JAVIER ESPINOSA ROBLES (1964) es actualmente el corresponsal en Asia para el periódico El Mundo. Su dilatada carrera comenzó con la primera guerra del Golfo, en 1990. Desde entonces ha cubierto más de una quincena de conflictos bélicos en cuatro continentes, desde el que dividió la antigua Yugoslavia, hasta la guerra civil de Sri Lanka, pasando por la guerrilla colombiana o la intervención estadounidense en Haití, las múltiples contiendas que se han sucedido en Oriente Próximo durante los últimos doce años y hechos tan brutales como el genocidio de Ruanda o la confrontación fratricida de Sierra Leona, donde fue secuestrado por la guerrilla local. En 2013 volvió a ser raptado en Siria y pasó seis meses en manos del Estado Islámico.
Espinosa ha recibido numerosos galardones, entre los que se cuentan tres veces el Premio France Ouest para Corresponsales de Guerra, el Premio Internacional Rey de España de Periodismo, Cirilo Rodríguez de Corresponsales, Manuel Leguineche, Miguel Gil Moreno, Premio Libertad de Expresión, Premio Bayeux de Corresponsales de Guerra, Premio José Couso, ANIGP-TV, Premio Club Internacional de Prensa, Manuel Vázquez Montalbán y el Premio Internacional Reporteros de El Mundo. La organización británica Action on Armed Violence le ha reconocido como uno de los cien periodistas que cubren zonas de conflicto más influyentes del planeta.
MÓNICA GARCÍA PRIETO (1974) es periodista y desde 1996 ha cubierto conflictos armados en el Cáucaso, los Balcanes, Oriente Próximo y Asia Central. Inició su carrera como corresponsal freelance en Italia y Rusia en 1996 para radio y televisión, y en el año 2000 se incorporó a la redacción de El Mundo. Tras los atentados del 11-S se centró en Oriente Próximo y Asia Central, regiones en las que trabajó durante doce años: fue corresponsal en Jerusalén entre 2005 y 2007, y en Beirut entre 2007 y 2014. A lo largo de su carrera ha seguido el desarrollo de una decena de enfrentamientos armados, entre ellos la guerra de Chechenia, el conflicto en Macedonia, las invasiones de Afganistán e Irak, la crisis palestino-israelí, la guerra de Líbano o el conflicto sirio, al que dedicó sus últimos cuatro años como corresponsal en Oriente Próximo. En 2015 se instaló en Bangkok y desde allí colabora con medios como El Mundo, Periodismo Humano o Cuarto Poder.
Su trabajo ha sido reconocido con el Premio Internacional de Periodismo Dario D’Angelo, José María Porquet de Periodismo Digital, Premio José Couso y Premio Internacional de Periodismo Julio Anguita Parrado. Ha sido finalista del Premio Internacional de Periodismo Kurt Schork y del Cirilo Rodríguez de Corresponsales.
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La vida en Sadamistán
Bagdad, mayo-septiembre de 2002
Muchos de sus compatriotas consideraban a Salam Abid un afortunado, uno de esos contados y dichosos seres tocados por la gracia del único dios que existía en Irak; pero no fue esa la impresión que me transmitió aquel hombre encorvado, apurado y huidizo que examinaba con inquietud cada rincón de su oficina como si buscase ojos al acecho, orejas invisibles a la espera de un renuncio en el que sorprenderle.
Acodado en el ajado escritorio de su despacho, apenas veinte metros cuadrados de crudo cemento salpicado por muebles desconchados, el pintor y su oficina encarnaban un perfecto microcosmos del Irak de Sadam Husein. Una sucia mesa de conglomerado, sofás revestidos de pegajoso material sintético con mordiscos visibles en la gomaespuma, bombillas desnudas, tupidas cortinas acartonadas por un polvo tangible y una cortinilla de baño que, a falta de puerta, separaba la estancia de la habitación colindante, encarnaban los doce años de sanciones económicas que habían sumergido al país en la miseria. En su chaqueta ocre de los años sesenta, remendada con hilo de diferentes colores, y en su mentón recién afeitado se atisban la dignidad de una generación que llegó a estar en la cima gracias al petróleo, antes que los delirios de la dictadura le empujase al abismo del tercer mundo.
A través de su tosco inglés, aprendido a fuerza de ver las escasas películas que emitía la televisión del régimen, hablaban las ganas de huir del aislamiento, pero de su trabajo solo emergía una imagen, la misma que presidía las vidas de cada uno de los iraquíes: el omnipresente rostro de Sadam Husein.
Salam Abid era uno de sus más destacados retratistas y, gracias a ello, sobrevivía con cierta dignidad. Cuando era niño soñaba con ser futbolista, pero su madre le arrebató la fantasía a golpes de realidad. «No paraba de repetir que el deporte no hacía millonarios en Irak», recordaba aquel hombre grisáceo, clavando de forma tímida su mirada cargada de miedos y dudas sobre la periodista que le había puesto en el brete de relatar su historia.