el último de todos y el servidor de todos. Y
Poco después de amanecer, el Nini se asomó a la boca de la cueva y contempló la nube de cuervos reunidos en concejo. Los tres chopos desmochados de la ribera, cubiertos de pajarracos, parecían tres paraguas cerrados con las puntas hacia el cielo. Las tierras bajas de don Antero, el Poderoso, negreaban en la distancia como una extensa tizonera.
La perra se enredó en las piernas del niño y él le acarició el lomo a contrapelo, con el sucio pie desnudo, sin mirarla; luego bostezó, estiró los brazos y levantó los ojos al lejano cielo arrasado:
–El tiempo se pone de helada, Fa. El domingo iremos a cazar ratas -dijo.
La perra agitó nerviosamente el rabo cercenado y fijó en el niño sus vivaces pupilas amarillentas. Los párpados de la perra estaban hinchados y sin pelo; los perros de su condición rara vez llegaban a adultos conservando los ojos; solían dejarlos entre la maleza del arroyo, acribillados por los abrojos, los zaragüelles y la corregüela.
El tío Ratero rebulló dentro, en las pajas, y la perra, al oírle, ladró dos veces y, entonces, el bando de cuervos se alzó perezosamente del suelo en un vuelo reposado y profundo, acompasado por una algarabía de graznidos siniestros. Únicamente un grajo permaneció inmóvil sobre los pardos terrones y el niño, al divisarlo, corrió hacia él, zigzagueando por los surcos pesados de humedad, esquivando el acoso de la perra que ladraba a su lado. Al levantar la ballesta para liberar el cadáver del pájaro, el Nini observó la espiga de avena intacta y, entonces, la desbarató entre sus pequeños, nerviosos dedos, y los granos se desparramaron sobre la tierra.
Dijo, elevando la voz sobre los graznidos de los cuervos que aleteaban pesadamente muy altos, por encima de su cabeza:
–No llegó a probarla, Fa; no ha comido ni siquiera un grano.
La cueva, a mitad del teso, flanqueada por las cárcavas que socavaban en la ladera las escorrentías de primavera, semejaba una gran boca bostezando. A la vuelta del cerro se hallaban las ruinas de las tres cuevas que Justito, el Alcalde, volara con dinamita dos años atrás. Justo Fadrique, el Alcalde, aspiraba a que todos en el pueblo vivieran en casas, como señores.
Al tío Ratero le atosigaba:
–Te doy una casa por veinte duros y tú que nones.
¿Qué es lo que quieres, entonces?
El Ratero mostraba sus dientes podridos en una sonrisa ambigua, entre estúpida y socarrona:
–Nada -decía.
Justito, el Alcalde, se irritaba y, en esos casos, la roncha morada de la frente se reducía a ojos vistas, como una cosa viva:
–¿Es que no te da la gana entenderme? Quiero acabar con las cuevas. Se lo he prometido así al señor Gobernador.
El Ratero encogía una y otra vez sus hombros fornidos, mas luego, en la taberna, Malvino le decía:
–Ándate al quite con el Justito. El tipo ese es de cuidado, ya ves. Peor que las ratas.
El Ratero derrumbado sobre la mesa le enfocaba implacable sus rudos ojos huidizos:
–Las ratas son buenas -decía.
Malvino fue Balbino en tiempos, pero sus convecinos le decían Malvino porque con dos copas en el cuerpo se ponía imposible. Su taberna era angosta, sórdida, con el suelo de cemento y media docena de mesas de tablas, con bancos corridos a los costados. Al regresar del arroyo, el Ratero se recogía allí y se merendaba un par de ratas fritas rociadas de vinagre, con dos vasos de clarete y media hogaza. El resto del morral se lo quedaba el Malvino, a dos pesetas la rata. El tabernero solía sentarse junto a él mientras comía:
–Cuando los hombres no están contentos con lo que tienen arman un trepe, ¿eh, Ratero?
–Eso.
–Y si están contentos con lo que tienen nunca falta un tunante que se empeña en darles más y arma el trepe por ellos. Total, que siempre hay función, ¿eh, Ratero?
–Eso.
–Mira tú que andas a gusto en tu cueva y no te metes con nadie. Bueno, pues el Justito dale con que te vayas a esa casa cuando más de seis y más de siete se matarían por ella.
–Eso.
La señora Clo, la del Estanco, afirmaba que el Malvino era el Ángel Malo del tío Ratero, pero el Malvino replicaba que se limitaba a ser su conciencia.
El tío Ratero, desde la boca de la cueva, vio ascender al Nini por la falda del teso, con el cuervo en una mano y el cepo en la otra. La perra se adelantó al descubrir al hombre y brincó una y otra vez sobre él, tratando de lamerle la tosca mano de dedos todos iguales, como tajados a guillotina. Mas el hombre, cada vez, le oprimía distraídamente el hocico y el animal gruñía entre furioso y retozón.
Dijo el niño mostrándole el grajo:
–El Pruden me lo encargó; los cuervos no le dejan parar los sembrados.
El Pruden siempre madrugaba y anticipándose a la última semana de lluvias hizo la sementera. El Pruden, en puridad, era Acisclo por bautismo, pero se quedó con Pruden, o Prudencio, por lo juicioso y previsor. En mayo araba los barbechos y, de este modo, llegado noviembre, ya tenía dada vuelta a la tierra. Al concluir el verano, poco antes de que la hoja amarilleara, desmochaba los tres chopos escuálidos de la ribera y guardaba la hoja empacada para alimentar las cabras durante el invierno. Al Nini, el chiquillo, le traía de cabeza: «Nini, rapaz, ¿viene agua o no viene agua?» «Nini, rapaz, ¿traerá piedra esa nube o no traerá piedra?» «Nini, rapaz, la noche anda muy queda y el cielo raso, ¿no amagará la helada negra?».
Dos tardes atrás, el Pruden se acercó al niño como de casualidad:
–Nini, hijo -le dijo en tono plañidero-, los cuervos no me dejan quietos los sembrados; escarban la tierra y se llevan la simiente. ¿Cómo me las arreglaré para ahuyentarlos?
El Nini recordó al abuelo Román, que para espantar los pájaros de los sembrados colgaba boca abajo un cuervo muerto. Las aves huían del lúgubre espectáculo; del inmóvil, atrabiliario luto de la tierra por florecer.
–Déjalo de mi mano -le dijo el niño.
Ahora, el Nini, mientras devoraba las sopas de pan a la puerta de la cueva, contempló el grajo despeluzado, las plumas rígidas, aceradas, reposando sobre un tomillo. La perra, agazapada junto a él, le observaba fijamente y si el niño rehuía su atención, el animal le golpeaba insistentemente el antebrazo con la pezuña delantera. Tras la perra, bajo el teso, se abría el mundo; un mundo que la Columba, la mujer del Justito, juzgaba inhóspito tal vez porque lo ignoraba. Un mundo de surcos pardos, simétricos, alucinantes. Los surcos del otoño, desguarnecidos, formaban un mar de cieno tan sólo quebrado por la escueta línea del arroyo, del otro lado del cual se alzaba el pueblo. El pueblo era también pardo, como una excrecencia de la propia tierra, y de no ser por los huecos de luz y las sombras que tendía el sol naciente, casi las únicas en la desolada perspectiva, hubiera pasado inadvertido.
A cosa de un kilómetro, paralela al riachuelo, blanqueaba la carretera provincial, hollada tan sólo por las caballerías, el Fordson de don Antero, el Poderoso, y el coche de línea que enlazaba la ciudad con los pueblecitos de la cuenca. Una cadena de tesos mondos como calaveras coronados por media docena de almendros raquíticos cerraba el horizonte por este lado. Bajo el sol, el yeso cristalizado de las laderas rebrillaba intermitentemente con unos guiños versicolores, como pretendiendo transmitir un mensaje indescifrable a los habitantes de los bajos.
El otoño avanzado estrangulaba toda manifestación vegetal; apenas el prado y la junquera, junto al cauce, infundían al agónico panorama un rastro de vida. Una gama uniforme de suaves transiciones enlazaba los tonos grises, cárdenos y ocres. Únicamente encima de la cueva, en el páramo, el monte de encina del común prestaba un seguro refugio a los pájaros y las alimañas.