PRIMER TRATADO
Las lágrimas de San Pedro
Rodeamos de lienzos una desnudez sonora, extremos a, lastimada, infantil, que perdura sin expresión en lo más hondo de nosotros. Estos lienzos son de tres clases: las cantatas, las sonatas, los poemas.
Lo que canta, lo que suena, lo que habla.
Con ayuda de estos lienzos, así como procuramos sustraer a la escucha ajena la mayoría de los ruidos de nuestro cuerpo, sustraemos a nuestro propio oído algunos sones, algunos gemidos más antiguos.
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La Mousiké -dice un verso de Hesíodo- vierte pequeñas libaciones de olvido en la tristeza. La tristeza es al alma donde se depositan los recuerdos lo que el sedimento es al ánfora que contiene el vino. Sólo podemos anhelar que repose. En la antigua Grecia la musa de la mousiké tenía por nombre Erato. Profetisa de Pan, dios del pánico, vagaba en trance por efecto de la bebida y del consumo de carne humana. Los chamanes eran inspirados por las fieras, los sacerdotes por los hombres inmolados, los aedos por las musas. Son siempre víctimas. Las obras -por modernas que pretendan ser- son siempre más inactuales que el tiempo que las acoge o las desecha. Se inspiran siempre en pánikas. Las Pánicas, acompañadas de tirsos chamánicos, flautas de Pan y roncos cantos miméticos, en latín las bacchatio, consistían en dar muerte a un joven que era descuartizado vivo y comido crudo en el acto. Orfeo es devorado crudo. La musa Euterpe lleva a su boca una flauta. Aristóteles dice en la Política que la musa tiene la boca y las manos ocupadas exactamente como una prostituta que engruesa con ayuda de sus labios y sus dedos la physis de su cliente para enderezarla contra su bajo vientre, para que emita su semilla. Las obras (las opera) no son el hecho de hombres libres. Todo lo que opera está ocupado. Es la "preocupación" de la tristeza. En castellano la "inquietud". Es el poso en el ánfora: el cadáver, el muerto propio del vino.
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Atenea inventó la flauta. Preparó la primera (tibia en latín, autos en griego) para imitar los gritos que había oído escapar del gaznate de los pájaros-serpiente de alas de oro y defensas de jabalí. Su canto seducía, inmovilizaba y permitía matar en el momento del terror paralizante. El terror paralizante es el primer período de la pánica omofagica. Tibia canere. hacer cantar la tibia.
El Sileno Marsias hizo ver a Atenea que la boca se le distendía, las mejillas se le dilataban y los ojos se le desorbitaban cuando soplaba en las tibiae imitando el canto de la Gorgona. Marsias gritó a Atenea:
-Deja la flauta. Abandona esa máscara que desordena tu mandíbula y ese canto que espanta.
Pero Atenea no lo escuchó.
Un día, en Frigia, mientras la diosa tocaba a la vera de un río, vio su reflejo en el agua. Esta imagen de una boca ocupada la asustó. Arrojó de inmediato la flauta entre los cañaverales de la ribera. Huyó.
Entonces Marsias recogió la flauta abandonada por la diosa.
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Interrogo los lazos que mantiene la música con el sufrir sonoro.
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Terror y música. Mousiké y pavor. Estas palabras me parecen indefectiblemente ligadas -por más alógenas y anacrónicas que sean entre sí. Como el sexo y el lienzo que lo cubre.
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Los lienzos son eso que estanca una herida que se expande, que disimula una desnudez vergonzante, que envuelve al niño cuando sale de la noche materna y descubre su voz al lanzar el primer aullido, desencadenador del ritmo propio de la pulmonación, el taller del mulero, el padre analfabeto, las leñas de carretería, el conocimiento del olmo, del fresno y del carpe, los varales, las ruedas y los timones, el yunque del herrero, las sacudidas de los mazos, las sierras y sus dientes -en suma, todo el patetismo del lazo infantil se precipitaba en sus ritmos. Se defendía componiendo. Hasta los meses que precedieron a su muerte, meses en que esos ritmos amortajaron a Haydn con una aceleración que le impedía no sólo transformarlos en melodías sino incluso anotarlos. A la vez todo lo que no puede ser traducido en forma de lenguaje para ser retenido y nada de lo que puede ser halado por el lenguaje para ser dicho y victimado. Lo inverbalizable. Haydn decía que en él eran golpes de martillo, tal como Dios los escuchó, clavando sus manos vivientes, martillando sus pies encimados y vivientes un día de tormenta, cuando estaba atado en una cruz en lo alto de un monte.
Nos sentamos en un sillón. Secamos viejas lágrimas pues son más antiguas que la identidad que nos inventamos. Lágrimas que son, como la mujer que se yergue al costado del lecho de Boecio, "por turno jóvenes y ancianas". Entre estas dos maneras de decir, "Escuchamos música", "Secamos lágrimas semejantes a las de San Pedro"-, me parece más precisa la segunda formulación. Un lejano canto de corral desploma de súbito en llanto a un hombre de pie bajo el alero de un portal, en los primeros días del mes de abril, minutos antes que el alba aclare la penumbra. Canto de un gallo que desde entonces fue fijado (sin duda para marcar el recuerdo de esos afiebramientos que los sonidos sancionan y además avisan al desencadenarlos) en el campanario de las iglesias del mundo cristiano.
El vestigio anuncia el clima que viene.
Algunos sonidos, algunas melodías dicen en nosotros qué "antiguo tiempo" hace hoy en nosotros.
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Sei Shónagon en el año mil, en el palacio de la emperatriz en Kyoto, en el diario íntimo que enrollaba y ocultaba en el hueco de la almohada de madera al momento de recostarse en el lecho, anotó varias veces los ruidos que la conmovían. Los sones que examinó con mayor cuidado sin que al parecer hubiera jamás calibrado su medida o percibido sus propias razones -a tal punto la ahogaban la soledad y el celibato- y que cada vez reeditaban en ella el sentimiento de la alegría (o la nostalgia de la alegría, acaso la ilusión actual, plena de encanto que caracteriza la nostalgia de la alegría) consistían en el rumor de carruajes de paseo en el camino seco, en verano, al final de la jornada, cuando la sombra gana el ámbito visible de la tierra.
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La confidente de la emperatriz Sadako agregaba:
-Oír resonar tras el tabique las varillas que chocan entre sí.
-Oír el ruido que al caer hace el asa de la vasija donde se pone el
vino de arroz.
- El rumor apagado de las voces a través de un tabique.
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La música está ligada de manera originaría al tema del "tabique sonoro". Los cuentos más arcaicos recurren al tema de aguzar el oído, de la confidencia sorpresa -allende la tapicería en los castillos de Dinamarca, allende la muralla en Roma o en Lidia, allende la empalizada en Egipto. Es posible que escuchar música consista menos en desviar la mente del sufrimiento sonoro que en esforzarse por refundar la alerta animal. La característica de la armonía es resucitar la curiosidad sonora, extinta desde que el lenguaje articulado y semántico se propaga en nosotros.
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Apronenia Avida, en Roma, en los primeros años del siglo quinto, en la carta que empieza con las palabras Paene evenerat ut tecum ... menciona en el esconce de una frase el "ruido apasionante del cubilete de dados", que la afecta con violencia. Enseguida pasa a otra cosa. Existen ruidos que se "han apasionado" en cada uno de nosotros. Aunque ella pertenecía al partido pagano, estaba emparentada por lazos de gens y de clientela con Proba (la patricia cristiana que abrió las puertas de Roma a las huestes góticas de Alarico) y con Paula (Santa Paula). Una tela del Lorenés conservada en el museo del Prado, titulada El puerto de Ostia y el embarque de Santa Paula, permite imaginar la silueta de Apronenia al lado de Eustoquia, en el año trescientos ochenta y cinco, acompañando al mar a Santa Paula.