Rafael Salcedo Ramírez - ¡Por ti, mi Führer! (Parte primera)
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- Libro:¡Por ti, mi Führer! (Parte primera)
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¡Por ti, mi Führer! (Parte primera): resumen, descripción y anotación
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¡POR TI,
MI FÜHRER!
(PARTE PRIMERA)
Una obra original de
Rafael Salcedo Ramírez
© RAFAEL SALCEDO RAMÍREZ 2018. Todos los derechos reservados. Queda terminantemente prohibido copiar, reproducir, difundir, publicar o modificar cualquier parte de esta obra sin previo consentimiento expreso y escrito del autor.
© RAFAEL ALEJANDRO SALCEDO GARROTE. 2018. Todos los derechos reservados. Queda terminantemente prohibido copiar, reproducir, difundir, publicar o modificar cualquier parte de la imagen de la portada de esta obra sin previo consentimiento expreso y escrito del autor.
“¿Es usted un demonio? Soy un hombre y, por lo tanto, tengo dentro de mí todos los demonios”
Gilbert Keith Chesterton
PRÓLOGO
Más apocado que nunca, timorato e indeciso ante su deber cíclico, el otoño en la población gala de Ypres —e incluso en toda la linde de Francia tanto con Bélgica como con los Países Bajos— se resistía aquel amanecer de mediados de octubre de 1918 a presentar sus debidos respetos. Tal descortesía, obviando sus obligaciones en esas latitudes europeas, sólo podría excusarse por la irrupción maleducada a destiempo de los vientos del sur, tibios y densos llegando en furiosas oleadas desde tierras meridionales, empujados a su vez por otros de carácter indómito impulsados hacia el norte por tormentas del desierto africano tras elevarse sobre el profundo azul del Mediterráneo, quien ajeno asistía a su hégira ascendente allende sus preciados dominios una vez abandonados éstos como poderoso ejército aguerrido, sacudiendo la costa a su paso, levantando las aguas para hacerlas romper con inusual cólera contra los acantilados que guardaban el ancestral continente.
En la amanecida de la trinchera, aquel jovencísimo soldado de rostro infantil, escuchimizado, cuyos pómulos salientes hablaban de su estado al borde del mismo raquitismo, hacía esfuerzos aún por conciliar un sueño que se había visto imposible de atraer a su mente, envuelta en una maraña de confusión provocada por la terrible conjunción de hambruna desatada y vientre en carne viva, expulsando inmisericorde el mínimo alimento que su estómago recibía con júbilo pero torpe ya desacostumbrado a cumplir su cometido para nutrir un cuerpo exhausto.
El muchacho, ajeno a los buenos augurios ofrecidos por el ambiente cálido y el sol desperezándose vertiginoso en lontananza, aterido por una sensación de frío que su propio cuerpo generaba en el estado febril sobrevenido, permanecía dando evidentes tiritones tendido sobre un precario batiburrillo de jirones, el cual apenas le separaba de la propia tierra húmeda y sólo tapado por el abrigo reglamentario. En su profundo interior, por un momento la mente del joven cortó amarras de cuanto le rodeaba y hasta su cuerpo sintió liberado con júbilo de la atadura carnal, pareciéndole levitar en un mundo etéreo, grácil y amable que le acogía con los brazos abiertos para permitirle una sonrisa que dibujó en su rostro macilento sin que tuviera consciencia de ello, ya que su entendimiento se encontraba más allá de la materia, del tiempo, obnubilado en un viaje que le llevó en volandas hacia su niñez, dejando de manera sutil que posara sus pies en la tierra que le vio nacer; que la recorriera con ilusión de niño con zapatos nuevos; que diera vueltas sin cesar a la granja familiar; que escuchara feliz la voz de sus padres, de sus hermanos, de los abuelos llamándole una vez más para acudir a su lado, oler los prados, recibir ese aroma límpido y almizclado del bosque cercano; oscuro y mágico, tétrico y silente, atrayéndole como poderoso imán, tirando de él para ofrecerle en un atávico ritual sus secretos guardados en la espesura misteriosa e intricada, vedada para la mayoría de los mortales, puesta a sus pies como ofrenda hacia dioses antiguos, de carne y hueso materializados en la penumbra de sus recovecos acechando a los que osasen cruzar sus límites.
El muchacho vio cómo las sensaciones se esfumaban en un instante para, aquella misma bruma encantada, tomar nueva forma y tener ante sí el bullicio de la ciudad: Berlín en toda su grandeza, las calles atestadas, el fragor de la vida latiendo con fuerza, sintiendo el latigazo eléctrico de ésta al cruzarse con las gentes atareadas en su cotidianidad, de aquí para allá en un vaivén de sensaciones, en un carrusel infinito que le arrastraba, le subyugaba, le emocionaba al participar junto a éstas de las pequeñas cosas que cada uno encerraba para sí y que él mismo había recibido el don para escudriñar, sabiéndose dueño y señor de sus alborozos, también de sus lamentos, de sus cuerpos, de sus mentes, de su ser en suma para ir en pos de sus íntimos e inconfesables deseos, liberando la pulsión que le hacía despeñarse por el precipicio de la más abyecta de las morbosidades, rastreando cada palmo hasta encontrar en el arrabal el cuerpo infantil que constituía la piedra angular de aquélla, observando libidinoso cada centímetro de su piel.
Aquel muchacho, avergonzado, herido por el propio deseo impuro, mil veces se maldijo, sabiéndose incapaz de sustraerse a esa forma inhumana de actuar para la cual no había encontrado ni fuerzas ni remedios para dejarla atrás y, con el cuerpo aún inerme, con gozo permitió que su mente se apropiara de su ser, que dejara al pairo a ese recipiente de huesos y entrañas sanguinolentas, abjurando de él tal si abdicara de un reinado efímero, deseando con todas sus fuerzas que aquel corazón, aún fuerte, dejase de palpitar y abandonar esa capa de materia podrida que sería su consecuencia para cruzar a ese otro lado donde sus pecados quedarían olvidados en la poderosa nada, desdibujados al fin y sus acciones deshechas por el olvido de aquel reino más allá de cuanto es conocido; donde el sueño es la realidad y la misma realidad trueca en sueño, donde no hay lamentos, ni sollozos, ni lágrimas, ni penas, ni corazones traspasados por la amargura, ni tristezas, ni ansias, sólo paz, sólo armonía, sólo belleza, sólo eternidad, cercenado el fino hilo de la existencia terrena, abandonado a su suerte al pronto carcomido caparazón bastardo que la tiene presa.
Todo aquel maremágnum interior henchido de culpa aplastó las otrora almibaradas imágenes sugerentes, paisajes idílicos, apareciendo las gentes que le rodeaban con dedos acusadores mientras se aprestaban a lincharle sin que jurado alguno dictaminase su ejecución por mor de sus actos de impureza, en virtud de los cuales debería penar por toda la eternidad.
—¡Muchacho! ¡Muchacho! ¡Vamos, incorpórate!— escuchó el joven, disuelto el ensueño devenido en pesadilla, regresando al reino de los mortales y de nuevo recobrado el sentido de la vida, a la vez que las explosiones del fuego enemigo se producían a escasos metros de la trinchera y el barro salpicaba su rostro. Observó quién le hablaba y vio cómo en su uniforme llevaba la insignia de cabo y en el cuello de la guerrera el icónico emblema del glorioso Decimosexto Regimiento de Baviera.
—¡No te quedes ahí, chico! ¡Vamos, arriba!— le gritó aquel compañero de ojos azules, tan claros como su piel, haciendo ambos contraste con el grueso bigote negro que exhibía a juego con su pelo de igual color, el cual le daba carácter.
Con fuerza, y comprobando cómo el joven apenas podía mantenerse en pie por sí solo, el cabo de ojos azules cristalinos y voz grave, tan marcial como su mismo cuerpo, le levantó de una sola vez y arrastró metro a metro hasta acercarle a una de las escaleras de la hedionda trinchera, zigzagueando entre cuerpos troceados por los morteros y charcos donde se mezclaba la sangre con los orines.
—¡Vamos, chico, aguanta este pañuelo mordiéndolo en la boca y cierra bien los ojos!— le gritó de nuevo al muchacho, quien le hizo caso sin que una palabra le contradijese y permaneciendo tan callado como tapándose él mismo los ojos. Después de aquello, escuchó la explosión de una granada a escasos metros y, tras esta, otra al frente. Sin abrir los ojos, obedeciendo de nuevo por la insistencia de su salvador in extremis, sintió una arcada y luego, sin nada el estómago, tuvo un enérgico vómito de bilis que provocó algunos más como consecuencia del ácido líquido estomacal inundando sus fosas nasales.
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