EL COMIENZO DE LA CAMPAÑA NIETZSCHEANA CONTRA LA MORAL
Culpar a otros de nuestras desdichas es una
muestra de ignorancia; culpamos a nosotros mismos
constituye el principio del saber; abstenerse
de atribuir la culpa a otros o a nosotros mismos es
muestra de perfecta sabiduría.
EPICTETO
I
Nietzsche recogió en Aurora una serie de aforismos concebidos y redactados entre febrero de 1880 y abril de 1881. Tiene el autor treinta y seis años. Sus dolores constantes de cabeza y de estómago le han inducido a abandonar su cátedra en la Universidad de Basilea. Inicia, así, una vida errante y solitaria, buscando en invierno las costas soleadas del Mediterráneo y en verano las serenas alturas de los Alpes suizos. Atrás ha quedado su etapa de filólogo académico. Su pensamiento filosófico más original empieza a tomar cuerpo. Ha terminado Humano, demasiado humano; ahora redacta notas dispersas en Riva, a orillas del lago Garda; en Venecia, junto a su fiel discípulo y amanuense Peter Gast; en el balneario de Marienbad; en Naumburg, con su madre y su hermana; y, finalmente, en Génova, adonde llega enfermo y solo en noviembre de 1880. Habita en una buhardilla situada en un lugar recoleto, y da largos paseos por desiertas y umbrías avenidas, por callejuelas sinuosas o por las alturas fortificadas de la ciudad desde donde se divisa el amplio círculo de la bahía y el puerto.
Este escenario grandioso acoge con su clima benigno al pensador que a él acude en busca de soledad y que lucha dolorosamente con su enfermedad, como puede constatarse leyendo las cartas que dirige a sus amigos más íntimos.
«Una vez más —escribe a su madre y a su hermana— trato de encontrar una vida en armonía conmigo mismo, y creo que éste es también el camino hacia la salud; hasta ahora, por lo menos, lo que he hecho por los otros caminos ha sido sólo dejar jirones de salud. Quiero ser mi propio médico, y para ello me hace falta serme en lo más profundo fiel a mí mismo y no prestar oídos a nada extraño. ¡No puedo deciros el bien que me hace la soledad!». Nietzsche ansia, pues, que la soledad y el sol mediterráneo disipen en torno a él las brumas de la filosofía idealista, la presunción de los filólogos y eruditos, el ambiente mediocre y fanático de las villas alemanas. Como un «animal marino sobre las rocas», espera que la brisa salobre deje su espíritu en libertad, que ahuyente de él todos los prejuicios, empezando por el más poderoso y arraigado de ellos: el prejuicio de la moral. «Prácticamente todas las frases del libro —señala refiriéndose a Aurora— están ideadas, pescadas en ese conjunto caótico de rocas que hay cerca de Génova, en el que me encontraba a solas, confiando mis secretos al mar».
Una vez acabada la obra, en la que ha intentado no proyectar sus sufrimientos físicos, envía el manuscrito a Gast para que lo pase a limpio y corrija sus errores gramaticales. La respuesta animosa y confiada del discípulo no tarda en llegar. Y, con ella, la sugerencia de un cambio de título, indicado por un verso del Rig Veda que Gast copia a su maestro: «¡Hay tantas auroras que aún no han despuntado!». El filósofo había recopilado sus aforismos bajo la denominación de Sombra de Venecia —en recuerdo de la ciudad que tanto le había encantado— y de La reja del arado, señalando metafóricamente su proyecto de remover todos los terrenos sobre los que los pensadores erigen sus ilusorios edificios y, en especial, el sólido terreno de nuestra fe en la moral. Aunque, en un primer momento, Aurora le parece un título «demasiado sentimental, oriental y de escaso buen gusto», acaba aceptándolo «por la ventaja de que se presupone un estado de ánimo más alegre en el libro que con otro título, y se lee en otra disposición».
Tal vez ningún libro haya nacido de una necesidad más indómita de independencia. Durante su concepción y redacción, Nietzsche había procurado no dejarse influir por persona o libro algunos. Sus únicos interlocutores son las fuerzas vitales a las que apela e interroga con febril impaciencia, desesperándose muchas veces ante su permanente silencio. Nietzsche sufre, así, los dolores e incomprensiones de todo innovador solitario. Su pensamiento es intempestivo, pletórico de nostalgia del futuro, precursor de un «gran mediodía» que aún está por llegar y del que sólo se vislumbran los primeros albores de su aurora. Y es que el interés y el valor de Aurora, como ha señalado Lou Andreas-Salomé, estriba en que marca un hito entre un mundo antiguo y un mundo nuevo. La nueva mañana, la aurora que persigue el autor, y de la que únicamente percibe rápidos destellos y fugaces relámpagos, consiste en una inversión de todos los valores, «en una liberación de todos los valores morales, en un afirmar y en un creer en todo lo que hasta hoy se ha venido prohibiendo, despreciando y maldiciendo».
Se trata, pues, de «taladrar», de «socavar», de «roer» los fundamentos presuntamente sólidos de la fe ciega que los hombres tienen en la moral. ¿Cómo? Remontándose a los orígenes de esa fe, reconstruyendo y analizando las condiciones históricas de la época en que surgió y el estado psicofisiológico de quienes la instauraron. Es aquí donde la moral revela su verdadero rostro, en cuanto producto de la vida contemplativa de antaño. Para Nietzsche, el contemplativo no es más que una forma debilitada del bruto humano primitivo que, cuando se siente débil y cansado, se dedica a pensar. Esa debilidad y ese cansancio le impelen a despreciar la vida, siendo tal actitud la que configura el pensamiento de los primeros poetas, de los primeros sacerdotes y de los primeros filósofos. La fuerza de éstos radica en los medios mágicos de que disponen, en su capacidad de influir en el pueblo aterrorizándole con los castigos de ultratumba; de no haber ocurrido así, los despreciados habrían sido esos pensadores cansados, enfermizos, débiles. De este modo, se impone un modelo de existencia que abandona la acción para abrazar pálidas imágenes verbales, entre seres invisibles, impalpables y mudos.
En suma, la crítica de Nietzsche a la moral se centra en un remontarse a las fuentes, método llamado genealógico que, según Jean Beaufret, fue el más constantemente empleado por Nietzsche. Es de añadir que esta genealogía no implica solamente una historia —aun cuando pueda, y aun deba, suponer una historia—, sino, sobre todo, un bucear en el ser del hombre como individuo histórico. En la medida en que la moral se da en el seno de lo colectivo y es, antes que nada, obediencia a las costumbres, un espíritu libre, esto es, un individuo que aspira sobre todo a ser fiel a sí mismo, ha de entrar en contradicción con los usos establecidos. En conclusión, Nietzsche critica la moral en nombre de la individualidad, de la excepción no regulable por normas universales, es decir, por usos que determinan las conductas y los juicios de las medianías despersonalizadas que aceptan sin cuestionar lo que la tradición ha consagrado e impuesto. Es en esa denuncia, que recurre a la historia y a la psicología científicas para llevar a cabo el desenmascaramiento de la moral como debilidad, patología, cansancio e ilusión, donde Nietzsche se muestra como un ilustrado. Hay que matizar, empero, que nuestro autor —como ha explicado Fink— «no cree con absoluta seriedad en la razón, en el progreso, en la “ciencia”, pero los utiliza como medio para poner en duda la religión, la metafísica, el arte y la moral, para hacer de ellos “cosas discutibles”. (…) El espíritu libre no es libre porque viva de acuerdo con el conocimiento científico, sino que lo es en la medida que utiliza la ciencia como un medio para liberarse de la gran esclavitud de la existencia humana respecto a los “ideales”, para escapar al dominio de la religión, de la metafísica y de la moral». En este sentido, la crítica nietzscheana es radical, alcanza a sus fundamentos y, en consecuencia, afecta también a las nuevas religiones laicas que sustituyen el culto a Dios por el culto a la humanidad, por la veneración de lo colectivo. Una crítica radical a la religión debe suponer, necesariamente, una crítica a la moral que se mantiene y que reaparece bajo nuevas formas secularizadas, que perpetúan la ilusión de la igualdad de todos los hombres y el mito de la voluntad libre y responsable como supuesto teórico que permite dar rienda suelta al resentimiento dispensador de castigos a quienes no se acomodan a la norma establecida.