RUBÉN DARÍO (Metapa, Nicaragua, 1867 - León, Nicaragua, 1916), seudónimo del poeta, periodista y diplomático Félix Rubén García Sarmiento, fue el máximo representante del modernismo literario en Hispanoamérica. Nació en el seno de una familia profundamente desestructurada y acabó viviendo en León con sus tíos abuelos, el coronel Félix Ramírez y Bernarda Sarmiento, quienes se convirtieron casi en sus padres. Ávido lector y fiel amante del simbolismo francés, Rubén Darío estaba llamado a revolucionar el verso castellano y a brindar a la literatura su rico imaginario estético. Tanto es así que se le conoce como «el príncipe de las letras castellanas» o «padre del modernismo». Entre su obra destaca Azul (1888) y Prosas Profanas (1896 y 1901), escritos en plena etapa modernista, así como Cantos de vida y esperanza (1905), un poemario más maduro en el que Darío no se deleita tan sólo en la belleza de la forma sino que también halla un lugar para la reflexión y la expresión.
Rubén Darío, 1901
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Notas
[1] Lo subrayado está en el manuscrito.
[2] La crítica «oficial» ha hablado por boca de don Leopoldo Alas: «Valera no es como los pedantes Flaubert y France…».
Volumen XIX de la edición de las obras completas de Rubén Darío, realizada por la Editorial Mundo Latino a principios del siglo XX.
Rubén Darío
España contemporánea
Obras Completas de Rubén Darío - 19
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Titivillus 08.09.2020
En el mar
3 de diciembre de 1898.
L agua glauca del río se va quedando atrás y el barco entra al agua azul. Me encuentro trayendo a mi memoria reminiscencias de Childe Harold. Siento que estoy en casa propia; voy a España en una nave latina; a mi lado el sí suena. Sopla un aire grato que trae todavía el aliento de la Pampa, algo que sobre las olas conduce aún efluvios de esa grande y amada tierra argentina. Y mientras esta vida de a bordo que ha de prolongarse por largos días comienza, siento que vuelan sobre la arboladura del piróscafo enjambres de buenos augurios. De nuevo en marcha, y hacia el país maternal que el alma americana —americanoespañola— ha de saludar siempre con respeto, ha de querer con cariño hondo. Porque si ya no es la antigua poderosa, la dominadora imperial, amarla el doble; y si está herida, tender a ella mucho más. Los hombres cambian; hay estaciones para los pueblos, el espíritu vital de la raza puede enfriarse en nivoso; pero ¿floreal y fructidor no anuncian que la vida primaveral y copiosa ha de llegar, aun cuando en el campo se miren hoy las ramas sin hojas y la tierra cubierta del sudario? Así pienso en tanto se inicia a bordo una existencia de monotonía que conocéis bien los que habéis cruzado el Océano. No os haré la clasificación de Sterne; pero, para un hombre de arte, en todo viaje hay algo de «sentimental». Las instantáneas se toman también al paso de los minutos, ya que hay un pequeño mundo humano en movimiento, en todo lugar en donde se reúnen dos personas. La máquina social en miniatura; un lindo laboratorio de psicología; ejemplares balzacianos si gustáis, al mover vuestros ojos de un punto a otro del círculo en que hacéis el obligatorio comercio de la conversación. Una reducción de la gran capital del Plata podría observarse, un Buenos Aires para escaparate: banqueros, comerciantes, artistas, periodistas, médicos, abogados, cómicos y bailarinas; y en todos la misma representación que en la vida ciudadana; los círculos, las «afinidades electivas», las simpatías; y una poliglocia que os obliga a entraros por todas las lenguas vivas, así corráis el riesgo de matarlas. Impera, naturalmente, la música del italiano. Después del crepúsculo, he ahí que estamos alrededor de una mesa, un argentino, un italiano, un suizo, un venezolano, un belga, un francés, un centroamericano, un oriental, un español…; no hay duda de que venimos de Buenos Aires. Y se habla del centro inmenso que ya queda allá lejos y no puedo dejar de recordar el apóstrofe admirable: «¡Nave del porvenir, cara nave argentina!…» Y como vamos sobre el mar, que nos ase el espíritu, surge en creación súbita ante mis ojos mentales la visión del soberbio navío continental, encendidos sus mil fuegos, al cielo su bosque de árboles, en cuyo más alto mástil flamea el pabellón del Sol; pujante la máquina ciclópea; en lo hondo la carga de riquezas, con rumbo hacia un imperio de paz y de bienandanza, a la hora de la aurora, para la gloria de la Humanidad.
14 de diciembre.
Mientras el banquero belga conversa de finanzas con el explorador italiano, que es también un escritor, el médico suizo ha entablado una partida de piquet con el comerciante venezolano, y la profesora alemana ataca a Chopín. Le ataca correctamente, demasiado correctamente, pero Chopín acaba por triunfar de esa ejecución tudesca de institutriz. Chopín sobre las olas y en una suave hora nocturna; hace falta la luna; pero no importa, el canto mágico crea el clair de lune en la misma sustancia musical y el hombre propicio al ensueño puede fácilmente ejercer la amable función. Y no sé como, vengo a pensar en ese individuo. ¿Cuál? Voy a deciros. Hay allá entre los pasajeros de tercera clase, en ese montón de hombres que se aglomera como en un horrible panal, en la proa del barco, un prisionero. Es un criminal italiano que camina, por obra de la extradición, a cumplir con la condena de veintiún años de presidio que ha caído sobre él a causa de un asesinato. Logró escapar a las Autoridades de Italia y vivió en Buenos Aires cinco años de honrada vida, a lo que parece. Alguien le descubrió en su incógnito, y la legación italiana pidió le fuera entregado el reo; el tratado tuvo cumplimiento y el asesino va hoy a que le pongan la cadena en su patria. Le he visto hosco, zahareño; su cara, una ilustración de un libro de Lombroso. Esquiva el trato, rehuye la mirada, y en la muchedumbre de sus compañeros de viaje, va libre y suelto. Estamos en alta mar; un incendio, un choque, un naufragio, podrían ocurrir, y ese presidiario tiene igual derecho que cualquiera de nosotros para salvar su existencia. Es la lógica del marino, y es hermosa. Hoy penetré en el ambiente infecto de ese rebaño humano que exigiría la fumigación. Era la hora de la siesta. Quienes dormían en los pasadizos o a pleno sol, quienes en círculos y grupos jugaban a las cartas, o a la lotería. Aislado por su voluntad, el condenado, cerca de la borda, miraba al mar. Procurando una especial diplomacia logré entrar en conversación con él; y a los pocos momentos ese rostro rudo se aviva, se excita. No, él no es culpable; ha matado en defensa propia; él no procurará evadirse; va a Italia contento, porque ya se volverá a abrir la causa y entonces se verá cómo va a brillar su inocencia. Los ojos convencidos, la palabra sale fácil, el gesto atornilla la palabra. Italiano y asesino, pienso yo: el amor de seguro anda por medio. Pero no; se trata de un vil asunto de intereses, de una miserable cuestión de