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Juan Agustín García - La ciudad indiana

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Juan Agustín García La ciudad indiana

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JUAN AGUSTÍN GARCÍA Buenos Aires 1862 - Buenos Aires 1923 Escritor jurista - photo 1

JUAN AGUSTÍN GARCÍA (Buenos Aires, 1862 - Buenos Aires, 1923) Escritor, jurista y sociólogo argentino. Ocupó los cargos de fiscal y juez, y formó parte del tribunal federal. Ejerció como profesor de derecho y sociología en Buenos Aires y La Plata. Autor de varias obras de derecho y de sociología, entre las que destacan Introducción al estudio del derecho argentino (1896) y La ciudad indiana (1900); un estudio sobre la ciudad de Buenos Aires; Sobre el teatro nacional y otros artículos (1921). Su producción literaria está reunida en tres volúmenes: Memorias de un sacristán (1906), La Chepa leona (1910) y En los jardines del convento (1916), situados los tres en un ambiente colonial.

CAPITULO I
LAS CAMPAÑAS

I

Las carabelas de los conquistadores pasarían de largo por estas márgenes del Plata. El desierto, la verde llanura sin oro y minerales preciosos, indios bravos, decididos a morir en la demanda antes que someterse, no eran elementos de riqueza fácil, de vida cómoda. En 1536 desembarcó la expedición Mendoza y fundó Buenos Aires. La mísera aldea tuvo una existencia efímera y trágica. En 1541 fue definitivamente abandonada por sus pobladores. Dejaban los gérmenes de su fortuna: unos pocos caballos y vacas. Durante medio siglo no ofrecería mayores alicientes a los colonos. Las carabelas seguían hacia el norte donde estaba la tierra prometida, el Paraguay, de clima voluptuoso, con sus grandes selvas, sus guaraníes de carácter dócil, mujeres bellas y suaves. Razas predestinadas a la esclavitud, que se dejaban regimentar en reducciones y encomiendas, aptas para todo género de servicios. Y el trabajo humano, explotado gratuitamente, es tan productivo como las minas, una fuente principal de riqueza.

Cuarenta años después, en 1580, la pampa estaba llena de animales: una prodigiosa riqueza, de fácil explotación, y con poco trabajo, de resultado seguro. Garay fundó a Nuestra Señora de Buenos Aires. Esta vez la ciudad vivirá a costa de cualquier sacrificio; tenía sus tesoros, tan ricos como los del Perú y Méjico.

Las dilatadas llanuras, ricas y pobladas, «que recorren vacadas de treinta y cuarenta mil cabezas, y el infeliz pasajero a quien acaece dar en medio de ellas, se detiene a veces muchos días para poder desembarazarse de esta innumerable muchedumbre que llena la superficie de la tierra»; la vida fácil, una alimentación abundante y nutritiva, los horizontes amplios, les sugieren la idea de la grandeza futura de ese país. A fuerza de repetirse en sus cerebros, de confirmarse con las lucrativas expediciones de cueros, se transformará poco a poco en un sentimiento de orgullo colectivo, director de todo el juego mental. Y por un proceso muy bien estudiado en la Psicología, se incorporará al organismo, convirtiéndose en un móvil subconsciente de la voluntad, constituyéndoles ese fondo de esperanza y optimismo, indispensable para soportar con serenidad las agitaciones de esos primeros años, tonificar su sistema nervioso, cobrar fuerzas para seguir adelante, con fe, la ruda tarea, convencidos de que Buenos Aires es la llave de estas provincias del Río de la Plata.

El móvil subyacente que dirigía toda la trama de sus acciones, como esas profundas corrientes marinas que impulsan al buque sin que se aperciba el piloto, era el deseo de enriquecerse; pero no el ordinario y común, que más o menos se observa en todas partes, inherente a la naturaleza humana; era una ambición de riquezas con caracteres peculiares, exclusiva, que no dejaba entrada a otros motivos nobles y civilizadores que actúan armónicamente en los pueblos bien constituidos. Sobre todo, quieren vivir como grandes señores, mandar a los indios, negros y criollos. En el norte de la América fueron mineros, aplicaron el trabajo de sus esclavos indios a la extracción de los metales preciosos: tarea noble en su concepto, de dirección, con su muchedumbre sierva que halagaba su vanidad, manteniéndose intacta su fidalguía. En Buenos Aires prefieren el pastoreo; un modo de trabajar fácil y entretenido, de acuerdo con sus preocupaciones tradicionales y aristocráticas. En 1744, de los diez mil habitantes, sólo treinta y tres eran agricultores. La agricultura es oficio bajo. En la madre tierra arar la tierra es tarea de villanos y siervos; en América, de tontos. «Los pastores, dice Azara, consideran mentecatos a los agricultores, pues si se hicieran pastores vivirían sin trabajar y sin necesidad de comer pasto, como los caballos, porque así llaman a las ensaladas, legumbres y hortalizas». En cambio, la lucha con el animal semisalvaje, la carrera al aire libre, mandando la maniobra del rodeo, con sus negros, indios y peones, le recuerda las escenas de la vida feudal, familiares a sus antepasados. La impresión pintoresca es análoga: el ejercicio noble y viril requiere valor y serenidad; porque a cada paso arriesga la vida, proporciona intensas satisfacciones de amor propio. Su trabajo no es el esfuerzo metódico, el modesto cumplimiento de la ley bíblica; es un sport lleno de azares emocionantes.

Vivían aislados de sus dominios, como señores de raza privilegiada, incomparables con las turbas desarrapadas y serviles que los rodean. Sólo se reunían de cuando en cuando, para asistir a fiestas religiosas, oír misa, o convocados por los alcaldes para prevenir alguna probable invasión de indios. Una vida rodeada de peligros, porque la autoridad pública no puede ampararlos. Deben defender sus personas y bienes contra los indios y gauchos alzados, negros y mestizos, que merodean en la vecindad. Los comprobantes abundan en la documentación contemporánea. En 1672 se convocó un Cabildo abierto para acordar el castigo de los indios serranos. El corregidor Juan Arias de Saavedra dijo:

que en consideración de las causas manifiestas y otras que le consta y son notorias de que muchos vecinos han dado quexas y dejado de pedir los robos y hurtos que les han hecho dichos indios de ocho años a esta parte, su parecer y sentir es que coxan las armas y se salga contra estos indios serranos y los demás que con ellos avitan para el castigo y sujecion suia, por la continua osadia con que proceden en hacer semejantes robos y muertes perturbando la comun quietud y sosiego de los vecinos y menoscabándoles sus caudales maiormente los ganados y caballada, siendo esta el principal medio de que se valen para sus faenas y tratos para sustentarse de lo qual assi mismo resulta dexar dichos vecinos desiertas sus estancias por el rezelo de pasar a maior daño.

En carta al rey, hace presente el Cabildo su necesidad de dinero para contener «a los infieles enemigos que de seis años a esta parte invaden y hostilizan la frontera de esta ciudad con muertes, robos y cautiverio de los pobres vecinos estancieros campestres». Además la aventura es frecuente, porque si no es atacado es agresor. El inagotable botín de indios tienta su codicia y su lujuria. Desde la época de las invasiones germánicas no se había presentado ocasión tan propicia para la satisfacción de la brutalidad humana. La conquista y servidumbre de indios era un medio de lucro y placer, fácil y cómodo. Lozano califica de acción grandiosa una renuncia de encomiendas de Hernandarias: «sólo quien sabe lo que acá se apetece el servicio de estas gentes, podrá hacer concepto de lo grandioso de estas acciones».

En este medio nace un sentimiento de capital importancia en la futura evolución argentina, el culto nacional del coraje, el pundonor criollo que se funda especialmente en el valor personal, la cualidad predominante, que se impone a la estimación, porque es indispensable para prosperar; el desprecio teatral y heroico de la vida, la exageración enfermiza de la susceptibilidad. Análogo al honor medieval, con el que tiene sus puntos de contacto, le falta lo que constituye su esencia y le ha prestado su tradicional y poético prestigio, la fe en Dios y en el amor. El admirable desarrollo de la conciencia cristiana sufrió una interrupción en el medio americano. La sociedad colonial carecía de ideales. Sus dioses y sus santos se diferenciaban de los que fueron el consuelo del pasado, como las esculturas jesuíticas de las obras de arte de los primitivos. En medio de toda su rudeza la Edad Media fue desinteresada, noble y fecunda. Puso los dos fundamentos de la sociedad moderna: el honor, que nos hace rechazar las acciones bajas y villanas, que extrema con el auxilio de la vanidad y del orgullo el prestigio y la eficacia práctica de las reglas de la moral; y la justicia absoluta, concebida en un instante de claridad casi divina, en la meditación ansiosa sobre los destinos del alma y los rigores de la eternidad. Los propietarios coloniales no tuvieron otro propósito que la explotación de tierras, indios y negros. La naturaleza moral del hombre bajó algunos puntos del nivel alcanzado. El culto del coraje dominará y presidirá la evolución política, acentuando su influencia, con ligeras variantes en los siglos XVII y XVIII, para llegar a su apogeo, absorbiendo todas las fuerzas activas del país en la primera mitad del siglo XIX. Después del heroico esfuerzo de la Independencia fueron necesarias las luchas de la época anárquica, toda esa historia llena de sangre, tiranuelos y barbarie, para conseguir el equilibrio moral, que el nivel volviera a elevarse, y nos iniciáramos en la civilización basada en la justicia, en el honor, en la cultura armónica del espíritu.

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