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H. Rider Haggard - Ella Hija de la Sabiduría

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H. Rider Haggard Ella Hija de la Sabiduría

Ella Hija de la Sabiduría: resumen, descripción y anotación

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EN ETERNA SOLEDAD

Antes del alba, guiada por los ancianos embalsamadores y llevando conmigo el cuerpo de Kalíkrates, me alejé de la odiosa Kôr. Creo que nadie me vio partir, pues habiendo olvidado su prometida venganza los sacerdotes y sacerdotisas se agrupaban temblorosos alrededor del cadáver de Rames en el patio interior del Templo de Verdad; sin embargo, sentí que la mirada maligna de Amenartes me observaba. O tal vez haya sentido su perseguidor odio, y no sus ojos.

Velada, de modo que ningún hombre pudiera contemplar mi mortífera belleza, atravesé la planicie y llegué a los vastos sepulcros que se hallaban en las cuevas. Los ancianos embalsamadores encendieron lámparas y me enseñaron una tumba profunda y vacía. Tenía dos repisas, o nichos, en uno de los cuales deposité a mi muerto, y escogí el otro para que fuera mi lecho. Fue así, pues, que establecí mi morada en los Sepulcros de Kôr, que durante unos dos mil años estarían llamados a ser mi hogar.

Cumpliendo con mis órdenes Filo condujo a la regia Amenartas fuera de la atormentada tierra de Kôr, y al regresar, tres lunas más tarde, me dijo, verazmente o no, que ella había atravesado los pantanos y partido en un navio nómada, con rumbo al norte, aunque ignoraba hacia qué destino. No le pregunté más; ya nada deseaba saber acerca de sus palabras y blasfemias, aunque las cosas sucedieron de modo tal que tuve que soportarlas después de transcurridos varios siglos. Con ella partieron algunos sacerdotes y sacerdotisas. Otros permanecieron en Kôr y, los suficientemente jóvenes, tomaron esposas o maridos y ahí gobernaron. En realidad, el último de sus descendientes al que pude seguir el rastro antes de que su sangre se mezclara totalmente con la de los bárbaros, murió después de que hubieron pasado quinientos años, o más.

También Filo continuó viviendo en Kôr, haciendo con su navío viajes de negocios a lo largo de la costa, y se hizo rico y, en alguna medida, poderoso. Filo nunca deseó abandonarme pues me amaba, aunque jamás volvió a contemplar mi rostro desvelado. Por fin, muy anciano, murió en mis brazos; él, que nada quiso saber del Fuego y sus dones. Cuando su aliento le abandonó, lloré por primera vez desde aquella noche en Kôr. Porque ahora me encontraba completamente sola.

Mientras yacía moribundo me rogó que me quitara el velo, diciendo que ahora, que no podía causarle daño alguno, deseaba contemplar mi rostro una vez más. Así lo hice, y él me observó detenida y fervorosamente con sus hundidos ojos.

―Eres maravillosamente bella ―dijo―, y durante estos cuarenta años, o más, que han pasado desde que te contemplara sin el velo en el santuario del Templo de Verdad tu hermosura no ha disminuido en lo más mínimo; en realidad, creo que ha aumentado. ¿Cuál es el significado de esto, hermosa Hija de la Sabiduría?

―Significa aquello de lo que ya he hablado, Filo; que no moriré hasta que muera el mundo, aunque pueda cambiar y parezca que muero.

―Pero yo muero. ¿No separamos, pues, para siempre? ―preguntó.

―No, no creo. Filo, pues finalmente la Muerte se adelanta a todo y en sus recintos volveremos a encontrarnos. Además, el mundo tiene larga vida, y a éste, antes de su final, podrías regresar en una o más oportunidades, y en ese caso, tal vez te acerques a mí.

―Confío en que así sea, oh Hija de la Sabiduría. Te llaman hechicera, y sin duda lo eres, tú, que puedes matar con una mirada, a quien el tiempo no hace mella y a quien la Muerte desdeña. No obstante, hechicera o mujer, o ambas, no existe nadie, no, ni siquiera mujer o hijo, a quien tenga tantos deseos de encontrar en el futuro.

Así murió Filo, y como los médicos que habían embalsamado a Kalíkrates también habían muerto, sin dejar a nadie el conocimiento de sus artes, lo enterré sin preservar en los grandes sepulcros.

No hace mucho se apoderó de mí el capricho de ir a verle, pero ¡ay de mí! con excepción de su calavera sus desnudos huesos se habían convertido en polvo.

¿Qué más puede decirse? Todos murieron y regresaron en la persona de sus hijos; les vi crecer generación tras generación, florecer a su manera salvaje, y recorrer sus caminos hacia el sendero de la Muerte. Goberné a estos bárbaros, si es que eso puede llamarse gobierno.

Eran mis esclavos que me temían como a un espíritu, y yo era amable con olios; pero si me enfadaban los asesinaba, pues sólo así podían ser mantenidos debidamente sometidos incluso a alguien a quien consideraban una antigua diosa a quien sus antepasados adoraban, de nombre Luíala, cuyo trono se hallaba en la luna.

Porque estos Amahagger eran un pueblo terrible, bárbaros que amaban la noche puesto que sus acciones eran malvadas y que, si había extranjeros errando por las proximidades los mataban poniendo calderos al rojo vivo sobre sus cabezas y luego comían sus carnes. Sin embargo, entre ellos había algunos tipos más nobles, descendientes, según creo, o bien de la sangre sin mezcla de los antiguos de la vieja Kôr, o acaso de esos sacerdotes y sacerdotisas de Isis que habían sido mis compañeros. Uno de ellos era un cierto Billali, a quien mi señor Leo, y Holly, conocieron. Pero en su mayoría eran de nariz ganchuda, traidores, salvajes cazadores furtivos, y como tales debían ser tratados.

Durante el transcurso de esos largos siglos, para entretenerme en mi soledad y con propósitos de estudio, crié a alguno de esos salvajes para que fueran esto o aquello. Los atrofié hasta convertirlos en enanos, con otros produje gigantes. Con algunos de ellos hice músicos de cierta calidad, aunque lograr esto llevó diez generaciones. Luego me cansé del juego y todas esas variantes se extinguieron y regresaron al linaje común, ese tipo fundamental al que, si se deja a solas, regresan a su debido tiempo todas las especies que surgen en la tierra, cosa que sucede más rápidamente de lo que puede pensarse. La última raza que creé, o que hice que se creara a sí misma, fue una de mudos que se desarrollaron a partir de un leal linaje que me había prestado buenos servicios, ya que había descubierto que estos mudos eran más dóciles y menos agotadores que el resto.

Pero basta de esas gentes con las que he terminado para siempre.

¿Qué hice a través de todos esos horribles siglos? Al principio, cuando supe que tenía poderes para hacerlo, lancé mis espectantes ojos a través del mundo, y supe todo lo que allí sucedía. Así contemplé las batallas de Alejandro, sus conquistas y su muerte, y la ascensión de Ptolomeo en Egipto; además, muchas otras cosas en las naciones con las que yo había tenido que ver. Pero pronto me cansé de todo aquello.

Surgían hombres acerca de los que nada sabía. Los pueblos cambiaban, y siempre la obra era la misma que comenzaba de nuevo, aunque con actores distintos. Nada tenía en común con ellos, ni con sus mezquinos objetivos y pasiones, yo, que contemplaba como un dios podría contemplar a aquellos que no le veneran, o como un niño ocioso observa los trabajos de una colonia de hormigas detrás de otra. Sí, me cansé de ellos y ya no presté atención a lo que hacían o dejaban de hacer durante su corta travesía hacia ese olvido donde el polvo del Tiempo les enterraría. Yo estaba muerta para el mundo, y el mundo lo estaba para mí.

En los siglos que siguieron envié a mi alma a que buscara almas afines y encontré algunas con las cuales pude comunicarme, aunque ellas nunca supieron quién era que hablaba con ellas. Mantuve esa conversación con hombres sabios a través de la tierra, y de ellos obtuve conocimientos, dándoles a cambio algo de mi sabiduría, la cual, sin duda, ellos presentaron a las generaciones posteriores como si les perteneciera. En ese caso, el mundo resultó beneficiado, y si llega la Verdad ¿qué importa de dónde viene?

Hice más. Busqué a los muertos en sus moradas más allá de las estrellas, sí, y encontré a no pocos de ellos. Siempre anhelaba saber acerca del mundo y a cambio me pagaba con la moneda de su sabiduría extraterrena. Me hablaron de aquellos otros mundos y conocí a sus príncipes y gobernantes: reuní los fragmentos de los banquetes que se ofrecían en esas ajenas mesas y bebí los restos de su nuevo vino. Pero, y aquí estaba el misterio, en esto consistía el dolor: ni una vez pude aferrarme a la túnica de alguien a quien hubiese conocido en la tierra.

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