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Rubén Darío - Tierras solares

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Rubén Darío Tierras solares
  • Libro:
    Tierras solares
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1904
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Tierras solares: resumen, descripción y anotación

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La tristeza andaluza

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ABÉIS oído a un «cantaor»? Si lo habéis oído, os recordaré esa voz larga y gimiente, esa cara rapada y seria, esa mano que mueve el bastón para llevar el compás. Parece que el hombre se está muriendo, parece que se va a acabar, parece que se acabó. A mí me ha conturbado tal gemido de otro mundo, tal hilo de alma, cosa de armonía enferma, copla llena de rota música que no se sabe con qué afanes va a hundirse en los abismos del espacio. El «cantaor», aeda de estas tierras extrañas, ha recogido el alma triste de la España mora y la echa por la boca en quejidos, en largos ayes, en lamentos desesperados de pasión. Más que una pena personal, es una pena nacional la que estos hombres van gimiendo al son de las histéricas guitarras. Son cosas antiguas, son cosas melodiosas o furiosas de palacios de árabes… He oído a Juan Breva, el «cantaor» de más renombre, el que acompañó en sus juergas al rey alegre don Alfonso XII. Juan Breva aúlla o se queja, lobo o pájaro de amor, dejando entrever todo el pasado de estas regiones asoleadas, toda la morería, toda la inmensa tristeza que hay en la tierra andaluza; tristeza del suelo fatigado de las llamas solares, tristeza de las melancólicas hembras de grandes ojos, tristeza especial de los mismos cantos, pues no se puede escuchar uno que no diga muerte, cuchillada, luto, virgen penosa o nota crepuscular. A la orilla del mar he oído cantar a un mozo pescador, que descansaba junto a una barca; y su canción era tan triste, tan amarga, como las coplas de Juan Breva. Cantan lo mismo las muchachas frescas, rosadas de vida, que ponen claveles en las ventanas y que tienen un novio. Porque así son aquí la vida y el amor; todo lo contrario de lo que piensan los que sólo han visto una Andalucía a la francesa, de exposición universal o de caja de pasas. En verdad os digo que este es el reino del desconsuelo y de la muerte. El amor popular es inquieto y fatal. La mujer ama con ardor y con miedo. Sabe que si engaña al novio, le partirá éste el pecho y el vientre de un navajazo. «Una puñalaíta». Hace algún tiempo, en un florido patio malagueño, se celebraba una fiesta, y cierta gallarda moza se puso a cantar. Cantaba maravillosamente. De pronto cantó una copla que dice en dos de sus versos:

¿No hay quien me pegue un tirito

en medio del corazón?

Un loco, o un enamorado novio, estaba allí, y sacó una pistola, y le pegó el tiro, en medio del corazón. Estos salvajes amorosos son así. Antaño no habría sido pistola, sino gumía. Todos los poetas de estas regiones son dolorosos y excesivos, fatalistas, o violentos. Todos son amados del sol. Todos no: he aquí uno amado de la luna…

En uno de estos crepúsculos de invierno, en que el Mediterráneo ensaya un aspecto gris que borrará la aurora del siguiente día, he comenzado a leer el libro de un poeta nuevo de tierra andaluza, el cual acaba de aparecer y es ya el más sutil y exquisito de todos los portaliras españoles. Al hojear su libro Arias tristes, lo juzgaríais de un poeta extranjero. Fijaos más; es un poeta completamente de su tierra, como su nombre. Se llama Juan, como el Arcipreste, y Jiménez, como el Cardenal. Surge en momentos en que a su país comienzan a llegar ráfagas de afuera, sobre más de una parte derrumbada de la antigua muralla chinesca que construyó la intransigencia y macizó el exagerado y falso orgullo nacional. Quiero decir que llega a tiempo para el triunfo de su esfuerzo. Como todo joven poeta de fines del siglo XIX y comienzos del XX, ha puesto el oído atento a la siringa francesa de Verlaine. Mas, lejos del desdoro de la imitación y ajeno a la indigencia del calco, ha aprendido a ser él mismo —être soi mème— y dice su alma en versos sencillos como lirios y musicales como aguas de fuente. Este poeta está enfermo, vive en un sanatorio, allá en Madrid. Así, en su poesía no busquéis salud gozosa ni rosas de risa. Cuando más, a veces, una sonrisa, una sonrisa de convaleciente:

Convalescente di squisitti mali…

pero en la cual se insinúa uno de los más grandes misterios de la vida. Cuando Camille Mauclair, el crítico meditativo del «Arte en silencio», se complacía en escribir versos, colocó un volumen de verbales sonatinas de otoño bajo la invocación de Schumann; Jiménez tiene como patrono de su libro musical y melancólico al melodioso Schubert. Antes de cada división de sus poemas, aparecen, a la manera de introducción, las notas de «El elogio de las lágrimas», de la «Serenata», de «Tú eres la paz». Se penetra así, a la influencia de la música, a uno como parque de dulzura y de pena en donde, al amor de la luna, un alma dice, como el ruiseñor, sus arias crepusculares o nocturnas. Nunca como ahora se ha cumplido el precepto de Pauvre Lelian: De la musique avant toute chose… Ya antes dijo el celeste Shakespeare:

The man that hath no music in himself,

Nor is not mov’d with concord of sweet sounds,

Is fit for treasons, stratagems, and spoils;

The motions of his spirit are dull as night.

And his affections dark as Erebus…

Conozco de esos seres. Y veo, en cambio, a través de esta poesía de sinceridad y de reserva, a un tiempo mismo, la transparencia de un espíritu fino como un diamante y deliciosamente sensitivo. He aquí un lírico de la familia de Heine, de la familia de Verlaine, y que permanece, no solamente español, sino andaluz, andaluz de la triste Andalucía. Es de los que cantan la verdad de su existencia y claman el secreto de su ilusión, adornando su poesía con flores de su jardín interior, lejos de la especulación «literaria» y del mundo del arribismo intelectual. Su cultura le universaliza, su vocabulario es el de la aristocracia artística de todas partes, pero la expresión y el fondo son suyos como el perfume de su tierra y el ritmo de su sangre. Desde Becquer no se ha escuchado en este ambiente de la península un son de arpa, un eco de mandolina, más personal, más individual. Pudiendo ser obscuro y complicado, es cristalino y casi ingenuo. Se diría que tiene timideces de orfandad, como el Maestro —¡priez pour le pauvre Gaspard!— si no se viesen brillar a la luz de la luna las espuelas de oro de sus pies de príncipe, que estimulan los bríos de un pegaso joven y ardiente cuyas crines están húmedas de rocío matinal. El poeta dice, como la Ifigenia de Moreas: «Es dulce el sol», pero sus ansias y sus visiones están alumbradas por el clair-de-lune. Y hay allí en esos versos admirables y exquisitos, las mismas visiones y las mismas ansias que en las coplas populares que cantan las mozas enamoradas, y los sonoros, duros y aullantes cantaores. Allí está la irremediable obsesión de la muerte, de la podredumbre sepulcral, de los corazones partidos, de la tristeza matadora. Sólo que el artista tiene una cultura europea, y si no fuese su «acento» mental, no se le conocería el origen ni la patria, y sus arias podrían ser lieder germánicos o sonatinas parisienses que acompañaría la música de Debussy. Hay un olor a violetas. Hay paisajes entrevistos como por una ventana, cielos y campos de viñeta. Hay una gran castidad poeana, a pesar de los gritos de la vida; hay valles que tienen un ensueño y un corazón:

El valle tiene un ensueño

y un corazón; sueña y sabe

dar con su sueño un son triste

de flautas y de cantares,

hay flautas pánicas, dulces flautas campesinas. ¡Deliciosos romances!

Río encantado, las ramas

soñolientas de los sauces,

en los remansos dormidos

besan los claros cristales.

Y el cielo es plácido y dulce,

un cielo bajo y flotante,

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