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Eduardo de Guzmán - Mi hija Hildegart

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Eduardo de Guzmán Mi hija Hildegart
  • Libro:
    Mi hija Hildegart
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1972
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Mi hija Hildegart: resumen, descripción y anotación

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I. UN CRIMEN INEXPLICABLE
II. SÍMBOLOS Y COMPLEJOS. «CAÍN Y ABEL»
III. UN NIÑO PRODIGIO: PEPITO ARRIOLA
IV. SIN PLACER, DESEO NI PASIÓN…
V. UNA MUJER SIN INFANCIA
VI. CUATRO AÑOS DE MILITANTE SOCIALISTA
VII. CRÍTICA DEL MARXISMO Y SEPARACIÓN DEL PARTIDO
VIII. LOS COMPLEJOS SEXUALES Y LA EMANCIPACIÓN FEMENINA
IX. EN EL UMBRAL DEL DRAMA
X. PIGMALIÓN, O LA DESTRUCCIÓN DEL IDEAL
XI. AURORA DE SANGRE
EPÍLOGO
BREVE ADVERTENCIA PRELIMINAR

Nueve de junio de mil novecientos treinta y tres. Cuando llego al periódico, al portero le falta tiempo para darme la noticia sensacional. Agitado, nervioso, exclama apenas me ve:

—¡Han matado a Hildegart…!

—¿A Hildegart? —pregunto, sorprendido y confuso.

—Sí. Telefonearon hace un rato a la redacción para decirlo. Creo que ha sido su madre…

Me cuesta trabajo creerlo. El portero es un hombre impresionable y asustadizo, presto siempre a hacerse eco de los rumores más disparatados. Lo que ahora cuenta debe ser uno de tantos bulos como circulan a diario por Madrid. España vive una hora de inquietudes y sobresaltos, de cara a un verano que se presagia dramático. El segundo gobierno Azaña está en crisis y la formación del tercero tropieza con enormes dificultades debido a las salpicaduras de Casas Viejas. A todas horas se habla de revoluciones inminentes, de pronunciamientos, de sabotajes y de atentados. Que la realidad demuestre que la mayoría de tales anuncios son falsos no impide que a las pocas horas circulen otros no menos falaces y truculentos.

El pretendido asesinato de Hildegart tiene que ser uno de ellos. Conocida por sus libros polémicos, sus conferencias de divulgación y sus campañas en defensa de la igualdad jurídica y sexual de la mujer, Hildegart no concita contra sí odios ni rencores. Es una muchacha alegre, activa, optimista y simpática. Muchos ven en ella una gran figura en ciernes, un nombre político capaz de llenar por sí solo toda una época. Pero la ven, naturalmente, en potencia, es decir, en cuanto puede y debe, por sus méritos y posibilidades, llegar a serlo un día más o menos lejano. Aun habiendo alcanzado a sus dieciocho años lo que para cualquier persona vulgar constituiría la meta de sus ambiciones, ella está simplemente en los comienzos de su ascensión. Cabe, pues, considerarla una simple promesa. Valiosa desde luego, pero promesa, acaso porque le ha faltado materialmente tiempo para hacer más de lo que ha hecho, aunque no conozca a nadie que haya hecho tanto a su misma y temprana edad.

Pero sí resulta difícil imaginar que haya quien, cegado por fanatismos políticos, ideológicos o religiosos, atente contra la vida en flor de la joven; ni siquiera como hipótesis disparatada puedo admitir que Hildegart haya sido asesinada por su propia madre. Conozco a una y otra hace años, y pocas veces vi dos personas más unidas e identificadas en todo y por todo. Tampoco a una madre que oyese y mirara a una hija con mayor admiración y cariño ni experimentase tan visible satisfacción y orgullo por sus repetidos éxitos.

Mientras subo por la escalera rechazo de plano la noticia que acaban de darme. Sin embargo, al penetrar en la redacción mi profundo escepticismo sufre el más duro de los golpes.

—¿Sabes ya lo de Hildegart? —pregunta Ezequiel Endériz, saliendo a mi encuentro, y forzosamente he de interpretar la simple pregunta como una confirmación de lo dicho por el portero.

—Pero —murmuro estupefacto—, ¿es cierto que su madre…?

Endériz inclina la cabeza en gesto de asentimiento. Luego, con gesto triste, explica:

—Cuesta trabajo creerlo, pero así es. Doña Aurora mató a tiros a su hija mientras dormía. Ella misma lo ha declarado en el Juzgado, creo que con una serenidad estremecedora.

La noticia ha caído como una bomba en la redacción del periódico. Todos conocemos a las protagonistas del drama y ninguno podía adivinar, cuando anteayer las vimos por última vez, la tragedia que se cernía sobre ellas. Inevitablemente olvidamos el trabajo del día para comentar y discutir en torno al crimen, más inexplicable cuanto más pensamos en él. A cada uno que llega se le dan las noticias que tenemos o se le piden las que pueda haber adquirido por su cuenta. Ninguno puede disimular su confusión y desconcierto y algunos piden detalles y precisiones que nadie está todavía en condiciones de darle.

Lo que se sabe en concreto hasta este momento es que doña Aurora Rodríguez, a la que todos conocemos como madre de Hildegart, se ha presentado hace poco más de dos horas en casa de un abogado conocido y amigo. Don Juan Botella Asensi —diputado de la izquierda radical socialista, que antes de concluir el año será ministro de Justicia—, muestra cierta sorpresa ante lo intempestivo de la hora de la visita. Tras saludar a la señora que acude a verle pregunta por Hildegart, extrañado de no verla, como de costumbre, al lado de la madre.

—Acabo de matarla —es la inesperada respuesta de doña Aurora—. Precisamente vengo a verle como abogado para que me indique lo que debo hacer.

Botella Asensi la mira asombrado. La mujer habla con seguridad y aplomo, con una desconcertante tranquilidad, como si la noticia que acaba de dar no encerrase para ella la menor trascendencia. El abogado se resiste a creer lo que acaba de oír. Tiene que convencerse al cabo de medio minuto, porque doña Aurora, sin perder en ningún instante su calma, insiste una y otra vez en sus primeras manifestaciones.

—De ser cierto lo que me dice —decide Botella Asensi, todavía con un reato de incredulidad en su ánimo— tiene que presentarse inmediatamente en el Juzgado de guardia.

Un cuarto de hora más tarde, doña Aurora Rodríguez se persona en el Juzgado acompañada por el abogado. Con la misma serenidad que en casa de Botella Asensi, la mujer reitera su afirmación del crimen perpetrado. Amplía un tanto su relato, asegurando que mientras su hija dormía, a primera hora de la mañana, en su domicilio de la calle de Galileo, ha disparado contra ella, matándola. Como prueba y demostración entrega una pistola en cuyo cargador faltan cuatro balas.

El juez la escucha y contempla desconcertado. Aunque lleva largo tiempo de actividad profesional no recuerda ningún caso semejante. Doña Aurora Rodríguez difiere radicalmente de cuantos criminales conoció hasta ahora. Todos mataron en un momento de ofuscación, de rabia, de miedo o de celos, todos sin excepción se mostraron pesarosos por lo hecho pasado el momento de exaltación. Esta mujer, en cambio, no está ni exaltada ni deprimida; tampoco parece pesarosa y arrepentida de lo hecho. Tan solo pierde su tranquilidad cuando el juez insinúa la posibilidad de que la hija, herida de mayor o menor gravedad, muerta en apariencia, pueda seguir alentando aún.

—¡Oh, no, no…! —murmura entonces, retorciéndose las manos en gesto desesperado—. ¡Sería horroroso…!

Desgraciadamente, y como comprueba el propio juez al presentarse en la casa del crimen acompañado por el forense, los disparos no han podido ser más certeros. Herida en el pecho y la cabeza, Hildegart está muerta en su cama. No se puede hacer otra cosa que ordenar el levantamiento del cadáver y su traslado al Depósito Judicial para realizar la diligencia legal de la autopsia. Cuando se lo comunican a la madre, que permanece en el despacho del juez en espera de su traslado a la Cárcel de mujeres, doña Aurora murmura con un suspiro de profundo alivio:

—¡Menos mal…! Haberla hecho sufrir me hubiese vuelto loca…

Para cuantos nos encontramos en la redacción, esa locura puede, tiene que ser, la explicación de un parricidio tan monstruoso como todos los parricidios, pero mucho más incomprensible que ninguno. Solo un ataque de enajenación mental puede haber empujado a una madre a poner sangriento final a la vida de una hija única, a la que ayer mismo quería y admiraba sobre todas las cosas del mundo.

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