Rubén Darío - Peregrinaciones
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- Libro:Peregrinaciones
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1901
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Peregrinaciones: resumen, descripción y anotación
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París, Agosto 27 de 1900.
N Bradford sobre el Avon, Wiltshire, al noroeste de Salisbury, se alza el castillo de Kinston House, de tiempos de Jacobo I. Es una de esas construcciones severas y sencillas que placen al gusto inglés, y que el arquitecto de Inglaterra en la Exposición, ha reproducido. La casa de la Gran Bretaña, en la calle de las Naciones, es el home antiguo, con todas las comodidades modernas. Desde luego, el arte dice sus victorias en un país que puede mostrar como gema de noble orgullo el nombre de un John Ruskin. No podéis menos que sentiros, al entrar, complacidos con los motivos de los tapices que se deben a Burne Jones, y que atestiguan el triunfo del prerafaelismo, al halago de un arte de gracia y de aristocracia. Entre tantas salas en que han puesto su más voluntario esfuerzo decoradores y mueblistas, detienen con el encanto de su atractivo, valiosísimas joyas de pinacotecas británicas, y sobre todas, las que representan esas nobles y deliciosas figuras femeninas que sonríen, piensan o cautivan bajo sus pintorescos sombreros, en las telas de Gainsborough y de sir Joshua Reynolds. No habréis dejado de observar, seguramente, que si la mujer inglesa no es por lo general bella, cuando lo es, resulta de manera tan imperiosa, que hay que reconocer una incomparable diadema sobre esas frentes puras y reales, que sostienen cuellos únicos como formados de un marfil rosa increíble.
Muebles de todos los estilos —descollante el modern style— certifican la rebusca de la elegancia al par que el firme sentimiento de la comodidad. En todo hallaréis el don geométrico y fuerte de la raza y la preocupación del hogar. Es la muestra de todo lo logrado en la industria doméstica, bajo el predominio de la preocupación casera que heredaron y mantienen a su manera y a su vez, los yanquis que cantan su Sweet home. Y no se puede sino pensar en que este país en que se asienta la inmensa y taciturna Londres, este país de hombres prácticos y de ávidos comerciantes, es un reino de poesía, una tierra de meditación y de ensueño. Allá en el palacio de Bellas Artes, no está, con todo lo que se ha enviado, no está representado el coro de sus artistas que en esta centuria ha hecho florecer una primavera inesperada, el amor de una pasión sincera y honda de la belleza, que, como en lo antiguo, volvió a tener verdaderos sacerdotes, apóstoles y predicadores. Las obras expuestas traen en seguida a la memoria los tesoros de la National Gallery, el trabajo colectivo de los prerafaelitas. Hay flores cogidas en todos los caminos artísticos. Desde Turner a Franck Brangwyn, están representadas escuelas y modalidades, tentativas comunes y personales esfuerzos. Allí os retiene la Caza de Cupido. Delicado y arcaico, flotante en un mundo de visiones legendarias, o en la dulce luz de un maravilloso paganismo, sir Edward, desde su amable retiro de West Kensington, ha derramado en su áspera época mucho ideal óleo sobre el alma del mundo. ¿Qué espíritu soñador no ha sentido la íntima dominación, el imán insólito de sus mujeres singularmente expresivas y fascinantes? «¡Las mujeres de Burne-Jones! —dice con fervor un devoto, Gabriel Mouray—, su ondulosidad capciosa, la especie de sensualidad dulcísima que encurva su boca, sobre todo, el sentido tan profundo tan misterioso —o tan simple, quien sabe, tan fácil de adivinar— de su mirada, bajo el ala de las pestañas entrecerradas, ¿qué poeta sabría decirlos? ¿Qué perfecto mágico de la palabra evocará su seducción voluptuosa, esta especie de enlazamiento de alma que parecen prometer con sus frágiles manos, y sus cabellos de delicias y a pesar de sus largos vestidos de pureza?» Gozaréis del arte ante la Caza de Cupido y ante el Cuento de la Priora. Al lado de un clásico y rosado Alma Tadema, Millais os ofrece su Verónica, y un admirable retrato. De Lord Leyton hay unos dibujos. El actual director de la Royal Academy, sir Edward John Poynter, ha remitido una reconstitución griega. Orcharson un retrato oficial; retratos, también, Herkoner y Sargent. De Walter Crane, páginas ornamentales para vitraux. ¿Por qué no habéis venido, admirable mendigo del rey Cophetua, divina Beata Beatrix, niña bienaventurada; celeste Rosa Triplex, gentil y suave Mathilda, sublime y amorosa Francesca? ¿Y todos vosotros, caballeros de los poemas, armados como arcángeles y hermosos como mujeres? Visitante, que te quedas absorto y meditabundo, hay que ir a Inglaterra.
El orgullo británico no ha dejado de manifestar si no quejas, bastante razonables observaciones. El «hombre de la paz», el hábil Stead, hace notar que el english speaking world no ocupa en la Exposición un espacio relativo al área que cubre sobre la tierra. Sobre todo, en lo referente a las secciones coloniales, Argelia, por ejemplo, que apenas podría ser una provincia del Indostán, representa tanto como el imperio de la India. La Exposición puede ser mirada, en un sentido, como un gigantesco anuncio del hecho —que el mundo a veces olvida— de que Francia es una de las más grandes potencias coloniales.
Sin embargo, la exposición de las colonias inglesas es hermosa y vasta. En el Quai Debilly se eleva, imponente y lleno de carácter, el edificio de las Indias. Es un compuesto arquitectural que evoca los palacios hindús y las viejas pagodas. Y en lo interior, desconcierta la minucia y la elegancia complicada de esos decoradores birmanos que esculpen la madera con singular maestría, y han hecho de la gran escalera una estupenda muestra de arte oriental. Más allá admiran también otros trabajos semejantes, hechos por finas manos de Penjab, sutilezas de labrado realizadas por cinceles maisuritas, de Madras y de Rajfontana. Allí han enviado los mahrajhaes suntuosas vajillas, curiosas y raras piezas de orfebrería, labores criselefantinas, armas y sedas y paramentos femeninos de las Mil Noches y Una Noche, como diría el Dr. Mardrus.
No lejos está Ceylan, caro a los poetas. Allí podéis tomar delicioso te en el pabellón, te servido por singalesas de París y singaleses auténticos. Lo que expone Ceylan daría los materiales preciosos para un poema de Leconte o un soneto de Baudelaire. La canela está al lado del té, de las hierbas aromáticas, del café; y luego, entre las vitrinas, algo nos hace creer que estamos en casa de Aladino o en el obrador de un divino Lalique. Son los rubíes de todos tonos y tamaños, los granates, los zafiros, las turquesas, y, sobre todo, las perlas, perlas rosas, perlas albas, perlas negras, perlas doradas, perlas de los más peregrinos colores y matices, suficientes para encantar a diez princesas caprichosas y para poner en delirio a la musa heráldica y enigmática del singular poeta Roberto de Montesquiou. ¿Recordáis el mapa imponente del sonoro libro de Demoulins? El color correspondiente a los anglosajones ocupa casi toda la tierra. La reina Victoria es emperatriz de los mares. Cuando su jubileo, súbditos de todas las razas le ofrecieron su homenaje. Aquí están, en el palacio colonial, representados todos los lugares en donde se canta fervorosamente —o a la fuerza if you please— el God save the queen. El Transvaal todavía viene solo. En grupo vienen desde la tierra negra de Fidji —hasta Gibraltar— colonias de todas clases, con gobiernos representativos o sin ellos, la rica y enorme Australia, el Canadá, Santa Elena, Jamaica, Nueva Guinea, y más, y más, y más tierras. Traen todo lo que da su suelo y lo que produce su industria, y sale uno de ver todas estas cosas convencido de que la superioridad de los anglosajones es innegable, aunque no sepa a punto fijo en lo que consiste… ¡Rule Britannia!
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