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Rubén Darío - Opiniones

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Rubén Darío Opiniones
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    Opiniones
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    1906
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EN ASTURIAS
I
Desilusión del milagro.

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OR Palacio Valdés y el difunto Clarín sospeché la vida ovetense, en tierra de Asturias. La existencia ciudadana, como en nuestras antiguas villas hispano-americanas, aún tibias de la empolladura colonial, con sus curas, bachilleres, señoronas y chismes. Las iglesias siempre triunfantes, la alta sociedad untada de sports por el contagio de los viajes. En el ambiente universitario, aún rancio, invasión de cosas nuevas que llegan del extranjero. Para ver bien todo eso, ahí tenéis El Maestrante y La Regenta. Y en las revistas podéis saber que es aquí, en Oviedo, donde tiene su asiento principal esa ciencia internacional y periódica que posee sus mejores representantes españoles en los profesores Posada, Buylla, Dorado y Altamira.

Yo voy a lo que más puede interesar vuestra curiosidad y halagar vuestra fantasía. Os ofreceré un poco de maravilloso.

Sabía yo que la catedral de Oviedo poseía un tesoro de reliquias más rico que el de cualquier basílica italiana o que el de Nuestra Señora de París; y que entre las cosas que aquí se encuentran las hay extraordinarias. Yo me había imaginado muchas de ellas a través de cristales de poesía. Saludé, pues, la torre esbelta y labrada, la plazoleta antigua y estrecha, y me encontré en el ambiente oloroso a incienso de las vastas naves ojivales. Era la hora del coro y los canónigos celebran el oficio. Resonaba el canto llano. Un órgano se hacía oír de tanto en tanto. Y como vibrantes chirimías, las voces de los monagos se unían a los agudos del instrumento. Uno de esos levitas en miniatura andaba por ahí con su balandrán y su blanca sobrepelliz. A una seña se me acercó. Le pregunté por el lugar de las reliquias, y el duende, no exento de gravedad, me dijo que tuviese paciencia por unos instantes. Y fue a unir su voz con la de sus compañeros, allá, junto al facistol. Algunos minutos después salió acompañado de dos canónigos. A una indicación les seguí.

Entramos por una puerta cercana a la sacristía. Subimos una escalera; bajamos otra corta. Henos ante otra puerta junto a la cual hay una campana que el monaguillo hace sonar dos veces. Entre tanto, los canónigos rezan. Uno de ellos, algo encorvado, misterioso, de ojos agudos, llama mi atención. Mientras le miro me instruye en voz baja un poeta del país que me acompaña: «—Ese es un bravo y terrible sacerdote… Ha sido periodista de combate, hombre de empuje… Le llaman El Angelón…».

La puerta se había abierto, y tanto El Angelón, semejante a un Claudio Frollo, como el otro canónigo, nos precedieron al entrar al Relicario, sin dejar de mascullar sus rezos. Entraba claridad por la puerta y no recuerdo si por algún ventanillo; mas el monago encendió un cirio, y con el tono y manera de un cicerone que se respeta, comenzó a pronunciar su sabida lección y a mostrar a mi intranquila curiosidad un cúmulo de sacras maravillas. Poco me faltó del «Breve sumario de las santas reliquias que en la cámara santa de Oviedo se veneran manifiestas, fuera del arca santa, después que por la misericordia divina, por el año de mil setenta y cinco, a instancia del señor Rey Don Alfonso el VI, fue abierta con asistencia de varios de los prelados de España, que por la general devastación del reino se hallaban refugiados en dicha ciudad; y asimismo de las indulgencias concedidas a este santuario, que ganan los que visitan y asientan cofrades en virtud de esta bula». Poco me faltó, digo; pero con lo que percibí tuve para copiosa provisión de ensueños en una exploración de invisible por espacio y tiempo.

Mas antes os he de decir la historia milagrosa de estas riquezas benditas, tal como consta en episcopales documentos. Reinaba Cosroes de Persia sobre Jerusalem, dominada por sus ejércitos, cuando por disposición divina fue llevada de la ciudad superilustre a tierras africanas una caja, hecha en «madera incorruptible», por cristianos que habían recibido la doctrina de los apóstoles mismos. Siempre prodigiosamente, la caja erró de África a Cartagena de España, de Cartagena a Sevilla, de Sevilla a Toledo, de Toledo al Monte Sacro de Asturias y del Monte Sacro a la iglesia de San Salvador, de Oviedo, «donde dicha arca fue abierta, y hallaron en ella los fieles muchos cofrecitos de oro, de plata, de marfil y de coral, los cuales, abiertos con suma veneración, ciertas cédulas atadas a cada reliquia de las que dentro estaban, manifiestamente declaraban lo que cada una era». El arca estaba central ante mí, mas cubierta de antiguas chapas y bien labrada orfebrería. Y dentro del arca, algunos de los objetos venerados que no se muestran sino en señalados días del año, con ocasión de fiestas especiales y con gran aparato ritual y manifestaciones de fe.

La vocecita dijo: —«Esta es una pequeña parte de la sábana santa en la cual envolvió José de Arimatea el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo». Yo sentía una vaga emoción, con un vago perfume de infancia…, a pesar de que un mal diablillo me andaba por lo interior diciéndome: «¡Muy bien, muy bien! ¿Qué van a decir, si usted cuenta esto, ciertos amigos suyos que saben tanto del protoplasma?». Dejé murmurar al diablillo, y vi en frente de mí, bajo un fanal en un marco de oro, un trozo de tela blanca, que me pareció demasiado blanca para tantos siglos, y muy semejante a ciertos tejidos manchesterianos. Mas luego abandoné las influencias razonadoras, y con el admirable poder imaginativo pude agrandar el pedazo de tela y ver el inmortal cuadro del descendimiento, y el del lavado del santo cuerpo, y la piedad del vecino hierosolimitano que primero que todos los celebrantes de la misa colocó sobre el Corporal la misteriosa y carnal Hostia antes de la transubstanciación.

Continuaba el rezar de los canónigos, y la fina vocecita casi no se daba tiempo: —«Estas son ocho espinas de la Corona Sagrada, de la Corona cruel que los judíos pusieron en la cabeza de Nuestro Redentor». Y vi, en una a modo de custodia, las negras espinas, que más bien se me representaron clavos. Recordé una que antes viera en ya no sé cuál templo romano, y la corona despojada de sus espinas que se muestra el Jueves Santo a los fieles en la basílica parisiense, corona que parece un círculo de secos mimbres… Mas surgió en la lejanía de lo pasado, en la tarde lívida y eléctrica del Calvario, la dolorosa y portentosa Figura, con la frente ceñida por la diadema de martirio, sangre y palidez, amargura humana y desconsuelo divino.

—«He aquí —prosiguió la lengua infantil— un pedazo de la caña que los judíos pusieron a Cristo por burla». Recordé a las iluminadas, a las videntes Emerich y Agreda. Lo que pude ver fueron unas a manera de dos hojas de palma resecas, de amarillento color. Mas se apareció la indestructible canalla burladora e insultadora de las majestades espirituales, y el triste Cristo, vestido de melancolía, soportando la tortura de las risas miserables.

—«Un pedazo de la túnica inconsútil…» no logro verla en el relicario; «de su sepulcro», tampoco; «de los pañales en que estuvo envuelto en el pesebre», tampoco, «del pan de la última cena», esto sí. Me hace pensar en los panes encontrados en las ruinas de Pompeya. Y después me entra un pueril deseo… Si pudiera probarse esa supernatural pasta, en la cual, antes que por las palabras de la consagración, estuvo la carne simbólica de la divinidad, simbólica y efectiva para el creyente… ¡Y si probando esos relieves del ágape de los 13 no conseguiría uno la visión de lo inmortal, la potencia de lo infinito, los dones que traen las lenguas de fuego del Santo Espíritu…!

Mas el monago no da paz a la palabra: —«He aquí uno de los treinta dineros porque Jesucristo, nuestro bien, fue vendido por Judas». —¿En dónde está? «Dentro de esa caja». —Lo creo. —¡Judas, desastrado Judas, precioso chivo emisario del cristiano triunfo, pobre cabeza de turco de la Redención! El libro de Petruccelli della Gatina es un curioso libro… Mas, sobre todo, hay que meditar, ¡oh creyentes mis hermanos!, en que Judas cumplió las disposiciones del Padre; y en que sin la obra inconsciente suya

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