Retrato de Erasmo, Hans Holbein, (1533). Rijkmuseum de Ámsterdam
Escribir un breve ensayo que presente la figura de Erasmo de Roterdam y su lugar en la historia del pensamiento supone una tarea imponente. Grandes historiadores, intelectuales y filólogos de diversas lenguas y nacionalidades han salvado el problema con admirable solvencia.
Los tiempos en que era necesario rescatar a Erasmo del olvido, encarecer la alargada sombra de su influencia o exhibir su valor como pensador y literato quedan también muy lejanos. Pienso, en cambio, que ante los once volúmenes en folio que ocupó la primera edición de sus Obras completas (1703-1706) o la mucho más voluminosa edición contemporánea —once volúmenes más uno de índices de su Epistolario (1906-1958), y otros 46 tomos de obras en curso desde 1969—, una introducción que allane el camino al lector curioso nunca estará de más, sobre todo cuando hablamos de una obra que, además de vasta, puede resultar exigente y esotérica, sin contar con que gran parte de ella no ha sido traducida al castellano.
Al problema de trazar este mapa transitable de su obra, se suma el hecho de que Erasmo pertenece al selecto grupo de autores renacentistas que son universalmente reconocidos por un único título. Basta preguntar en cualquier ciudad europea qué libro escribió, para que se dispare de manera automática la respuesta: El elogio de la Estupidez o El elogio de la Locura o, simplemente, la Moria. El aprecio y el éxito de la obrita siempre se ha justificado por razones tan mundanas como válidas, a saber: su extensión no intimida —y muchos menos con la división en capítulos que se le impuso en el siglo XIX—: es un texto humorístico que arremete contra todo lo humano y casi todo lo divino y abundan, por lo demás, traducciones a un precio asequible o, ahora, gratis en la red. Los expertos en Erasmo y, en general, los estudiosos del Renacimiento siempre han sentido curiosidad por qué imagen puede extraerse de su autor con la única lectura del Elogio y cómo el lector moderno ataja las referencias a autores arcanos, a problemas y polémicas del siglo XVI que en gran parte le son ya ajenos, y sigue gozando generación tras generación de él. La última pregunta es más pertinente si cabe, si tenemos en cuenta que su contrapartida seria, igualmente breve, de ligera lectura, con carácter universal y sin apenas referencias no identificares, el Enquiridion o Manual del caballero cristiano, es poco o nada leído.
Es tentador asociar la respuesta con la época de la Ilustración y concluir que el Elogio sirve para encauzar el descrédito consciente de la pompa institucional del cristianismo, la libertad de conciencia y la sublimación —a falta de un término mejor— de los principios básicos de la tradición judeo-cristiana en diversas corrientes de práctica religiosa o, incluso, en el agnosticismo y el ateísmo. Esto no impide, claro está, darle crédito a la propia intuición de Erasmo: el carácter lúdico hace que los contenidos serios, de fondo, penetren en los lectores sin apenas advertirlo, germinando de manera callada en su mente y, si estos están dotados de curiosidad, llegarán por sí mismos a las respuestas que necesiten. Y, así, tenemos ya dos de los ámbitos que ocuparán más tiempo y desvelos en la vida de Erasmo: la eliminación de todo lo accesorio en lo que compete a materia doctrinal y la convicción de que toda cultura que se valore a sí misma empieza por un sistema educativo exigente y atractivo.
Retrato de Erasmo. Grabado de Alberto Durero (1526). Rijkmuseum de Ámsterdam
Acotar la figura de Erasmo en un espacio breve plantea otro problema: la complejidad del personaje. Fue un hombre brillante, de una curiosidad y pertinacia inagotables, que desde su nacimiento tuvo todo en su contra y supo, a pesar de ello, asombrar a la Europa culta de su tiempo con su estilo, agudeza y erudición, ya fuera al servicio de las letras sagradas o las clásicas. Un hombre que firmó páginas deslumbrantes de la historia de la literatura, de la filología y del pensamiento occidentales y que dominó hasta tal punto la imagen de sí mismo y los mecanismos de producción y difusión de su obra, que se convertiría en el primer autor moderno de la historia de la cultura impresa en el continente. Un intelectual que defiende ante todo la cultura como única herramienta contra la barbarie, la paz como único objetivo que debe ser compartido por una sociedad avanzada y la concordia en una época tan convulsa como la que le tocó vivir. Frente a él está el otro Erasmo, el que presenta aristas, marcadas imperfecciones e incluso actos descarados de doblez, falsedad y manipulación. Un hombre inseguro de sí mismo, reservado e incapaz de tomar partido ante las injusticias que denuncia y dividido entre los principios que ordenan su pensamiento y una realidad tozuda que los pone continuamente a prueba. Entender a Erasmo es conjugar a ambos hombres, y aproximarse a él es hacerlo a un intelectual que comprendió que las batallas de palabras se libran con palabras, pero que no quiso entender, en cambio, que el mundo es un lugar de voluntad y no una representación lingüística acabada.
Los límites de espacio no me permitirán ocuparme con la extensión debida de todos estos problemas, pero no he podido resistirme a señalarlos al inicio para indicar al menos de dónde creo que debería partir una lectura crítica de Erasmo. El librito que el lector tiene entre sus manos es, sin más, una invitación a esa lectura y, con ese objetivo en mente, he dividido mi trabajo en dos aproximaciones diversas y a la vez, confío, complementarias.
En la primera ofrezco una somera biografía intelectual de los cuarenta y cuatro años (1467-1511) de formación humanística de Erasmo. Sin duda, podrá achacárseme que no la haya continuado hasta su muerte en 1536 o, por qué no, hasta su condena en los Índices de libros prohibidos de toda Europa y su decadencia en las regiones de confesión no católica, pero sinceramente creo que hay buenas razones para no haber llegado tan lejos. En primer lugar, porque no deseo sacrificar la brevedad y la legibilidad que se le supone a este libro atiborrando a quien lo lee con una suma de nombres, polémicas, ediciones, revisiones y fechas; segundo, para subrayar el origen de las líneas fundamentales del pensamiento de Erasmo, el contacto de estas con su biografía y la sedimentación de ambas en su proyecto intelectual; por último, para intentar deslindar en la medida de lo posible el aliento filosófico de la obra de Erasmo de los dominios en donde lo aplica o de donde lo extrae.
En la segunda parte, mucho más breve, hago una lectura de sus ideas sobre cuestiones filosóficas separándolas, en la medida de lo posible, de la circunstancia en que estas se gestaron y manifestaron. Creo haberlo conseguido sin desviarme hacia ninguno de los dos caminos a los que la operación se presta, esto es, sin beatificarlo ni convertirlo en un pensador sistemático, dado que, al contrario de Descartes y Lutero, Erasmo ni lo fue, ni nunca pretendió serlo. Me daré por satisfecho si con ello he conseguido despertar cierto interés en el lector por un intelectual que, aún hoy en día, merece la pena leerse.
El libro se cierra, al igual que en el resto de títulos de la colección, con dos apéndices. El primero de ellos consiste en una bibliografía donde se recogen todas las traducciones —o al menos las dignas de ese nombre— contemporáneas de las obras de Erasmo, una selección de ediciones críticas o modernizadas de sus traducciones históricas al castellano, junto con una bibliografía sucinta de perfiles de Erasmo que superan con mucho lo que yo haya podido ofrecer aquí. El segundo apéndice es una cronología de su vida y de su obra que aspira a proveer al lector de una idea general de la variedad de su producción literaria y los acontecimientos que marcaron la Europa de su tiempo.