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Francisco Fuster - Introducció a la Historia

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  • Libro:
    Introducció a la Historia
  • Autor:
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    Ediciones Cátedra
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    2020
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Introducció a la Historia: resumen, descripción y anotación

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Siguiendo la máxima de Eugenio dOrs según la cual una síntesis vale por diez análisis, esta Introducció a la Historia pretende proporcionar a quien se asome a sus páginas un resumen claro y ordenado con una serie de ideas fundamentales sobre temas como la naturaleza del conocimiento histórico, la tipología de las fuentes empleadas por los historiadores o la importancia de la escritura de la historia como relato o narració de hechos del pasado. Riguroso y muy documentado, pero escrito en un estilo ágil y estructurado en sencillos capítulos, este breviario va dirigido no solo a estudiantes universitarios que cursen asignaturas sobre metodología o historiografía, sino, también, a todos los lectores que sienten verdadera pasió por la Historia y, lejos de conformarse con lo que ya saben, mantienen intacta la curiosidad por ese trabajo artesanal al que Marc Bloch llamó el oficio de historiador.

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Francisco Fuster
Introducción a la Historia
Índice A Carmen Encarna e Ivana por estar siempre ahí Amo la historia Si no - photo 1
Índice
A Carmen, Encarna e Ivana,
por estar siempre ahí
Amo la historia. Si no la amara, no sería historiador. Cuando el oficio que se ha elegido es un oficio intelectual, resulta abominable dividir la vida en dos mitades: una reservada a la satisfacción de las necesidades primarias y otra dedicada al oficio que se desempeña sin amor. Amo la historia y es por eso que hoy estoy feliz, porque os voy a hablar de aquello a lo que amo.
Lucien Febvre,
Combates por la historia (1952)
P REFACIO
Lo dulce y lo útil
En Pasión por la historia, libro donde se reúnen las entrevistas que concedió a Denis Crouzet, la historiadora estadounidense Natalie Zemon Davis explicó que en el origen de su vocación estaba el asombro y el placer que sintió cuando, al empezar sus estudios, descubrió que en un mundo tan antiguo como la Grecia clásica, ya existían ideas tan modernas como la igualdad o la democracia. Al principio, cuenta la autora de El regreso de Martin Guerre , su curiosidad solo se sentía atraída por «ese aspecto de diferencia y semejanza» entre las sociedades pretéritas y la nuestra. Sin embargo, más adelante aprendió a observar el pasado con perspectiva histórica y se percató de que en Atenas existía algo tan poco igualitario como la esclavitud y de que la griega era una democracia de ciudadanos masculinos, en la que las mujeres no participaban (Davis, 2006: 9-10).
Si cito este ejemplo es porque creo que refleja bien la diferencia entre el estudiante o aficionado que todavía no ve el pasado con la mirada con la que lo hace un historiador, y el profesional que ya es perfectamente consciente de que, como escribió el poeta español Ramón de Campoamor, «en el mundo traidor / nada hay verdad ni mentira / todo es según el color / del cristal con que se mira». La distancia que media entre esa lectora curiosa que fue la joven Zemon Davis y la historiadora experimentada, capaz de hacernos ver que la historia —como gustaba de recordar E. P. Thompson— es la disciplina del contexto y que un mismo concepto, como el de «democracia», puede haber tenido significados muy distintos a lo largo del tiempo. De ahí la importancia fundamental que adquiere eso que, según el también historiador estadounidense John Lewis Gaddis, es «lo más importante del quehacer de un historiador, ya sea en el aula, en las monografías académicas o incluso en intervenciones de primer plano por televisión: enseñar» (2004: 192). Y, aunque es verdad que la historia se puede aprender y enseñar de muchas maneras, una de las más frecuentes es estudiarla en cualquiera de las universidades del mundo en las que se puede cursar un grado, un posgrado o un doctorado en Historia.
Desde mi propia experiencia en una de estas universidades, primero como estudiante y ahora como profesor, uno de los problemas de los estudios de Historia es que en la mayoría de las facultades se enseña la historia, pero no se enseña a ser historiador. Y esto es así por dos motivos: primero, porque, al contrario de lo que se cree desde fuera, la historia no es tan fácil de enseñar. Un historiador no nace, sino que se hace, y eso requiere un tiempo de formación del que muchas veces no se dispone, además de una combinación equilibrada entre la adquisición de conocimientos teóricos (nombres, fechas, causas, consecuencias, etc.) y su aplicación práctica (trabajo en archivos, bibliotecas, yacimientos arqueológicos, museos, etc.), cosa que, como cualquier docente universitario podrá constatar, es difícil de lograr en el marco de unos planes de estudio tan poco flexibles. En segundo lugar, porque en la mayoría de esos planes de estudios la presencia de asignaturas de tipo teórico o metodológico es muy testimonial, cuando no inexistente. Normalmente, lo que prevalece es una concepción tradicional y ortodoxa de la enseñanza de la historia en la que se impone una visión diacrónica, por épocas cronológicas que funcionan como compartimentos estancos (Antigua, Medieval, Moderna y Contemporánea), y panorámica, por realidades geográficas aisladas unas de otras (Historia de España, Historia de Europa, Historia Universal). Si a eso añadimos la persistencia de un modelo de aprendizaje que, en buena medida, sigue siendo memorístico, el resultado es que un estudiante de Historia puede graduarse sin tener nada claro cuál es la metodología de trabajo empleada por un historiador o cuáles han sido las grandes escuelas historiográficas del siglo XX .
Lo que he pretendido con este trabajo no es, como suele decirse de forma deliberadamente exagerada, rellenar un vacío existente en la bibliografía sobre esta cuestión, pues, tanto en español como en otras lenguas, disponemos de libros sobre historiografía y metodología, algunos de ellos muy buenos. No obstante, al impartir una asignatura de estas características en el primer curso del grado de Historia, a estudiantes de 18 años que proceden de la enseñanza Secundaria y que tienen un conocimiento del oficio prácticamente nulo, sí he detectado que la mayoría de dichas obras no son aptas como manuales o libros de referencia para esas materias. Ni por su extensión, ni por el utópico nivel de conocimientos que demandan a sus lectores. Es imposible desglosar un manual de 300 o 400 páginas en cuatro meses de clase, como es igualmente irreal que un estudiante de primer curso digiera en tan poco tiempo una ingente cantidad de información que tendría que proporcionarse, para ser bien asimilada y entendida, de forma gradual, distribuida en varias asignaturas a lo largo de toda la carrera.
Por eso, y siguiendo la máxima de Eugenio d’Ors según la cual «una síntesis vale por diez análisis», mi objetivo al escribir este libro ha sido facilitar a esos estudiantes de los primeros cursos del grado un breviario con algunas de las ideas básicas sobre el conocimiento histórico, las fuentes o la escritura de la historia, que cualquiera de ellos debería conocer después de cursar una de esas asignaturas introductorias sobre historiografía o metodología. Para ello, he estructurado su contenido en siete sencillos capítulos y me he esforzado a la hora de transmitir mi mensaje de forma lo más clara y concisa posible, pensando no solo en los estudiantes universitarios hispanohablantes, lectores potenciales e ideales de este libro, sino también en eso que, abusando del adjetivo, llamamos «gran público». En esos historiadores ya licenciados que, por el motivo que sea, no ejercen la profesión, pero quieren seguir aprendiendo; en profesores de enseñanza Secundaria que quieren refrescar algunos conocimientos o están preparando sus oposiciones; y, en definitiva, en esos lectores aficionados a la historia que son muy exigentes y que, además de leer por curiosidad, me consta que se preocupan por entender cómo trabajamos. Lo he hecho así porque estoy de acuerdo con el historiador español José Enrique Ruiz-Domènec en que, desde hace mucho tiempo, entre la gente de nuestro gremio «se abusa de la jerga, que convierte los libros en intrincadas selvas de signos lingüísticos, se exagera el uso de las notas a pie de página que a menudo superan en extensión al propio texto y se censura cualquier intento de novedad» (2006: 13).
Creo, sinceramente, que se puede ser riguroso con el vocabulario y con los conceptos, sin resultar pedante o sin caer en la mayor tentación del erudito: pretender demostrar todo lo que uno sabe y ha leído (o dice haber leído). Pienso, además, que se puede escribir un libro documentado sin necesidad de trufar el texto con centenares de notas al pie que entorpecen la lectura y que responden más al ingenuo propósito de avasallar a quienes —a estas alturas— aún se dejan impresionar por eso que al honesto deseo de reconocer la aportación a nuestro trabajo del que previamente hicieron algunos colegas. Y por supuesto, lamento que, en el gremio de los historiadores profesionales, la novedad o la originalidad sea algo que se penalice, por el simple hecho de salirse de la norma o de cuestionar las jerarquías establecidas. En este sentido, y aun siendo consciente de lo difícil que es la cuadratura del círculo, sí puedo confesar que he dedicado tantas horas a la forma como al contenido.
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