Pascal Quignard - El sexo y el espanto
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- Libro:El sexo y el espanto
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2005
- Índice:4 / 5
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El sexo y el espanto: resumen, descripción y anotación
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Trato de comprender algo incomprensible: la transformación del erotismo de los griegos en la Roma imperial. Esa mutación no ha sido pensada hasta ahora por una razón que ignoro y por un temor que entiendo. Durante los cincuenta y seis años del reinado de Augusto, que reacondicionó el mundo romano bajo la forma del imperio, tuvo lugar la metamorfosis del erotismo alegre y definido de los griegos en melancolía espantada. Esa mutación tardó apenas una treintena de años en imponerse (del 18 antes de nuestra era al año 14 de nuestra era), y sin embargo todavía nos rodea, y gobierna nuestras pasiones. El cristianismo solo fue una consecuencia de esa metamorfosis, retomando ese erotismo en la forma en que lo habían reformulado los funcionarios romanos y que el imperio, durante los cuatro siglos siguientes, multiplicó hasta la obsequiosidad.
Cuando los bordes de dos civilizaciones se tocan y se superponen se produce una conmoción. Uno de esos sismos ocurrió en Occidente cuando el borde de la civilización griega tocó el borde de la civilización romana y el sistema de sus ritos: cuando la angustia erótica se convirtió en la fascinatio y cuando la risa erótica se transformó en el sarcasmo del lubridium.
Cuando Augusto reorganiza el mundo romano bajo la forma del imperio, el erotismo jubiloso, antropomorfo y preciso de los griegos se transforma en melancolía espantada.
Rostros de mujeres llenos de miedo, la mirada lateral, fijan un ángulo muerto.
La palabra phallus no existe. Los romanos llamaban fascinus lo que los griegos llamaban phallos. En el mundo humano, como en el reino animal, fascinar obliga a aquel que ve a no apartar su mirada. Está inmovilizado en su lugar, sin voluntad, en el espanto.
¿Por qué, durante tantos años, yo he escrito este libro? Para afrontar ese misterio: es el placer el que es puritano.
El goce arranca la visión de lo que el deseo sólo había comenzado a desvelar.
Pascal Quignard
Llevamos con nosotros el trastorno de nuestra concepción.
No hay imagen que nos afecte que no recuerde los gestos que nos hicieron.
La humanidad no deja de surgir de una escena que enfrenta a dos mamíferos macho y hembra cuyos órganos urogenitales, a condición de que la anormalidad se apodere de ellos, desde el momento en que se han vuelto claramente deformes, se encajan.
En el sexo masculino que crece, y que luego salpica, la vida misma se desborda súbitamente en la simiente fecundante, mucho antes de los rasgos que definen a la humanidad. Que no podamos distinguir la pasión animal de poseer como un animal el cuerpo de otro animal de la genealogía familiar y luego histórica nos perturba. Y esa perturbación se incrementa con que la selección que efectúa la muerte no pueda ser disociada de la sucesión genealógica de individuos que no extraen la posibilidad de ser “individuados” sino a partir de la reproducción sexuada azarosa. También la reproducción sexuada aleatoria, la selección por la muerte imprevisible y la conciencia individual periódica (que el sueño restaura y fluidifica, que la adquisición del lenguaje reorganiza y oscurece) son una sola cosa vista al mismo tiempo.
Pero nunca podemos ver esa “cosa vista al mismo tiempo”. Venimos de una escena en la que no estuvimos.
El hombre es aquel a quien le falta una imagen.
Ya sea que cierre los ojos y que sueñe por la noche, que los abra y que observe atentamente las cosas reales en la claridad que derrama el día, que su mirada se desvíe y se pierda, que dirija la vista al libro que sostiene entre sus manos, que expíe sentado en la oscuridad el desarrollo de un filme, que se deje absorber en la contemplación de una pintura, el hombre es una mirada deseante que busca otra imagen detrás de todo lo que ve.
Las patricias representadas en los frescos que compusieron los antiguos romanos están como ancladas. Se mantienen inmóviles, la mirada lateral, en una espera atónita, fijadas justo en el momento dramático de un relato que ya no comprendemos. Quiero meditar acerca de una difícil palabra romana: la fascinatio. El fascinas es en latín lo que en griego se dice phallos. Los cantos que lo rodean se llaman “fesceninos”. El fascinus detiene la mirada hasta el punto de que ésta no puede apartarse de él. Los cantos que inspira están en el origen de la invención romana de la novela: la satura.
La fascinación es la percepción del ángulo muerto del lenguaje. Y es el motivo de que esa mirada sea siempre lateral.
Trato de comprender algo incomprensible: el transporte del erotismo de los griegos a la Roma imperial. Esa mutación no ha sido pensada hasta ahora por una razón que ignoro y por un temor que entiendo. Durante los cincuenta y seis años del reinado de Augusto, que reacondicionó el mundo romano bajo la forma del imperio, tuvo lugar la metamorfosis del erotismo alegre y preciso de los griegos en melancolía espantada. Esa mutación tardó apenas una treintena de años en imponerse (del -18 antes de nuestra era al año 14 de nuestra era) y sin embargo todavía nos rodea y domina nuestras pasiones. El cristianismo sólo fue una consecuencia de esa metamorfosis, retomando ese erotismo por así decir en la forma en que lo habían reformulado los funcionarios romanos que el principado de Octavius Augustus suscitó y que el imperio durante los cuatro siglos siguientes fue llevado a multiplicar en la obsequiosidad.
Hablo de dos terremotos.
El eros es una placa arcaica, prehumana, totalmente bestial, que aborda el continente emergido del lenguaje humano adquirido y de la vida psíquica voluntaria bajo las dos formas de la angustia y de la risa. La angustia y la risa son las cenizas dispersas que caen lentamente de ese volcán. Nunca se trata del fuego ardiente ni de la piedra todavía en fusión y viscosa subiendo del fondo de la tierra. Las sociedades y el lenguaje no dejan de protegerse ante ese desborde que las amenaza. La tabulación genealógica tiene entre los hombres el carácter involuntario del reflejo muscular; son los sueños para los animales homeotérmicos entregados al dormir cíclico; son los mitos para las sociedades; son las novelas familiares para los individuos. Inventamos padres, es decir, historias a fin de darle sentido al azar de un arrebato que ninguno de nosotros —ninguno de los que son frutos de él tras diez oscuros meses lunares —puede ver.
Cuando los bordes de civilizaciones se tocan y se superponen se producen conmociones. Uno de esos sismos ocurrió en Occidente cuando el borde de la civilización griega tocó el borde de la civilización romana y el sistema de sus ritos —cuando la angustia erótica se convirtió en la fascinatio y cuando la risa erótica se convirtió en el sarcasmo del ludibrium.
Se ha descubierto que el 24 de agosto del año 79 otro sismo, propiamente telúrico, cubrió, en el instante de ese hecho, cuatro ciudades cuyos testimonios se han conservado. Al menos ni Dios ni Titus ni los hombres salvaguardaron los vestigios de Pompeya, Oplontis, Herculanum y Stabies. Es a la lava ardiente, por la cual fueron exterminados los habitantes de esas ciudades, que hay que agradecerle haber almacenado durante siglos esas imágenes “fascinantes” bajo la piedra pómez y luego bajo los alcornoques.
Atrani, junio de 1993
En septiembre del año 14 Tiberio sucedió a Augusto. Tiberio ha quedado en la historia bajo la forma de dos enigmas y de dos atributos. El cunnilingus y la anacoresis son los enigmas. La nictalopía y la pornografía son los atributos. El emperador Tiberio coleccionaba dibujos y cuadros del pintor griego Parrhasios de Efeso. Los antiguos decían que Parrhasios había inventado la pornographia alrededor del -410 en Atenas. Pornographia quiere decir palabra por palabra “pintura-de-prostituta”. Parrhasios amaba a la puta Teodota y la pintó desnuda. Sócrates sostenía que el pintor era lujurioso (
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