, como si hubiera perdido a un familiar. No solo debe hacer frente a sus remordimientos; es siempre el espejo de los demás. Un hombre inferior habría cometido faltas peores que dejarse barba y ganar unos kilos.