En el apogeo de su gloria el poeta ruso Vladimir Maiakovski deja Moscú para ir a América. Un viaje soñado pero interrumpido y aplazado muchas veces debido a las dificultades para obtener el permiso de entrada. El viaje durará tres meses, de julio a octubre de 1925. Maiakovski describe con gran riqueza de detalles sus impresiones: los dieciocho días de navegación, su paso por la Habana, la violencia y las corridas sangrientas de México y finalmente su entrada en Estados Unidos, verdadero objetivo de su viaje, y no solo porque es el primer poeta de la Rusia soviética en visita oficial en el imperio del capitalismo, sino también porque el poeta futurista cantó Chicago antes de conocerlo, adora Broadway y considera las estaciones de Nueva York uno de los grandes panoramas del mundo. Este libro es el resultado de aquel viaje y sorprende la modernidad del autor y su visión de América, fascinado por el progreso, la velocidad y sus contradicciones.
Vladimir Maiakovski
América
ePub r1.0
Titivillus 29.04.16
Vladimir Maiakovski, 1926
Traducción: Olga Korobenko
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
MÉXICO
DOS PALABRAS . Mi último viaje: Moscú, Königsberg (por aire), Berlín, París, Saint-Nazaire, Gijón, Santander, el cabo de La Coruña (España), La Habana (la isla de Cuba), Veracruz, la Ciudad de México, Laredo (México), Nueva York, Chicago, Filadelfia, Detroit, Pittsburgh, Cleveland (los Estados Unidos de América del Norte), El Havre, París, Berlín, Riga, Moscú.
Necesito viajar. Para mí, el contacto con todo lo que respira vida sustituye casi a la lectura de libros. El viaje emociona al lector de hoy. En lugar de historias ficticias, supuestamente curiosas, sobre temas, imágenes y metáforas aburridas, surgen experiencias interesantes por sí solas.
He vivido demasiado poco como para describir los detalles de una forma correcta y pormenorizada. He vivido lo bastante poco como para retratar fielmente los rasgos generales.
18 días de océano. El océano es fruto de la imaginación. Estando en la mar tampoco puedes ver las costas, las olas son más grandes de lo que sería adecuado para poder disfrutar de ellas y no sabes qué es lo que tienes bajo tus pies. Pero lo que cuenta es la imaginación: saber que ni a derecha ni a izquierda hay tierra firme hasta el polo, que delante se encuentra un mundo completamente nuevo, un segundo mundo, y que debajo tal vez yazca la Atlántida. Esta imaginación da forma al océano Atlántico.
Un océano tranquilo es aburrido. Durante 18 días nos movemos muy despacio, como una mosca sobre un espejo. Solo en una ocasión tuvimos algo de espectáculo, ya en el camino de regreso de Nueva York a El Havre. Un denso aguacero espumó de blanco el océano, trazó rayas blancas en el cielo, cosió con hilos blancos el cielo y el agua. Después apareció un arco iris que se reflejó y se duplicó sobre el agua, y nosotros, como si fuéramos miembros de un circo, saltamos a través del aro iridiscente. Después, otra vez esponjas flotantes, peces voladores, más peces voladores y más esponjas flotantes del mar de los Sargazos y, en algunas ocasiones solemnes, los chorros de las ballenas. Y todo el tiempo el agua a nuestro alrededor, agobiante hasta la náusea. El océano aburre, pero también lo echas de menos cuando te alejas. Durante mucho, mucho tiempo necesitas oír el rumor del agua, el rugido tranquilizador del motor del barco, el tintineo acompasado de las escotillas de cobre.
EL VAPOR ESPAGNE . 14 000 toneladas de desplazamiento. El vapor es pequeño, como nuestros grandes almacenes GUM. Cuenta con tres clases, dos chimeneas, un cine, una cafetería y un comedor, una biblioteca, un auditorio y un periódico.
El periódico Atlantique. En general, malísimo. En la portada, los famosos: Balíyev; en lugar de artículos vienen descripciones de hoteles (por lo visto, preparadas antes de partir); la poco poblada columna de noticias incluye el menú del día y avances de última hora de la radio del tipo «En Marruecos todo está en calma».
La cubierta está adornada con farolillos de colores, y los pasajeros de primera clase bailan con los comandantes durante toda la noche. El jazz carga el ambiente hasta el amanecer:
¡Ay, Marquita,
Marquita,
Marquita, primor!
¿Por qué,
mi Marquita,
Me privas de amor…?
Las clases lo son de verdad. En la primera viajan comerciantes, fabricantes de sombreros y cuellos, primeras figuras del arte y monjas. Son gente extraña: tienen nacionalidad turca, solo hablan inglés, viven en México y representan a empresas francesas con pasaportes paraguayos y argentinos. Son los colonizadores de hoy, la flor y nata de lo peorcito de México. Siguiendo con la tradición de los acompañantes y los herederos de Colón, que expoliaban a los indios, hacen que las personas de piel roja se deslomen en las plantaciones habaneras a cambio de unas corbatas rojas que hacen que los negros comulguen con la civilización europea. Se mantienen separados. Solo van a las cubiertas de segunda y tercera clase a buscar chicas guapas. La segunda clase está ocupada por los agentes comerciales que van de viaje de negocios, los que se están iniciando en el arte y los intelectuales que desgastan las teclas de las Remington. Siempre que consiguen volverse invisibles a los ojos de los contramaestres, se cuelan disimuladamente en las cubiertas de primera clase. Entran y se quedan plantados en medio, como si dijeran: «Mirad, ¿cuál es la diferencia entre nosotros? Tengo los mismos cuellos y los mismos puños». Pero enseguida los descubren y les piden que se marchen a su cubierta, incluso con cortesía. La tercera clase es el relleno de las bodegas. Se trata de la gente de las odesas?». De esa zona sube un olor fuerte, mezcla de sudor, botas y hedor acre de los pañales que se están secando, y también el crujido de las hamacas y las camas desplegables de las que está plagada la cubierta, los chillidos endemoniados de los críos y los susurros de las madres que los tranquilizan igual que las madres rusas: «Ea, ea, mi amor, pobrecito mío».
La primera clase se divierte con el póquer y el mahjong; la segunda juega a las damas y toca la guitarra; los pasajeros de la tercera se entretienen poniendo un brazo detrás de la espalda, cerrando los ojos, esperando a que alguien choque su mano con todas sus fuerzas y adivinando quién ha sido de entre toda la muchedumbre; si reconocen al que los ha golpeado, éste ocupa su lugar. Aconsejaría a los estudiantes probar este juego español.
La primera clase vomita donde le da la gana, la segunda, sobre la tercera y la tercera, sobre sí misma.
No sucede nada. Pasa el telegrafista, anuncia a gritos los nombres de los otros barcos que se cruzan en nuestro camino. Puedes enviar un telegrama a Europa.
El responsable de la biblioteca, en vista de la poca demanda de libros, se entretiene con otros asuntos. Reparte pequeños trozos de papel con diez números. Pagas diez francos y apuntas tu apellido. Si el número de las millas que recorra el barco coincide con el tuyo, cobras 100 francos de esta apuesta marina.
Mi desconocimiento del idioma y mi silencio se han interpretado como silencio diplomático, y uno de los comerciantes, al toparse conmigo, por alguna razón siempre gritaba —para mantener contacto con un pasajero de alto nivel—: «