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Ian Gibson - Yo, Rubén Darío

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Ian Gibson Yo, Rubén Darío
  • Libro:
    Yo, Rubén Darío
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2016
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Yo, Rubén Darío: resumen, descripción y anotación

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Luz

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Al lector

Rubén, desde el otro lado, repasa su vida. Vida solo contada de manera parcial en la breve autobiografía dictada poco antes de su muerte en 1916, cuando, horrorizado por la carnicería de la Gran Guerra, iba perdiendo su fe en la humanidad.

Escribí la presente narración en 2000 tras una relectura de las obras completas del fabuloso nicaragüense (poesía, prosas, crónicas), y ello a modo de homenaje a quien, con Azul…, me introdujera, a los dieciocho años y con solo unos rudimentos del idioma, en un insospechado universo lírico, deslumbrante de belleza nueva y de fervor.

Lo que no sabía entonces era que Darío fue maestro de Federico García Lorca, en cuyas obras juveniles se percibe, a cada paso, la presencia de «Rubén el Magnífico». Me complace expresar aquí mi gratitud por haber tropezado, justo cuando los necesitaba, a los dos enormes poetas, uno de los cuales soñó con la Alhambra y el Generalife desde su infancia centroamericana, el otro nacido con las torres de la Colina Roja casi a la vista, allí al fondo de la hermosa Vega de Granada.

Algún crítico, al publicarse la edición original de este texto, me achacó el haber seguido demasiado cerca, a veces, las mismas palabras del protagonista, espigadas aquí y allá entre los miles de páginas de su corpus oceánico. Creo, empero, que el proceder fue legítimo, dado que el propio Darío, que en mi relato habla en primera persona, se da cuenta de que es esclavo de sus recuerdos ya expresados en letras de molde, que de alguna manera le impelen a repetirse.

Haber equivocado el camino tampoco me importaría, de todos modos. Solo quería intentar meterme, en la medida de lo posible, en la piel y el alma de quien décadas atrás me abriera los ojos y el corazón a un mundo desconocido. Si el librito consigue que alguien vuelva a leer a Rubén, o se inicie en la aventura de frecuentarlo, me daré por satisfecho. El resto no me preocupa, y creo que el vate estaría conforme.

IAN GIBSON

Madrid, 1 de enero de 2016

Yo me morí en la ciudad nicaragüense de León a las diez y dieciocho minutos de la noche del 6 de febrero de 1916, a consecuencia de una cirrosis atrófica del hígado. El alcohol —mi consuelo y mi peor enemigo desde hacía décadas— se había salido con la suya. Acababa de cumplir los cuarenta y nueve años y era el poeta más famoso del mundo hispánico y (no creo que sea inmodestia) el más querido.

La noticia de mi intempestiva defunción corrió como una exhalación por redacciones y agencias. Las primeras planas de todos los periódicos de lengua española anunciaron —en medio de las últimas nuevas de la Gran Guerra, y con las hipérboles de rigor— que el eximio vate Rubén Darío, «Rey de la Literatura Hispanoamericana», había fenecido en su Nicaragua natal.

Hubo incredulidad, consternación, un río de lágrimas y, luego, infinidad de elegías.

El Destino, en el que yo siempre creí, disponía así que la muerte me sorprendiera alevosamente y a deshora en la pequeña ciudad donde había sido concebido, criado y educado. Aunque no parido, ya que vine al mundo, corriendo 1867, en Chocoyos, pueblecito del departamento de Matagalpa, luego llamado Metapa y finalmente, en mi honor, Ciudad Darío. Allí había huido mi madre, Rosa Sarmiento, ocho meses después de malcasarse con mi padre, Manuel García. La pobre ya no aguantaba más una situación matrimonial intolerable.

Bautizado Félix Rubén García Sarmiento en la catedral de León, nunca se me iba a conocer por los apellidos recibidos de mis progenitores. ¿Por qué? Según llegué a comprobar, todo había empezado con un tatarabuelo materno mío, Darío Mayorga. Aquel patriarca, de quien se recordaban muchas y sabrosas anécdotas, tenía una personalidad tan fuerte que el nombre Darío se impuso como apellido a toda la familia, llegando, poco a poco, a adquirir valor legal. De modo que mi madre, aunque realmente Rosa Sarmiento, se conocía como Rosa Darío.

Se daba el caso de que mi padre, empedernido bebedor, juerguista y faldero, también tenía sangre de los Darío en las venas, por parte materna. De hecho, mi madre y él eran primos. Era por ver si sentaba la cabeza por lo que la hermana de mi padre, la tía Rita —mujer rica y emprendedora, de voluntad de hierro, dueña de haciendas de ganado, artilugios de caña de azúcar y de una tienda de telas— le había casado con mi madre. El enlace había resultado imposible casi desde su inicio porque siguió exactamente como antes con su aguardiente y sus queridas. La familia intervino varias veces para ver si se podía remediar aquella desastrosa relación, pero no había nada que hacer y la separación se hizo definitiva. Entretanto había nacido yo.

Mi madre y yo fuimos a vivir entonces a casa de una tía de ella, Bernarda Sarmiento, que estaba casada con el coronel Félix Ramírez Madregil, mi padrino. De aquellos tiempos no recuerdo nada.

Cuando yo tenía unos dos años mi madre se enamoró de un joven y se fugó con él a San Marcos de Colón, villorrio situado justo al otro lado de la frontera con la vecina república de Honduras, llevándome a mí con ella.

Mi primer recuerdo de niño —¿o lo he soñado?— es de una señora delgada y pálida de tupido pelo oscuro y ojos brillantes, que me mira amorosamente. Es mi madre. También creo ver nuestra casa. Era primitiva, de adobe, y estaba situada en pleno campo.

Un día yo me perdí. Me buscaron por todas partes, desesperados. Finalmente me encontraron tras unos matorrales, debajo de las ubres de una vaca. Me dieron unas cuantas nalgadas… y aquí mi memoria de esa edad se desvanece.

La tía Bernarda y su marido el coronel Ramírez no tenían hijos y me echaban mucho de menos. Pero no a mi madre, cuya huida les había enojado sobremanera. Y así fue como, un buen día, el coronel se presentó en San Marcos de Colón y me reclamó. Mi madre se dejó convencer y me entregó sin rechistar.

A partir de aquel momento yo era, a todos los efectos, el hijo de Bernarda Sarmiento (o Darío) y del coronel Ramírez. Nunca sospeché que el tío Manuel, que vivía con su hermana Rita, la rica, era mi padre. Solo mucho tiempo después sabría la verdad de mi nacimiento y parentesco.

Tengo contraída con «mamá» Bernarda y «papá» Félix una deuda eterna.

El coronel era un hombre alto, algo moreno, buen jinete, de barbas muy negras. Acendrado patriota, había luchado por la unión de las cinco repúblicas centroamericanas al lado del general Máximo Jerez y gustaba de contarme muchos relatos de aquellos días, que yo escuchaba boquiabierto. Mi padrino era un héroe de la Libertad. De él aprendí a montar a caballo y a saborear las manzanas de California y el champán de Francia. También me transmitió su pasión por la Unión, tema, luego, de algunos de mis primeros poemas y trabajos periodísticos.

A mí me gustaba mucho el nombre Darío, pues me enteré muy joven de que se habían llamado así tres antiguos reyes de la oriental y enigmática Persia. Tampoco tardé en saber que Rubén era un nombre judío. Llamarse Rubén Darío ejerció una poderosa influencia sobre mi imaginación de niño, sobremanera impresionable, y contribuyó a que soñara con ser aventurero y atravesar mares.

«Navegar es necesario, vivir no es necesario», dijo Plutarco. Yo lo intuía desde que tuve conciencia de mí mismo. Sabía positivamente que sería viajero y que conocería lejanas tierras.

Me estimuló en tal empeño el hecho de que dos primos de mi madre vivían en el cercano puerto de Corinto —de nombre tan evocador de antiguas glorias griegas—, donde se dedicaban al negocio de exportación de maderas. Al contemplar las fragatas y bergantines que, con las velas desplegadas, salían de aquella bahía azul con rumbo a la distante Europa, se me despertaban ansias desconocidas.

En muchas ocasiones me llevaron a Corinto en barca, atravesando esteros y tupidos manglares poblados de grandes almejas y cangrejos y de bandadas de aves acuáticas. Por allí, por cierto, andaba un excéntrico cónsul inglés que mataba tiburones con una escopeta.

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