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Para mis hijos, Roxane y Samuel
Cuanto más se ama a alguien menos debe adulársele; el verdadero amor es el que nada perdona.
M OLIÈRE , El misántropo
I. La emancipación
Nada quise saber durante mucho tiempo. Me la habían ocultado; era su historia. Cuanto menos sabía, más protegida me sentía. ¿Para qué hurgar en el pasado? Demasiado peso para cargar con él, demasiado molesto. Tenía una infancia por vivir, una vida por construir: preferí seguir adelante. Y avancé por la vida dejando «eso» de lado, en la orilla del camino.
En Venezuela, intenté armar el rompecabezas de mi familia materna. Atraída visceralmente por aquella tierra y apegada a aquella parentela, iba al acecho de las claves para entender. Mi madre no era muy esclarecedora: había huido de sus raíces y no había dejado de criticar su país natal, que la había decepcionado. Quizá incluso traicionado. Mi búsqueda, poco explícita y deshilvanada, me permitió sin embargo construir mis orígenes. Podía contar con la complicidad de mis numerosos primos y la indulgencia de mis tíos y tías, que, gracias a su afecto fiel y efusivo, constituían para mí un cordón umbilical indestructible con Venezuela.
Aquel país era mi edén: el único lugar sobre la tierra donde me sentía feliz. Me había apropiado de él paulatinamente con cada una de mis visitas. La llegada de Hugo Chávez al poder en 1999 –que se acompañó de una inseguridad alarmante y una rápida degradación de la situación socioeconómica– obstaculizó aquel idilio. Esto explica en parte mi antichavismo radical. Había seguido de cerca al joven militar golpista durante su campaña electoral, e incluso predije su victoria por haber recorrido los barrios de chabolas. La comida que tuve con él a solas no sirvió para tranquilizarme sobre el personaje: imposible no desconfiar de aquel populista de elocuencia enardecida. Por aquel entonces se pensaba que el agitador sería capaz de sanear un sistema bipartidista desgastado tras cuarenta años de estabilidad democrática excepcional. La gente no se había percatado del dominio de Fidel Castro sobre él: la revolución bolivariana se convertiría en un subproducto de la revolución cubana. Ver a tu patria naufragar resulta tan doloroso como ver apagarse a un ser querido. He sufrido ambas cosas con amargura.
En Francia, gracias a mis abuelos paternos, vivía en una protegida atmósfera burguesa y hogareña. Me contaban anécdotas familiares entre risas y confesiones. Todo lo que era áspero o doloroso se suavizaba. Aquel mundo documentado, ilustrado con fotografías, encarnado en casas, marcado por algunas reuniones familiares, me daba seguridad. Podía situarme al final de un árbol genealógico.
Al contrario que mis padres, cuyas respuestas estaban hechas de ambigüedades y alusiones evasivas, mis abuelos siempre respondían a mis preguntas con detalle y seriedad. Me inscribían en una historia, la suya. Sin embargo, cuando abordaba el tema de la juventud de mis padres, me topaba con un muro. Entonces todo se volvía más enigmático: mis abuelos se mostraban reticentes, mis padres cambiaban de conversación. Mi padre tenía recuerdos vacilantes. Mi madre, evasiva, pretextaba las sutilezas complejas de la época que me impedirían entender del todo.
No se equivocaba. Nunca entendí nada, ni sobre su compromiso político ni sobre su vida disoluta. Eran mis padres, mi entorno más íntimo, pero aun así el más indiscernible. Eran –y siguen siendo– incomprensibles. Sus motivaciones –a excepción de tener tranquilidad para leer y escribirsiguen resultándome enigmáticas; sus alegrías, desconocidas; sus angustias, pletóricas y existenciales. Comparten un sentido analítico agudo y la sensación de ser unos marginados. Todo ser tiene sus misterios, por supuesto. A veces cae la máscara y se vuelve menos impenetrable. Pero no les importaba ser indescifrables. En los medios se hablaba de ellos, los veía en la televisión, pero en casa nada revelaban y explicaban aún menos. Yo me resigné a esa situación.
Más tarde deserté del seno familiar. Y a medida que fui avanzando en la vida, cada vez me interesaron menos. No compartíamos opiniones, ni ocios, ni ritos familiares. ¿Fractura generacional o incompatibilidad de carácter? «Ambas, mi capitán.» Aquella distancia era conveniente para todos. Lo que ganaba en libertad, lo perdía en afecto. Y ellos protegían su tranquilidad.
Hay cosas que nos alcanzan cuando menos lo esperamos. Durante una entrevista en Madrid, con motivo del lanzamiento de mi biografía del Rey de España, Juan Carlos I, en el momento de su abdicación en junio de 2014, un periodista, joven y simpático, me preguntó si era la hija del intelectual francés acusado de haber entregado al Che cuando fue detenido en Bolivia. Le pregunté sobre su fuente. Wikipedia. Evidentemente. Reconduje la conversación sobre «mi» rey y salí corriendo a comprobar lo que había dicho. En efecto, el sitio web español de esa enciclopedia de referencia confirmaba las sospechas.
Al volver a París, le pedí explicaciones a mi padre. ¿Podía ser claro una vez por todas sobre aquel asunto? Sin bellas perífrasis, sin metáforas rebuscadas, sin referencias inteligibles que entenderían únicamente los académicos. Solo los hechos, sobrios y detallados. El silencio no ayuda a comprender. Tampoco el desprecio ante las difamaciones. «Tu madre lo hizo muy bien.» Se refería al artículo publicado en Libération en 2001, cuando la polémica alimentada por la hija del Che cobraba importancia. Edwy Plenel ya había denunciado aquellas «calumnias castristas» en la portada de Le Monde en 1996. «Pero, entonces, ¿por qué mi madre no aparece siquiera citada en el artículo de la Wikipedia?» «¡No tengo ni idea!», concluyó con su semblante ceñudo habitual. Su exmujer, su único testigo y memoria, sin lugar a dudas le estorba. Conoce las claves del mito. ¿Cómo construirse una leyenda ante la mirada de un censor? ¿Y cómo explicar a los que viven en otro mundo y en otra época hechos y gestos que pertenecen a un tiempo pasado?
Mi padre solo se ocupa de su obra. Para lo demás, delega. Estudia las diferentes formas de transmisión desde la mediología, disciplina de la que es fundador, pero se preocupa muy poco de los escándalos que deja a su descendencia. «¡Después de mí, el diluvio!» Ya se sabe, en casa del herrero, cuchillo de palo. ¿Qué hacer, pues, con esa sospecha que ensombrece mis orígenes? ¿Y si fuera la hija de un delator? ¿Y si hubiera vivido hasta ahora en la impostura? Una sensación de malestar se apoderó de mí. Y de repugnancia ante tanta cobardía y ambivalencia. Mientras los adolescentes, y los adolescentes eternos, enarbolen camisetas con el retrato de Ernesto Guevara por todo el mundo, el asunto seguirá siendo embarazoso... ¿Qué les contaré a mis hijos cuando les llegue la edad de la rebelión y la admiración por los revolucionarios?
En abril de 2015, volé a Cuba gracias a Paris Match. Se había convertido en un destino de moda desde la normalización de las relaciones con Estados Unidos. Una vez allí, resultó imposible escapar de mi historia familiar: pasé por casualidad delante de lugares donde habían vivido mis padres; de improviso me encontré con algunos de sus amigos. Mis recuerdos enterrados se arremolinaban. Ahí unos helados deliciosos, los más deliciosos porque acababa de salir de un mes de entrenamiento en un campamento de jóvenes pioneros donde los dulces no eran lo más frecuente. Yendo por el Malecón, emergió la reminiscencia de mi primer concierto al aire libre, de esa sensación tan rara de placer y emoción. Y ese viento caliente que te hace cosquillas en el cuello y anuncia lluvia. Pero al final me invadió un profundo sentimiento de desesperación ante la situación social del país. Se ha santificado al Che y a Fidel Castro, pero los verdaderos héroes son los cubanos, que, con un sentido del humor y un ingenio sin igual, sobrellevan las dificultades del día a día. ¿Cómo es posible que mis padres aprobaran un proyecto político como aquel, fundado sobre la represión, la exclusión y el poder absoluto? ¿Cómo pudieron pensar que una economía establecida por funcionarios podía ser viable? ¿Pueden justificarse, en nombre de la emancipación y la igualdad, todas las decisiones erráticas?