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Juan García Oliver - El eco de los pasos

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Juan García Oliver El eco de los pasos

El eco de los pasos: resumen, descripción y anotación

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El eco de los pasos es la autobiografía de Juan García Oliver, escrita a sus 71 años desde el exilio en México. En ella se narran, con prosa ágil y hasta frenética en este extraordinario testimonio, los acontecimientos de su extraordinaria vida, desde sus precoces actividades sindicales, participaciones en huelgas y encarcelaciones, hasta su nombramiento como Ministro de Justicia y su doloroso periplo de exiliado por medio mundo.

Obra atractiva y cautivadora tanto por su valor histórico como por su valor literario.

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1. El anarcosindicalismo en la calle
1El anarcosindicalismo
en la calle
Fragua de rebeldía

Fragua de rebeldía

Ya de mayor supe que los anarquistas se hacían leyendo las obras de Kropotkin y Bakunin; y que las variedades de socialistas —que son muchísimas— se empollaban las obras de Marx y Engels. Es posible que así fuese entre gente de la clase media, que podían aprender a leer bien, que sabían dónde comprar los libros, de los que poseían antecedentes, y que no carecían del dinero para su adquisición.

También me enteré, al correr del tiempo, de que entre los anarquistas, como entre los socialistas, abundaban las diferencias ideológicas. A veces, diferencias muy hondas. En Cataluña, las discrepancias en la interpretación de las ideas anarquistas eran notables entre los anarquistas de procedencia obrera y los anarquistas de extracción burguesa o pequeño burguesa.

A los anarquistas de origen proletario les movía la pasión de hacer pronto la revolución social e instaurar inmediatamente la justicia social mediante la aplicación de estrictas normas de igualdad.

Entre los anarquistas de origen burgués o de influencia liberal burguesa, prevalecía la observancia de los principios, sin conceder primordial importancia a la realización de la justicia social y a la instauración del comunismo libertario o de cualquiera de sus sucedáneos más o menos afines.

El anarquista-comunista libertario de origen obrero reaccionaba determinado por el medio en que se había creado, cercado por el hambre y las necesidades económicas. En cambio, el anarquista procedente de la clase media o de la burguesía, relativamente bien alimentado desde su nacimiento, se movía por motivaciones preferentemente políticas, achacando los males de la sociedad a la existencia de gobiernos de pésima dirección, rematando en la aspiración, más demagógica que realista, de admitir aquel tipo de gobierno que menos gobierne.

Escuelas, libros, espíritu de reforma más que de rebeldía, eran los caminos preferidos por los liberales un tanto radicalizados que solían aparecer en las agrupaciones de anarquistas, en las que causaban grandes perturbaciones. Algo parecido ocurría en los medios marxistas, sólo que a la inversa: los elementos de origen burgués eran los que sostenían las tendencias más derechistas dentro del socialismo.

Las finalidades de los anarquistas y de los socialistas de origen proletario venían a ser las mismas, con matices, pero sin fundamentales diferencias: el anarquista de origen proletario aspiraba al derrocamiento inmediato de la sociedad burguesa y la instauración del comunismo libertario, en el que el beneficiario había de ser primordialmente el hombre. El marxista de extracción obrera aspiraba al derrocamiento inmediato de la sociedad burguesa y la instauración del comunismo dictatorial, no concediendo gran importancia a la mayor o menor cantidad de autoridad en que se asentase, supeditando el hombre al Estado.

Los anarquistas o socialistas de origen burgués o pequeño burgués se forman en los institutos, las universidades, las revistas y los libros.

Veamos cómo se iba formando el luchador anarquista de origen obrero.

Tengo siete años. Asisto a las clases de primera enseñanza en la escuela pública. A las cinco de la tarde, los alumnos salen a la calle. Sería buena hora para merendar, pero tendré que prescindir de la merienda porque en mi casa no hay nadie. Mi padre, mi madre y mi hermana mayor están trabajando todavía en el «Vapor Nou»; la pequeña, Mercedes, quién sabe dónde estará, posiblemente fregando en alguna casa de ricos. A falta de merienda, a jugar, a correr hasta cansarse.

En primavera, en verano y hasta en otoño, en espera de las siete de la tarde, cuando salen los obreros de la fábrica, se podía jugar a la clotxa, al belit, a las canicas, con el trompo, a las cuatro esquinas; mientras las muchachas se divertían con sus clásicos corros, para, de pronto, ponerse a correr y chillar, como golondrinas. Mientras, van llegando los padres del trabajo, subiendo lentamente las escaleras que conducen al hogar, con mobiliarios de lo más pobre, camastros con colchones de hojas de panojas de maíz, con alumbrado doméstico que, con el tiempo, ha sido una antología de la luz: candil de pábilo y aceite, palmatoria con vela de estearina, bote de carburo. Barrios de obreros, donde no ha llegado todavía el gas a domicilio, ni, mucho menos, la electricidad.

Pero cuando llega el invierno, con vientos helados que corren por las calles, se encogen los ánimos de los niños y niñas, que entonces andan arrinconados por zaguanes o escaleras. A veces, porque en invierno se siente más pronto el hambre que en verano, se forma una gavilla de muchachos que van a esperar a los padres a la puerta del «Vapor Nou». Allí, había un tramo de pared calentita por la que transpiraba el calor de la tintorería, cuyos ásperos vapores salían por un tubo de escape que daba a la calle a unos veinticinco centímetros del suelo.

Son las seis y media, siete menos cuarto. ¡Cuánto tardan en llegar las siete para los apelotonados muchachos! Porque el frío avanza en ráfagas cortantes. Cuando silbaba el viento de las montañas próximas a Reus, decía la gente: «Com bufa el Joanet de Prades!». Pegados, muy pegados los unos a los otros, pasándose el vapor de los alientos, que se mezclaba al vapor que salía del tubo de escape. Y, al fin, la sirena anunciando el término de la jornada de trabajo. Jornada larga, de las seis de la mañana a las siete de la tarde, con una hora para el almuerzo y una hora y media para la comida.

Una de aquellas tardes de frío, punzante, llegó en su coche tirado por dos caballos el amo de la fábrica, Juan Tarrats hijo. El amo viejo, al que ya se veía poco, era Juan Tarrats padre. A un silbido del cochero se abrió el portón de la fábrica, por el que penetró el coche. El amo debió reprender al portero por permitir que un montoncito de niños estuviésemos casi junto a la puerta, porque el portero, con disgusto, nos gritó que nos fuésemos de allí.

La parvada de muchachos salió disparada calle abajo, en dirección al Bassot. Al llegar a la esquina, los contuve:

—Ya no corramos más. ¿Qué os parece si a pedradas rompemos el foco de la puerta y dejamos la calle a oscuras?

Regresamos todos, con aires de comprometidos en una conspiración. Recogimos piedras en la calle sin pavimentar. Sigilosamente nos acercamos a la puerta de la fábrica, miramos a un extremo y otro de la calle y, seguros de la impunidad, cinco bracitos lanzamos piedras al foco.

Se oyó un ¡paf!, y se oyó caer una pequeña lluvia de fragmentos de vidrio. Niños todavía, habíamos empezado la guerra social. Y aunque nos lanzamos a correr en todas direcciones, lo hicimos con la agradable sensación de haber ganado la primera batalla en la vida… Porque, al tercer día, volvimos a reunirnos junto a la boca de escape de vapores, y el portero no nos gritó ni nos echó.

La muerte de Pedro

La muerte de Pedro

Creo que ya había cumplido siete años. Noté una extraña manera de conducirse mi familia. Mi madre parecía más vieja que días antes y a veces se la veía esforzándose por no llorar. Mi padre, serio, muy serio, como siempre, tenía fija la mirada en un punto invisible. A mis hermanas las veía tristes y como más pequeñas, acaso por lo encogidas que andaban.

Sí, algo ocurre en la casa. Me siento a disgusto, pero me esfuerzo por no llorar. No quiero que las lágrimas asomen a mis ojos. Se ha ido el médico, el doctor Roig le llamaban. Como en un susurro ha dicho a mis padres:

—Le veo muy mal. Tiene meningitis. En estos casos, uno casi no sabe qué decir, porque los pocos que se salvan se quedan como tontos para toda la vida.

Volvió a las once de la noche, como había prometido, y confirmó que era meningitis. A mí me levantaron muy temprano, para ir a comprar diez céntimos de leche de vaca para el hermanito Pedro, que se estaba muriendo. La aparición de un vaso de leche de vaca en casa de obreros con enfermo en la cama era cosa tan definitiva como el viático.

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