Alain, Odile, Françoise, Séverine y Claude, Francia, finales de los años setenta.
Odile y Eduardo, Avon-Fontainebleau, verano de 2014.
«Para mi bautismo, al otro día del nacimiento, recurrieron a una excentricidad: eligieron como padrino y madrina a un adolescente y una niña, mis hermanos Ricardo y Marta Luz».
Aves de paso es el conmovedor retrato de los Peláez Vallejo narrado a partir de los recuerdos del autor. Sus hermanos mayores, Ricardo y Marta Luz, son el hilo conductor de esta historia que da cuenta del entramado sentimental que sostiene a las familias y que a su vez se presenta como el reflejo de una generación, en Medellín, a finales de los años sesenta.
Con una prosa rica en detalles e imágenes, Eduardo Peláez consigue colar al lector en una serie de episodios íntimos de su pasado familiar, que unidos se convierten en un relato potente y emotivo sobre el amor fraternal.
«La de Peláez es una prosa fina, precisa, cálida y con una fuerza descriptiva poco común que dota al lector de vista y oído y le hace ver, oír y sentir los paisajes que retrata con precisión».
D ARÍO J ARAMILLO A GUDELO
EDUARDO PELÁEZ VALLEJO
Nació en Medellín, en 1949. Se dedica a la literatura después de haber sido por muchos años criador de caballos de paso fino colombiano. Ha publicado anteriormente los libros Desarraigo, Este caballero a caballo y Retratos.
Foto: © Emanuel Zerbos
Título: Aves de paso
Primera edición en Alfaguara: mayo de 2017
© 2017, Eduardo Peláez Vallejo
© 2017, de la presente edición en castellano para todo el mundo:
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Fotografía de cubierta: Archivo personal del autor
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ISBN 978-958-54-2815-7
Conversión a formato digital: Libresque
I
Un poema
II
En busca de la memoria
Esta es la historia de mis hermanos Ricardo y Marta Luz.
De Ricardo refiere su vida y su muerte; de Marta Luz, su vida y su muerte, y la aparición póstuma de su hija francesa, Marie Sophie Clémence. Sus vidas y sus muertes paralelas, y la aparición de la hija de Marta Luz, se funden en mí, inseparables, en una sola memoria afectiva, una sola historia.
Primero nació Ricardo, el 15 de octubre de 1936, hace ochenta años. Tenía la piel blanca, los pelos dorados, el ceño fruncido, las cejas cerradas y los ojos verdes amarillos. Después de treinta y nueve meses, un 11 de enero, llegó Marta Luz, con la piel blanca, los pelos dorados rojizos, las cejas separadas en arcos de largo recorrido y los ojos verdes amarillos. Parecieron dos aciertos.
Desde 1940 hasta el 14 de julio de 1949 (el día de mi nacimiento) hubo demasiados acontecimientos en el hogar de mis padres, comprendidos hoy en esta simplificación: nacimos otros cinco hijos (cuatro hombres y una mujer), todos con los pelos negros, pieles morenas, ojos negros, dos orejas, una nariz, dos brazos, dos patas y veinte dedos.
Mis padres eran católicos y bautizaban a sus hijos con la misma naturalidad con que comían frisoles cada día, Papá bebía aguardiente y Mamá sentía y pensaba en refranes.
Para mi bautismo, al otro día del nacimiento, recurrieron a una excentricidad: eligieron como padrino y madrina a un adolescente y una niña: mis hermanos Ricardo y Marta Luz. Ese hecho, que era una formalidad del rito católico sin incidencia en la vida de los padrinos ni del bautizado, fue como ganarme, apenas caer en tierra, el premio gordo de la lotería. La entidad simbólica del homenaje de los padres a mis hermanos mayores actuó en los padrinos como una realidad eficiente y los convirtió desde entonces en mis protectores. Y yo, que no sabía qué era eso de bautismo, padrinos y ahijados, recibí su amor y sentí que la vida a su sombra no era tan sufrida como al sol de las relaciones con la gente.
Ya desde mis primeros días lloré más que mis hermanos y desconcerté a mis padres. Atribuyeron mi llanto y el rubor de mi piel al calor que se levantaba del cañadulzal de la vega y del río Medellín, debajo de la colina de la casa de la finca El Totumo donde vivíamos, y optaron por desnudarme. Sin embargo, yo, pudoroso desde entonces, lloré con más estridencia mis insultos, hasta que me tomaban en sus brazos Mamá o alguno de los padrinos, mecían mi cuerpo regordete y entonaban una nana que me dormía. Siempre he sido más feliz durmiendo, y las pesadillas las padezco despierto, en especial cuando estoy vestido. Lloraba porque sentía frío, por el calor que me daban los trapos de lana blanca con los bordes azules, porque no me gustaba la cara de Adela, la cocinera con el colorete de los pómulos encarnado, por la voz atronadora y demasiado alegre de mi niñera, la negra Josefa, porque me zumbaba un mosquito…: porque no entendía la vida en las afueras de Mamá.