Leer-e
Colección: libr-e
Directores de Colección: Martín Casariego y Marta Rivera de la Cruz
Diseño de colección: ZAC diseño gráfico
Maqueta de cubierta: ZAC diseño gráfico
© Leer-e 2006 S. L.
© Marta Sanz
ISBN: 978-84-15614-54-8
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Leer-e 2006 S.L
Monasterio de Irache 74, Trasera, 31011 - Pamplona
La lección de anatomía
Marta Sanz
A mi madre, antes de que le hagan perder la cabeza.
Parresia (del lat. “parrhesîa”) f. * Figura retórica que consiste en decir cosas aparentemente ofensivas, pero que, en realidad, encierran una *lisonja para la persona a quien se dicen.
“No decir yo cuando se trata de uno mismo no es solamente perjudicial para la higiene personal del escritor; es también, por el hecho de no anunciar los vínculos que le unen a sus personajes, una manera de traicionarlos, de abandonarlos, de cortarles sus auténticas raíces (...)
Cobardía frente a lo social y a su censura. Sumisión a esta tercera persona que nace en nosotros, como escribió el señor Deleuze.
La literatura sólo empieza, escribe en el tono docto y perentorio de nuestros pequeños papas de universidad, cuando nace en nuestro interior una tercera persona que nos desposee del poder de decir Yo.
Chorradas.”
Christophe Donner. Contra la imaginación. Espasa Hoy. Madrid. 2000. Págs. 62-63.
Aprender a leer el reloj
Tardé mucho en aprender a atarme los cordones de los zapatos. Por eso, siempre fui una alumna atenta en clase, consciente de mis limitaciones con las matemáticas y de mi falta de habilidad con la costura. No existe una imagen más siniestra que la de una niña con la aguja y el hilo en la mano, concentrada, acercando los ojos a su retalillo, fingiendo ser otra persona, adoptando el escorzo de una anciana corta de vista. El aprendizaje, el descubrimiento, la maravillada perplejidad, el instinto curioso, las bellas palabras con que nos conducen al dolor de desasnarnos, nos colocan sobre una superficie quebradiza, no por lo que no sabemos, sino por lo que nos cuesta aprenderlo: resulta vergonzante exhibir las limitaciones frente a un maestro, de quien buscas aquiescencia y a veces, en las situaciones más neuróticas de la niñez, incluso admiración. Tardé mucho en aprender a atarme los cordones de los zapatos y mi madre sudó para enseñarme a manejar los números quebrados y los decimales. Lo he olvidado todo menos mi propio orgullo herido y la desilusión de mi madre por mi torpeza y por mi lentitud.
Por todo eso, se me hacía un nudo en el estómago al comprobar que se iba acercando el día de aprender a leer la hora en el reloj, antes de que se celebrara mi primera comunión y me regalaran un objeto que para mí sería inútil.
—Enséñame a leer la hora, enséñame.
Insensatamente, les rogaba a mis mayores que me enseñasen, molestando, persiguiéndolos por la casa, impidiéndoles reposar un minuto después de las comidas. De pronto, se acabó el misterio —aunque no el miedo— y todo cobró un nuevo significado: menos diez, y diez, antes y después de que la manecilla larga cruce la frontera del doce, los cuartos, las medias. Así, hasta hoy, día en el que vivo una permanente hora en punto que me permite pasear por las calles de mi ciudad como si fuese una turista. Asisto a deshabitadas sesiones de cine a precio rebajado. No cojo los transportes públicos ni voy de un lado a otro de forma mecánica. Me da igual si son y cinco o menos veinte, no tengo prisa por llegar a ninguna parte; tan solo camino para estirar las piernas y dejo pasar el tiempo. Me entremeto por pasajes sin salida y gasto mis ratos en la contemplación de una casa de socorro edificada en la época de la segunda república; puedo detenerme también en los parques de la periferia o en la farmacia de la esquina de San Vicente Ferrer con San Andrés, regocijándome con los anuncios de fumables inofensivos, emplastos porosos, Diarretil Juansé, los azulejos coloreados que aparecen en algunas guías turísticas de la ciudad de Madrid. Puedo ir a un lugar lejano para comprar el pan o entrar en el recinto de una exposición gratuita. La hora ya sólo me importa por mis semejantes y, aunque no puedo pagarme unos zapatos caros o pedir una ración de gambas con la cerveza que voy a beber, me da vergüenza decir que voy alcanzando la felicidad, pese a que enfrentarme a todo el tiempo del mundo ha desencadenado en mí una moderada hipocondría.
A lo mejor es que aprender a leer el reloj no sirve para nada o que, como tardé mucho en conseguir atarme los cordones de los zapatos, aún no sé interpretar correctamente la posición de las manecillas y sigo aprendiendo con extrañas actividades que me impongo para salir de la cáscara. Lo que ahora escribo es un modo de seguir aprendiendo a leer la hora en el reloj, aunque aún no pueda controlar el tiempo para apropiármelo y decidir si es mejor escribir por la mañana o por la noche; para entender que esa presión, alargada desde las últimas horas de la tarde, es la que no me deja dormir. Y es que aprendí muy tarde a atarme los cordones de los zapatos y en la escuela fui una de esas buenas alumnas que se creen todo lo que les cuentan. Tardar mucho en aprender a atarse los cordones implica que se vive buscando estrategias para disimular los fallos, como los ciegos que fingen ver para que nadie se aproveche de ellos. Aprender a leer el reloj, la resistencia oscilante, el vértigo y el deseo morboso de adquirir cualquier sabiduría, especialmente esta sabiduría del tiempo y de sus posiciones, no tiene nada que ver con el temor a morir, sino más bien con la intuición de una felicidad que consiste en ser agradecida, en buscar un punto intermedio entre la humildad y la soberbia y en ir aprendiendo a disfrutar cuando se acumulan en el cuarto todos los juguetes. Una felicidad que yo ahora rescato y justifico, escribiendo desde la conciencia de haberme liberado de ciertas ataduras mientras apretaba con más fuerza y voluntad el nudo gordiano de otras. Ahora son las doce en punto. Comenzaré por el principio.
El día del parto de mi madre
El día que mi madre me narró la experiencia de su parto decidí que nunca tendría hijos. Fue mucho más gráfica la descripción de su parto que la apología de mi nacimiento, aunque ella insistiese en que yo era la niña más hechita de cuantos bebés había tenido la oportunidad de ver de cerca. Mi madre, cuando narra, tiende a ser minuciosa; en cuanto a mí, siempre he sabido escuchar y soy mucho más impresionable de lo que a simple vista pudiera parecer. No recuerdo exactamente la edad a la que pregunté a mi madre y ella me respondió. Me acuerdo, eso sí, de que yo ya tenía clara la idea del cómo: los huevos, las semillas, el quererse mucho, el no tomarse la pastilla —a propósito—, los besitos, las flores abiertas y la lubrificación natural, las cáscaras rotas, los niños-pez y los espermatozoides nadadores. Tampoco recuerdo si el relato fue la respuesta a mi curiosidad o si mi madre tomó la iniciativa. Sin embargo, sí puedo fijar el instante en el que formulé en voz alta el primer mandamiento de mi declaración de principios: a los once años y delante de mis amigas, juré solemnemente que nunca sufriría un parto y, por ende, nunca sería una madre. Mis amigas me admiraron y una niña mayor, que había puesto la oreja en una conversación que no era la suya, se rió de mí, diciendo que yo aún era muy joven para asegurar tal cosa y que nunca se podía decir que de esta agua no beberé. Era una niña refranera, de las que saben coser sus retalitos —una niña envejecida no es lo mismo que una niña precoz: la primera tiene achaques e inhibiciones prematuras, es represiva y mimética; la segunda es misteriosa, temible, observadora, vital...,— una niña resabiada a la que me alegro de no haberle dado la razón. He cumplido mi promesa y no he bebido de esa agua. Ya no me queda tiempo para arrepentirme y sigo en mis trece con más argumentos que a los once años. Ahora acumulo razones de corte moral, filosófico, histórico y sociológico.
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