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Martin Caparros - El interior

Aquí puedes leer online Martin Caparros - El interior texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2011, Editor: Grupo Planeta X Argentina, Género: Religión. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Martin Caparros El interior
  • Libro:
    El interior
  • Autor:
  • Editor:
    Grupo Planeta X Argentina
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    2011
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El Interior
Martín Caparrós El Interior La Primera Argentina Caparrós Martín El - photo 1

Martín Caparrós

El Interior

La Primera Argentina

Caparrós, Martín

El interior.- 1ª ed. – Buenos Aires : Seix Barral, 2011.

E-Book

ISBN 978-950-49-2604-7

1. Ensayo Argentino. I. Título

CDD A864

© 2006, Martín Caparrós

Derechos exclusivos de edición en castellano

reservados para todo el mundo

© 2011, Grupo Editorial Planeta S.A.I.C.

Publicado bajo el sello Seix Barral®

Independencia 1682, (1100) C.A.B.A.

www.editorialplaneta.com.ar

Diseño de colección: Josep Bagà Associats

Diseño de cubierta: Mario Blanco

Primera edición en formato digital: abril de 2011

Conversión a formato digital: Ebook Factory

www.ebookfactory.org

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Inscripción ley 11.723 en trámite

ISBN edición digital (ePub): 978-950-49-2604-7

L A P ARTIDA Si es por buscar mejor que busques solía decirme lo que nunca - photo 2
L A P ARTIDA

Si es por buscar, mejor que busques —solía decirme— lo que nunca perdiste.

Yo a veces lo escuchaba, a veces no. Y ahora me pregunto por qué pienso en mi padre, tan argentino por opción —tan su acento español—, mientras termino de cargar el Erre con mis cosas, me subo, me aprieto el cinturón, le doy arranque.

A veces lo escuchaba.

Si es por buscar, mejor que busques, me decía. Yo sé que debería buscar algo; debería encontrar, primero, qué: puede ser largo. Quizás se llame la Argentina —pero me cuesta mucho pensar qué será eso. La Argentina es un invento, una abstracción: la forma de suponer que todo lo que voy a cruzarme de ahora en más conforma una unidad. La Argentina es una entelequia: casi tres millones de kilómetros de confusiones, variedades, diferencias, inquinas y querencias y un himno una bandera una frontera mismos jefes y, a veces, mismos goles. La Argentina es el único país al que nunca llegué. Erre arranca.

Hasta llegamos a creer, de tanto en tanto, que nuestra historia es una sola.

Vecinos, conciudadanos, tengo una mala noticia para darles: nos pasamos la vida haciendo equilibrio en una línea inexistente. Somos una línea inexistente. Si estamos en Buenos Aires tenemos dos opciones: de un lado está el interior, del otro el exterior; podemos ir al interior o al exterior. Si el interior y el exterior juntos forman un todo, entre los dos no hay nada: nosotros somos esa nada. Siempre lo sospechamos —y por eso, quién les dice, el tango.

Para subir a la autopista —en Buenos Aires todavía— cruzo un olor de parrilla y lapachos en flor. Como si la ciudad que relegó al interior al interior también tratara de afirmar su pertenencia a aquel folclore. Es probable que, para nosotros porteños, el interior sea más que nada un folclore: la zamba, la pobreza, el feudalismo, la pachorra, la inmensidad vacía —distintas formas de folclore. Para mí, supongo, también: tengo que verlo para no creerlo.

Ya en la autopista un cartel me tranquiliza: “Autopista vigilada por cámaras de tv”. Quiero creer que estoy yendo a lugares que no están vigilados por cámaras de tv, que en realidad no están siquiera mostrados por esas cámaras que hacen real o falso lo que miran o dejan de mirar. Quiero creerlo, pero no estoy seguro.

Sería tranquilizador poder decir que busco alguna esencia de la patria o, por lo menos, razones para pensar que somos algo todos juntos. Sería un alivio tener una misión. Pero no aspiro a tanto. Me contentaría con saber qué estoy buscando. Quizás, en el camino, lo consiga.

Es fácil salir de Buenos Aires. Salir de Buenos Aires no significa nada: cualquier porteño sale de Buenos Aires todo el tiempo, porque Buenos Aires incluye sus salidas, sus alrededores: al oeste y te estás yendo a Ezeiza, al norte y al Tigre o a Pilar, al sur y parece que fueras a La Plata. A primera vista parece que salir no fuese salir, sino ir a los satélites.

Pero eso cambia cuando el viajero sabe que se va lejos: entonces, la misma salida se transforma en algo muy distinto: el principio de un viaje. Y es un esfuerzo de la imaginación: el principio de un viaje siempre es un esfuerzo de la imaginación —como las despedidas. Las despedidas son ese momento extraño en que la ficción es necesaria, en que dos o más personas se entristecen y duelen por una separación imaginada, una distancia que todavía no existe —que va a existir pero que, en el momento del adiós, no es más que fantasía.

Hay una idea, muy bien establecida, que pretende que el Interior es la verdadera Argentina. En lo bueno —tradición, religión, historia viva, etcétera— y en lo malo —tradición, religión, historia viva, etcétera—. Frente a la solidez de esas raíces, Buenos Aires es lo lábil, lo sin identidad, la mezcla —más o menos— pervertida. Hay una idea —previa, necesaria— de que existe una verdadera Argentina, y otras falsas.

Voy sin tocar el suelo. Las autopistas no están apoyadas sobre la tierra: levitan a treinta, cuarenta centímetros —como aquella alfombrita de Ray Bradbury. El cuento era ingenioso: un grupo de turistas viaja al remotísimo pasado —tiempo de dinosaurios—, pero la empresa que los lleva les dice que tengan mucho cuidado de no interactuar de ningún modo con el entorno, porque cualquier pequeña modificación podría causar efectos tremebundos en el futuro donde viven. Para asegurarse de que no habrá accidentes, la empresa los hace caminar por una especie de sendero tendido a cincuenta centímetros del suelo, pero uno de los paseantes, sin querer, mata una mariposa. Más tarde, cuando vuelven a su tiempo, descubren que, por el accidente, toda la evolución ha sido otra y el mundo —su mundo— es una monstruosidad incomprensible.

Yo no pienso en buscar lo auténtico. No creo que lo “puro” sea más auténtico que la mezcla —y además lo puro argentino es, como todos, una mezcla apenas anterior. Voy, sí, a mirar un país que en muchas cosas es distinto de la ciudad en donde vivo.

Supongamos que el Interior empieza a unos cien kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, en cualquier dirección. En tal caso, el Interior es un país enorme, de 22 millones de habitantes y una superficie de 2.783.000 kilómetros cuadrados, con una densidad de 8 habitantes por kilómetro cuadrado; la Argentina tiene una densidad de 11; el gran Buenos Aires ampliado, de 1.600 habitantes por kilómetro cuadrado. Por su extensión, el Interior es —como la Argentina— el octavo país del mundo, justo detrás de la India y delante de Kazajistán. Pero, a diferencia de mi ciudad, el Interior es un país semivacío.

Su producto bruto —cifras de 2004, las últimas completas— se puede calcular en unos 250.000 millones de pesos al año: como país, tiene un PBI comparable al de Perú o Kuwait. Cada habitante del Interior, entonces, tendría un ingreso anual promedio de 11.300 pesos —contra los 14.200 que se llevan los habitantes de la megalópolis Buenos Aires. La diferencia no es tan pronunciada, porque la equilibra la pobreza del Gran Buenos Aires.

Nada sería peor

que convertirme

en un decorador de interiores.

Mejor que busques, me decía.

A los costados de la autopista ya no se ven casas ni calles, pero esto sigue siendo Buenos Aires. El menemismo perfeccionó el concepto de Gran Buenos Aires achicando Buenos Aires: al transformarla en una ciudad más pobre y —dicen— más peligrosa, tuvo que integrarle zonas que antes no eran suyas. Para tranquilizar a los ricos inventó comarcas, que antes no existían, donde los acaudalados aprensivos pueden vivir estilo campo y trabajar en la ciudad. O sea que ahora hay signos de la ciudad hasta mucho más allá de la ciudad. Cuando el Erre deja atrás esos últimos signos —corralones, restoranes, el shopping, el gran hotel de lujo— está llegando al Interior.

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