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Pier Paolo Pasolini - Cine de poesía contra cine de prosa

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Pier Paolo Pasolini Cine de poesía contra cine de prosa

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PIER PAOLO PASOLINI

APOSTILLA AL «CINE DE POESIA»

A propósito de cuanto dije acerca del sistema de signos-imágenes que se halla en la base de la comunicación cinematográfica —o sea del sistema de signos mímicos, de indicadores reales o naturales, y, sobre todo, de los sueños y de la memoria (que ya constituyen una morfología de los signos)— quisiera añadir una observación, que corrige parcialmente lo anterior.

Según la común y corriente opinión, el signo lingüístico denota el significado a través de una especie de dualidad de su presencia. Tomemos la palabra «Pedro»: puede estar escrita o dicha: es decir, puede ser un signo gráfico o un signo oral. En ambos casos alude a un personaje real o imaginario que se llama Pedro. En el primer caso, el canal de comunicación es el canal página escrita-ojo; en el segundo caso es el canal boca-hablante-oído.

Estamos habituados a considerar los signos gráficos y los signos orales como pertenecientes a una misma lengua. En realidad, se trata de dos lenguas diversas, o mejor dicho de dos sistemas de signos diversos. Las dos comunicaciones —la oral y la escrita— son realmente diversas, e implican dos culturas diversas y dos momentos diversos de la misma cultura.

Si yo escribo la palabra Pedro realizo un acto de cultura, si la digo realizo un acto de cultura distinto.

Llevada al límite, la escritura implica las superestructuras culturales, las jergas culturales, etcétera; la lengua oral implica en su límite el grito del animal o la interjección del llamado lenguaje primitivo.

Si escribo el significante Pedro, para precisar mejor el significado Pedro debo recurrir a adiciones expresivas, incluso a un pequeño tour de forcé estilístico: en cambio, si la digo, bastará en muchas ocasiones que guiñe el ojo en dirección del poseedor del oído que me escucha. O, si Pedro es jorobado, basta que me incline un poco; o si tiene bigotes, basta que finga atusármelos bajo la nariz. O, simplemente, basta, para establecer un entendimiento, una inflexión de mi medio expresivo típico de aquel momento: la voz.

Ahora bien, sucede en nuestra costumbre ya secular que el signo gráfico y el signo oral se confundan en la palabra, y se asimilen. Hasta el punto que cuando decimos Pedro, vemos con el ojo —además de oírlo con el oído— el nombre Pedro escrito; y también puede suceder lo contrario: que una lectura evoque los sonidos de la voz, es decir, sea a un tiempo visiva —en la imaginación fulminante— y fonética.

Pero esta «imaginación fulminante» que acompaña todas nuestras lecturas y audiciones, haciendo también auditivas las primeras y visivas las segundas, realiza al mismo tiempo otra operación, digna de esos desesperados robots que somos.

Añade al fonema (el significante Pedro oído con el oído) y al grafema (el significante Pedro escrito) una nueva encarnación de la palabra, que creo que los lingüistas hasta ahora nunca han tomado en especial consideración, y que por ser una imagen, podríamos llamar «cromema», o mejor todavía «cinema».

Es decir: la palabra ya no sería en efecto una dualidad (signo gráfico y signo oral) sino una trinidad (signo gráfico, signo oral y signo visivo: grafema, fonema y cinema). (Creo que la expresión «imagen fonética» usada por De Saussure tenía otro sentido).

En la práctica, no existe ninguna palabra que no vaya fulminantemente acompañada —es una cuestión de orden cibernético— por una imagen. Que el lector reflexione un instante y piense si, cuando anteriormente he supuesto escrita o hablada la palabra «Pedro», no le ha pasado fulminantemente por la cabeza una propia imagen privado-onírica inaferrable y probablemente inefable —de un cierto Pedro o de todos los posibles Pedros, o quizá la del apóstol Pedro.

No existe palabra por muy abstracta que sea, que no suscite en nosotros, simultáneamente a su pronunciación o a su aparición escrita, alguna imagen. Las palabras abstractas evocarán fundamentalmente imágenes abstractas. Es un juego corriente entre amigos el preguntarse qué color evoca una palabra. «¿Cuál es el color de la palabra bondad?» «Para mí es una escritura abstracta pero pictórica de blanco-amarillo, ligeramente luminoso». «¿La palabras avaricia?» «Una mancha violeta-verdosa, o quizás un color que mezclando el violeta y el verde, recuerda el color de la regaliz, etc.»

Los tres temas están profunda e íntimamente ligados entre sí, una verdadera y exacta trinidad. Y no obstante pertenecen a tres momentos diversos de una cultura, y, en el límite, a tres culturas, y los respectivos sistemas de signos, separados artificialmente, son en realidad o en potencia tres sistemas lingüísticos.

(Claro está que nunca se podrán evitar las evocaciones recíprocas. Incluso al oír esa lengua enteramente llena de sonidos que es la música, es imposible sofocar la irrumpiente secuencia de imágenes que evoca, y al contrario, frente a un cuadro —es decir, una lengua basada sobre un sistema de puros cromemas— no podemos impedir la percepción de un ritmo musical, etc. Como todo esto acontece en la intimidad de la conciencia, ha sido muy querido por cierta crítica romántica y liberty, naturalmente).

Sucede, pues, que incluso si en el laboratorio se separan estos tres sistemas lingüísticos y, con un experimento, se basa sobre uno solo de éstos un lenguaje expresivo, los otros dos vienen evocados inmediatamente como integrantes.

¿Hasta qué punto se sirve un poeta de la imaginación del lector? Dante: «conobbi il tremolar della marina»: este estupendo endecasílabo ¿no se dirige acaso fundamentalmente a la capacidad imaginativa del lector? Aquel signo gráfico «tremolar», no pretende mostrarse naturalmente como únicamente denotativo: es un signo poético, y por lo tanto es ya, por código, expresivo. Pero además esto exige, en el caso que se trata, una fuerte capacidad específicamente imaginativa de su usuario. Este verso es tanto más hermoso cuanto más capaz de imaginación visiva es el usuario. La evocación de un mar matutino (visto como luz y como temblor) puede ser una pura vivacidad expresiva para un lector dotado de mediocre imaginación visiva, puede cortar la respiración a un lector que goce de una exasperada imaginación visiva.

¿Puede suceder lo contrario?

¿Se puede presentar a un usuario una imagen arrancada de una marina «tremolosa», un cinema aislado en laboratorio —digamos bajo la especie del encuadre cinematográfico— y contar con su capacidad intelectiva para evocar los signos gráficos que integren aquella imagen —así como la imagen ha integrado el signo gráfico en el verso de Dante?

¿Por qué no?

La objetiva fuerza evocativa del signo dantesco nace de su contexto —es decir, de la relación de la palabra «tremolar» con los restantes, de su colocación en el endecasílabo, de su colocación en el episodio y de su colocación en el conjunto del poema. La palabra «tremolar» en sí es una palabra impresionista de categoría bastante baja. Y realmente creo que es uno de los pocos ejemplos de impresionismo en el texto dantesco. Podría incluso ser usada por un mediocre escritor. El cinema (como encuadre cinematográfico) del mar encrespado por la brisa marítima sería evocado igualmente, pero como mero dato de hecho, una imagen mecánica.

La sola palabra expresiva ofrece potentes conmociones en los verdaderos poemas por estar colocada (para expresarse rápidamente) en un momento traumático del conjunto del contexto: cuando el contexto es el de un poeta moderno cuya «escritura» ya no es clásica, sino que coloca las palabras en sentido vertical, como en los diccionarios, imponiéndolo en su ambigüedad, en su misterio, etc. (Rimbaud), continúa existiendo un espíritu textual que, aunque no sea convencional o clasicístico, lo carga.

En el cinema tal carga es infinitamente más necesaria. En realidad Dante necesita pocas palabras para provocar la conmoción estética, en el verso citado, incluso prescindiendo de todo el resto del capítulo y del poema: un realizador nunca podrá alcanzar semejante intensidad con dos o tres imágenes (lo correspondiente a un endecasílabo).

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