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Rubén Darío - Autobiografía

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Rubén Darío Autobiografía
  • Libro:
    Autobiografía
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    ePubLibre
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    1913
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XLIV

T RES amigos médicos tuve, que fueron alternativamente los salvadores de mi salud. Fue el uno el doctor Francisco Sicardi, el novelista y poeta originalísimo, cuya obra extraordinaria y desigual tiene cosas tan grandes que pasan los límites de la simple literatura. Su «Libro Extraño» es de lo más inusitado y peregrino que haya producido una pluma en lengua castellana. El otro médico, era Martín Reibel, el fraternal e incomparable Hipócrates de los poetas, a quien Eduardo Talero, entre otros, debe la vida, y yo, más de una vez, el afianzamiento del más sacudido y atormentado de los organismos. El otro era Prudencio Plaza, con quien fui a pasar una temporada a la isla de Martín García, cuando él era médico de aquel lazareto. Pasamos allí horas plácidas; nos perfeccionábamos en el tiro del máuser; leíamos el Quijote, nos confiábamos las ilusiones de nuestros mutuos porvenires. Pero no olvidaré jamás la llegada de los cadáveres de enfermos sospechosos de alguna contagiosa enfermedad; ni una autopsia que vi hacer desde lejos, del cuerpo largo y bronceado de un hindú, pues era la primera vez, la primera y la única, que he visto ejecutar el horrible y sabio descuartizamiento. De Martín García envié a La Nación algunas correspondencias informativas firmadas con un pseudónimo.

Hice después un viaje a Bahía Blanca, en compañía del amigo Rouquaud. No era por cierto Bahía Blanca el emporio que es ahora; sin embargo, ya se hablaba mucho del futuro colosal que debería llegar para esa espléndida región argentina.

De Bahía Blanca partí para una estancia del doctor Argerich, y allí fue mi primera visita a la Pampa inmensa y poética. Poética, sí, para quien sepa comprender el vaho de arte que flota sobre ese inconmensurable océano de tierra, sobre todo en los crepúsculos vespertinos y en los amaneceres. Allí supe lo que era el mate matinal, junto al fogón, en compañía de los gauchos, rudos y primitivos, pero también poéticos. Allí nemrodicé, con excelente puntería, contra martinetas, avestruces, tordos y pechirrojos, y aun fáciles y poco avisadas vizcachas. Allí atisbé, con las botas dentro del agua, bandadas de patos, y perseguí a ese espía escandaloso del aire que se llama el «teru-teru»; allí anduve a caballo varios días, desde los amaneceres hasta los atardeceres; allí adquirí fuerzas, y renové mi sangre, y fortifiqué mis nervios, y pasé quizás, entre gentes sencillas y nada literarias, los más tranquilos días de mi existencia.

Tuttí gli uomini dogni sorte che hanno fatto qualque cosa che sia virtuosa o - photo 1

Tuttí gli uomini d’ogni sorte, che hanno fatto qualque cosa che sia virtuosa, o si veramente che le virtu somigli, dovrebbero, essendo veritieri e da bene, di lor propria mano descrivere la lora vita; ma non si dovrebbe comincíare una tal bella impresa prima que passato l’etá de quarant’anni.

(LA VITA DE BENVENUTO DE
M.º CELLINI, FLORENTINO).

I

T ENGO más años, desde hace cuatro, que los que exige Benvenuto para la empresa. Así doy comienzo a estos apuntamientos que más tarde han de desenvolverse mayor y más detalladamente.

En la catedral de León, de Nicaragua, en la América Central, se encuentra la fe de bautismo de Félix Rubén, hijo legítimo de Manuel García y Rosa Sarmiento. En realidad, mi nombre debía ser Félix Rubén García Sarmiento. ¿Cómo llegó a usarse en mi familia el apellido Darío? Según lo que algunos ancianos de aquella ciudad de mi infancia me han referido, un mi tatarabuelo tenía por nombre Darío. En la pequeña población conocíale todo el mundo por Don Darío; a sus hijos e hijas por los Daríos, las Daríos. Fue así desapareciendo el primer apellido, a punto de que mi bisabuela paterna firmaba ya Rita Darío; y ello, convertido en patronímico llegó a adquirir valor legal, pues mi padre, que era comerciante, realizó todos sus negocios ya con el nombre de Manuel Darío, y en la catedral a que me he referido, en los cuadros donados por mi tía Doña Rita Darío de Alvarado, se ve escrito su nombre de tal manera.

El matrimonio de Manuel García —diré mejor de Manuel Darío— y Rosa Sarmiento, fue un matrimonio de conveniencia, hecho por la familia. Así no es de extrañar que a los ocho meses más o menos de esa unión forzada y sin afecto, viniese la separación. Un mes después nacía yo en un pueblecito, o más bien aldea, de la provincia, o, como allá se dice, departamento, de la Nueva Segovia, llamado antaño Chocoyos y hoy Metapa.

II

M I primer recuerdo —debo haber sido a la sazón muy niño, pues se me cargaba a horcajadas, en los cuadriles, como se usa por aquellas tierras— es el de un país montañoso: un villorrio llamado San Marcos de Colón, en tierras de Honduras, por la frontera nicaragüense; una señora delgada, de vivos y brillantes ojos negros —¿negros?… no lo puedo afirmar seguramente…, mas así los veo ahora en mi vago y como ensoñado recuerdo— blanca, de tupidos cabellos obscuros, alerta, risueña, bella. Esa era mi madre. La acompañaba una criada india, y le enviaba de su quinta legumbres y frutas, un viejo compadre gordo, que era nombrado «el compadre Guillén». La casa era primitiva, pobre, sin ladrillos, en pleno campo. Un día yo me perdí. Se me buscó por todas partes; hasta el compadre Guillén montó en su mula. Se me encontró, por fin, lejos de la casa, tras unos matorrales, debajo de las ubres de una vaca, entre mucho granado que mascaba el jugo del yogol, fruto mucilaginoso y pegajoso que da una palmera y del cual se saca aceite en molinos de piedra como los de España. Dan a las vacas el fruto, cuyo hueso dejan limpio y seco, y así producen leche que se distingue por su exquisito sabor. Se me sacó de mi bucólico refugio, se me dio unas cuantas nalgadas y aquí mi recuerdo de esa edad desaparece como una vista de cinematógrafo.

Mi segundo recuerdo de edad verdaderamente infantil es el de unos fuegos artificiales, en la plaza de la iglesia del Calvario, en León. Me cargaba en sus brazos una fiel y excelente mulata, la Serapia. Yo estaba ya en poder de mi tía abuela materna, doña Bernarda Sarmiento de Ramírez, cuyo marido había ido a buscarme a Honduras. Era él un militar bravo y patriota, de los unionistas de Centro-América, con el famoso caudillo general Máximo Jerez, y de quien habla en sus Memorias el filibustero yanqui William Walker. Le recuerdo: hombre alto, buen jinete, algo moreno, de barbas muy negras. Le llamaban «el bocón», seguramente por su gran boca. Por él aprendí pocos años más tarde a andar a caballo, conocí el hielo, los cuentos pintados para niños, las manzanas de California y el champaña de Francia. Dios le haya dado un buen sitio en alguno de sus paraísos. Yo me criaba como hijo del coronel Ramírez y de su esposa doña Bernarda. Cuando tuve uso de razón, no sabía otra cosa. La imagen de mi madre se había borrado por completo de mi memoria. En mis libros de primeras letras, alguno de los cuales he podido encontrar en mi último viaje a Nicaragua, se leía la conocida inscripción:

Si este libro se perdiese,

como suele suceder,

suplico al que me lo hallase

me lo sepa devolver.

Y si no sabe mi nombre

aquí se lo voy a poner:

FÉLIX RUBÉN RAMÍREZ

El coronel se llamaba Félix, y me dieron su nombre en el bautismo. Fue mi padrino el citado general Jerez, célebre como hombre político y militar, que murió de ministro en Washington, y cuya estatua se encuentra en el parque de León.

Fui algo niño prodigio. A los tres años sabía leer, según se me ha contado. El coronel Ramírez murió y mi educación quedó únicamente a cargo de mi tía abuela. Fue mermando el bienestar de la viuda y llegó la escasez, si no la pobreza. La casa era una vieja construcción, a la manera colonial: cuartos seguidos, un largo corredor, un patio con su pozo, árboles. Rememoro un gran «jícaro», bajo cuyas ramas leía; y un granado que aún existe; y otra árbol que da unas flores de un perfume que yo llamaría oriental si no fuese de aquel pródigo trópico y que se llaman «mapolas».

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