Rubén Darío - Cabezas
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- Libro:Cabezas
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- Editor:Lectulandia
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- Año:1917
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RUBÉN DARÍO (Metapa, Nicaragua, 1867 - León, Nicaragua, 1916), seudónimo del poeta, periodista y diplomático Félix Rubén García Sarmiento, fue el máximo representante del modernismo literario en Hispanoamérica. Nació en el seno de una familia profundamente desestructurada y acabó viviendo en León con sus tíos abuelos, el coronel Félix Ramírez y Bernarda Sarmiento, quienes se convirtieron casi en sus padres. Ávido lector y fiel amante del simbolismo francés, Rubén Darío estaba llamado a revolucionar el verso castellano y a brindar a la literatura su rico imaginario estético. Tanto es así que se le conoce como «el príncipe de las letras castellanas» o «padre del modernismo». Entre su obra destaca Azul (1888) y Prosas Profanas (1896 y 1901), escritos en plena etapa modernista, así como Cantos de vida y esperanza (1905), un poemario más maduro en el que Darío no se deleita tan sólo en la belleza de la forma sino que también halla un lugar para la reflexión y la expresión.
Rubén Darío, 1917
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
Volumen XXII (y último) de la edición de las obras completas de Rubén Darío, realizada por la Editorial Mundo Latino a principios del siglo XX.
Rubén Darío
Obras Completas de Rubén Darío - 22
ePub r1.0
Titivillus 03.02.2021
Cuando Jacinto Benavente entró a la Real Academia Española, se preguntaron muchos: «¿A qué va Benavente a la Academia?» Contestaron algunos: «A hacer lo que todos los académicos hacen; limpiar, fijar y dar esplendor».
No, no iba a eso. En tal recinto, e intelectualmente hablando, para limpiar, necesitaría la representación de Hércules; para fijar, la de Minerva; para dar esplendor, la del mismo Apolo. Iba sencillamente a demostrar que, por opinión general, quien había logrado todos los triunfos populares merecía también todos los honores oficiales. He dicho populares, porque, aunque Benavente sea un autor de élite su nombre es famoso en todas partes en donde se habla nuestro idioma y aun en otras.
Benavente representa para España lo que un Capus o un Bernstein para Francia, o mejor, lo que un Bernard Shaw para Inglaterra. Y aun, en condiciones especiales, es el único que haya logrado dar verdadero brillo y resonancia a las Máscaras castellanas.
Poco avisados los que le juzgan con el oído puesto al Boulevard. El mundo en que se mueven sus tipos, en la mayor parte de sus comedias, es ese mundo universal que tiene por norma, desde luego, más o menos aplicada a sus medios respectivos, la vida parisiense; y si no, fijaos en las escenas de los comediógrafos italianos del día. Ese mundo es le monde. Mas los personajes benaventinos que se mueven y expresan en el ambiente de Madrid, son de la legítima descendencia clásica; y sus diálogos chispeantes del ingenio que les presta su creador, no son sino los antiguos discreteos de Calderón o Lope modernizados.
Ni tan solo en lo cotidiano social y de lo mundano inmediato ha de entretenerse este cultivador de agudas y frívolas filosofías. De cuando en cuando le veréis salir con su cara de Shakespeare —pues es harto semejante a algunos retratos del gran Will— impregnado de esencias hamletianas, o húmedo de los rocíos de las florestas por donde vayan las Rosalindas, las Perditas y las Cordelias.
A pesar de su fama de amargor, confiaos a él. Hay entre sus macizos de floridas espinas muy exquisitos de miel, mucho consuelo humano, mucha ternura compensadora de desesperanza.
Entrad en su teatro de ensueño y en su teatro de bondad. Dejaos llevar por la mano que sabe apartar los ramajes hostiles. Él os hará el regalo de la poética dulzura, del rayo de luna, del canto cristalino del ruiseñor; y como es conveniente, a su tiempo, en el instante preciso, os hará una pirueta; y le daréis las gracias por el palmo de narices con que os gratifique.
Y os dejará plantados. No le sigáis. Él se va, como murmurando, porque sabe muchas cosas del cielo y de la tierra. No le sigáis. Podréis creer por el movimiento de sus hombros que se va riendo, pero no podéis afirmar que no vaya llorando. ¿No acaba de daros vida, vida brutal, trágica, dolorosa, en esa Malquerida en que ha concentrado todas las fatalidades y el apocalíptico misterio de la mujer: Misterium?
El verdadero poder de Benavente consiste en que es un poeta, en que posee la intra y supervisión del poeta, y en que todo a lo que toca le comunica la virtud mágica de su secreto.
Su inquietud viene de la intensa vibración de su espíritu. Estará en la soledad consigo mismo. Irá a pasar sus horas con sus amigos los poetas. Luego —no lo dudéis— tras alguna cabriola, entrará a la casa del Diccionario para hablar con las momias. Y las dejará aún más estupefactas.
He visto los comienzos de este otro y americano Spectacle magnifique. Enorme suma de condiciones geniales apoyadas por la más potente y sana voluntad. Encontrábame en lo vivo de mi sabida campaña intelectual, en la querida gran ciudad de Buenos Aires, cuando un día se presentó en nuestra vibradora hermandad del Ateneo un joven que, al mostrar sus credenciales rimadas, fue considerado ya triunfante. ¡Un astro! nos comunicamos todos, con el gentil entusiasmo que allí animaba a coetáneos y menores. Nuestra unanimidad vaticinó cosas grandes. Para saludar tal orto escogí la más sonante y dorada de mis trompetas. Y todas las previsiones tenidas se han ido cumpliendo. La obra de Leopoldo Lugones es, según la expresión de uno de sus críticos, vasta y bella como una creación natural, o bien, como una vasta serie panorámica de montañas. En verdad, las que han atraído mayormente en esa encantada cordillera, son, por el brillo de sus cumbres, por la riqueza de sus entrañas, por más de un misterio cabalístico, o miliunanchesco, las montañas del oro. Fijaos bien en las otras alturas: hay amontonamientos de rocas, entre las cuales históricas ruinas; hay colinas fértiles, con pequeñas ciudades, jardines y quioscos de arte; hay aglomeraciones de fábricas con chimeneas y casas de veinte pisos como las de los yanquis; hay intrincadas y sabias arquitecturas, y abajo, la extensa pampa con sus bíblicos ganados. Pero las Montañas del Oro, que conocen bien tan sólo los simbades del castellano, montañas que consagrará la primavera, y en donde tiene su palacio la juventud, digo en verdad que atraerán siempre a todos los buscadores de milagro y cateadores de poesía. ¡Áureo, bravo, caro Lugones! Vigoroso por temperamento, nutrido de los mejores saberes y remiso en toda aplastadora apretura escolar, desde muy temprano supo aprovechar el don, rarísimo si se mira bien, de la autocomprensión y valorizamiento propio. Tal, por mayor suma de aristocracias, se denunciara anarquista de los más encendidos. La violencia del color —¡Aplaudido sea el profeta!— fue con el tiempo comida por el sol, no sin que hoy subsista el nato combativo caza-coronas y amigo de la República francesa, a pesar de las Españas ancestrales.
Antiguamente decían
a los Lugones, Lunones,
por venir estos varones
del gran castillo. Y tenían
de Luna los sus blasones.
Su genealogía mental —¡por Dios, siempre descendemos, o ascendemos de alguien, y ha existido el Adán literario!— ¿le emparenta con cuáles antecesores? Pero ningún espíritu encuentro más fraternal para el suyo que el de Edgar Poe —tanto en todo va buscando su equilibrio nuestra balanza continental. ¿Mas, a donde no llega la vista, a cualquiera de los puntos cardinales que se dirija, desde la cumbre de sus montañas?
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