Pier Paolo Pasolini - La divina mímesis
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La divina mímesis: resumen, descripción y anotación
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El escándalo del libro gira todo alrededor de un único, «memorable» punto: la relación entre Contini y Gramsci. Tenga presente el lector que en este volumen que se define —escandalosamente— como una historia de la Literatura italiana de los siglos XIX y XX —la nota sobre Gramsci se coloca de acuerdo con la secuencia: Giovanni Gentile, Roberto Eonghi, Antonio Gramsci (secuencia en que se acumulan, casi sin abultar, De Lollis y otros críticos universitarios, Alfredo Gargiulo y G. A. Borgese). Pero la terna es aquella. Contini es muy tierno con Gentile (magnifica, curiosamente, su reforma de la enseñanza, en una decidida interpolación «fuera de obra»; mira con distancia a su asimétrica, autolesionista adhesión al fascismo, como de «hombre de honor» siciliano, y finalmente —según el empeño rigurosísimo de mansedumbre, que, como veremos, quiere caracterizar el libro— se mantiene perfectamente imparcial sobre él; no hace falta decir el testimonio de amor infinito por lo que hace Longhi: pero hay que añadir que también este amor está objetivado, frenado, casi acolchado. ¿Y entonces, con el tercero, con Gramsci? Pues bien, el discurso no cambia: también aquí, como con el fascismo de Gentile, se mantienen con el marxismo las debidas distancias según aquellas leyes de «mansedumbre» a las que he aludido; y también aquí la admiración respeta las conveniencias casi estilísticas de un «humour» profesional desdramatizador (se concluye, por ejemplo, que las ideas de Gramsci tuvieron al principio «un notabilísimo sentido eurístico» y mantienen todavía el valor de un punto de vista muy estimulante). Sin embargo, resulta claro algo que es asombrosamente cierto, a saber, que el único crítico italiano cuyos problemas han sido los problemas literarios de Gramsci es Contini. «Escándalo para los Judíos, estulticia para los Gentiles», pues. No quiero, sin embargo, «invertir» el escándalo en sentido totalmente positivo. La sensatez quiere que yo sepa y haga saber que la forma de tratar «todos» los problemas gramscianos por parte de Contini ocurre en un universo paralelo pero remoto, aunque no menos potentemente sugestivo («estimulante»), y que hace falta una gran fuerza de ánimo para presuponer su posible integrabilidad.
(1974)
Pier Paolo Pasolini nació en Bolonia en 1922, hijo de un oficial del ejército descendiente de una antigua familia noble de la Romaña. Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Bolonia, especializándose en poesía popular y dialectal. Después de la guerra comenzó a adquirir notoriedad como filólogo, crítico literario, novelista y poeta, y fue director de una importante revista de vanguardia, Offícina, de 1955 a 1959. En toda su diversa obra creativa se descubre un interés continuado por el lenguaje popular y directo del pueblo, mediante la utilización de las diversas formas dialectales y del argot popular, que revela su rechazo dogmático del estilo literario tradicional. Esta inclinación unida a su vertiente intelectual marxista de influencia gramsciana, le conduce a acercarse a las realidades sociales de los niveles más ínfimos con una visión aguda y crítica. Su interés en los últimos años de su vida se centra en el tema de la violencia, la extinción de la cultura rural y el predominio de una anticultura tecnológica. Muere en Ostia en 1975 de una forma trágica y misteriosa.
Alrededor de los cuarenta años: más bien, para decir verdad, en aquella oscuridad había algo terriblemente luminoso: la luz de la vieja verdad, si se quiere, aquella ante la cual no hay nada más que decir.
Oscuridad igual a luz. La luz de aquella mañana de abril (o de mayo, no lo recuerdo bien: en esta «Selva» los meses pasan sin razón y por lo tanto sin nombre), cuando llegué (no se escandalice el lector) ante el cine Espléndid (¿o Esplendor? ¿o Esmeralda?). Estoy seguro de que antes, en cambio, se llamaba Plinius: y era uno de aquellos de los tiempos maravillosos —y yo no lo decía— cuando los meses eran verdaderos, largos meses, y en cada acto mío —aunque fuera arbitrario, pueril o culpable— era claro que estaba haciendo la experiencia de una forma de vida con el fin de expresarla). Una luz que los hombres conocen bien, en primavera, cuando aparecen los primeros de sus hijos —los más alegres, los más queridos— con las camisetas de verano, sin chaqueta; y por la Aurelia Nuova los Seiscientos de las familias burguesas de Roma se van silenciosos y ligeros —con los morros bajos como ratas atraídas por sus estupendos olores lejanos— hacia las primeras meriendas en los prados, hacia las eras con sus cercados de cañas y sus glicinas, hacia abajo, hacia el nebuloso y maculado Apenino…
Una luz feliz y maligna: entre los dos portales del cine, luego que doblé con mi coche desde el largo paseo al que se había reducido la vía Aurelia —Paseo de Gregorio VII, me parece— entre la feria de gasolineras dispersas al sol, y el mercadillo cubierto, el fondo, con sus pequeños cobertizos verdes, he allí abajo algo rojo, muy rojo, un altarcillo de rosas, como los que en los desheredados países umbros, friulanos o abruceses disponen manos fieles de mujeres viejas, viejas como fueron viejas sus viejas, dispuestas a repetirse por los siglos. Un altarcillo tosco, pero a su manera festivo, un apiñarse de rosas rojas que no sabría describir: y, cuando estuve cerca, entre aquellas rosas rojas, descubrí el retrato, doblemente fúnebre, porque era el de un hombre muerto hacía dos días, un héroe suyo; un héroe nuestro. Los ojos a flor de piel, bajo la frente calva (una calvicie llena de dulzura de adolescente fermentado por lo bueno de la vida). La luz estaba allí, para iluminar rosas y retrato y banderas alrededor, tal vez, hacinadas en la humildísima solemnidad popular (¿obra de las mujeres de los militantes de la sección de Fuerte Boccea? ¿o de los militantes mismos, chóferes o albañiles, con sus grandes manos intimidadas pero inspiradas en aquella obra de rosas?).
Todo esto entre los portales de este cine Espléndid: centelleantes por la noche, ahora empobrecidos por la luz, por esta luz. Míseros portales de vidrio y metal: y aquí está por milésima, por millonésima vez, la opresión del corazón, el enternecimiento, el abatimiento, la lágrima. También la constatación de la miseria del lujo pequeño tenía la capacidad de desgarrarme.
Y ellos estaban allí, esperándome, junto con un viejo senador, con un nuevo candidato a la Cámara: negros y oscuros, como los campesinos que vienen a la ciudad por negocios, y se reúnen todos en una plaza, que negrea, por su solemnidad, en el cegador vacío que el verano inminente va preparando entre casas y callejuelas. Y los saludos, los apretones de manos, las miradas de entendimiento y expectativa.
Y ahora estaban reunidos allí, en las filas de platea, que, también ella, oprimía el corazón, en aquella luz matutina (la luz de las tiendas, los tejados, los paseos, no de los cines) en aquella sala de nombre espléndido —y que era el espléndido lugar de reunión de su rincón de barrio, en la larga serie de noches en que la vida marcha sin banderas.
Mientras, a todos ellos, a todos nosotros, nos alegraba el hecho que dieciocho nuevos chicos se hubieran apuntado a nuestro partido, después de un mitin del partido gobernante: esa alegría que es como la de los tragos tomados juntos, una alusión al verificarse, fatal, de ciertos hechos cuyo acontecimiento habíamos esperado juntos y seguido juntos, y ahora saludado juntos como un éxito: y aquel éxito me oprimía el corazón.
El corro miraba el centro de sí mismo, excluía al mundo.
(Que andaba allá, fuera, como lo demostraba con claridad evidente la cúpula semiabierta del techo del Espléndid: un azul de seda, apenínico, con aire de mar).
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