Akal / Inter Pares
Daniel Montañez Pico
Marxismo negro
Pensamiento descolonizador del Caribe anglófono
Con ilustraciones de Agustín Vento Villate
Desde principios del siglo XX, organizaciones y movimientos antirracistas de población negra se acercaron a los postulados del marxismo. Su razonamiento era sencillo: si esta era la teoría de los pueblos explotados, seguro que sería un aporte interesante para la población negra, una de las más explotadas del mundo. Este binomio de marxismo y antirracismo produjo algunas de las más potentes reflexiones del pensamiento crítico a nivel mundial, anticipando elementos fundamentales de teorías contemporáneas en boga como las perspectivas del sistema-mundo, el colonialismo interno, las teorías de la dependencia o los enfoques poscoloniales y decoloniales. Sin embargo, debido a un intenso racismo intelectual y académico, estas contribuciones son aún muy desconocidas y no forman parte de la oferta curricular de casi ninguna universidad.
La población negra fue fundamental para erigir el sistema capitalista a nivel mundial. Es hora de que dejen de ser meros objetos de estudio de interés etnográfico y empecemos a tomarles en serio como sujetos productores de un conocimiento social crítico de alto valor para la comprensión de nuestros tiempos.
Daniel Montañez Pico (Madrid, 1986) estudió la licenciatura en Antropología Social y Cultural en la Universidad de Granada y la maestría y doctorado en Estudios Latinoamericanos en la Universidad Nacional Autónoma de México. Ejerce como profesor en la Universidad Nacional Autónoma de México y colabora habitualmente como articulista en Ojarasca, suplemento sobre asuntos indígenas de La Jornada, y en Gara.
Diseño de portada
RAG
Director
Ramón Grosfoguel
Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.
Nota editorial:
Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.
Nota a la edición digital:
Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.
© Daniel Montañez Pico, 2020
© ilustraciones, Agustín Vento Villate, 2020
D. R. © 2020, Edicionesakal México, S. A. de C. V.
Calle Tejamanil, manzana 13, lote 15,
colonia Pedregal de Santo Domingo, Sección VI,
alcaldía Coyoacán, CP 04369,
Ciudad de México
Tel.: +(0155) 56 588 426
Fax: 5019 0448
www.akal.com.mx
ISBN: 978-84-460-5026-1
PREFACIO Y AGRADECIMIENTOS
Crecí en un medio desde el que era difícil vislumbrar el carácter económico del racismo. Madrileño, criado en el seno de una familia y de un barrio de clase media en los años noventa, no hubo en las dos primeras décadas de mi vida ningún elemento que me llevara a percibir con claridad ese hecho. El racismo se me presentaba como un fenómeno cultural, irracional e intolerante, que afectaba sobre todo a migrantes o minorías como los gitanos. Tenía dos figuras muy cercanas que lo corroboraban. Por un lado, mi padre, de origen uruguayo, a quien en muchas ocasiones llamaron despectivamente “sudaka” delante de mí desde que era muy pequeño. Y el otro era José Luis, de origen gitano, uno de mis mejores amigos de la infancia, al que muchas veces tildaron de ladrón sin haber hecho nada para merecerlo. Pero en aquellos años el fenómeno migratorio aún no era tan palpable en la ciudad, al menos por donde yo me movía, por lo que la asociación del racismo a la explotación de clase no se me presentaba de forma tan evidente. Más bien, como me repetían insistentemente en la educación escolar, el racismo parecía ser un prejuicio e intolerancia social contra quienes no comparten los valores y la cultura de la mayoría. Nunca me dijo nadie durante estos años que el racismo tenía un carácter fundamentalmente económico, destinado a justificar la superexplotación de la mayoría de la población del mundo.
Seguramente la primera vez que escuché un argumento semejante sería tiempo después, cuando tuve la oportunidad de asistir, mientras estudiaba la licenciatura, a unos cursos extraordinarios sobre pensamiento decolonial que impartió el sociólogo puertorriqueño Ramón Grosfoguel en la Universidad de Granada, allá por 2009, donde nos compartió la visión sobre el racismo de marxistas afrocaribeños como Frantz Fanon o Aimé Césaire. En un ambiente académico marcado por la desidia y la posmodernidad, estos cursos significaron un soplo de aire fresco y la mayoría de asistentes nos entusiasmamos con la perspectiva. Sin embargo, todavía faltaba algo: la necesaria experiencia personal. Por mucho que lo tuviera claro teóricamente no llegué a comprender verdaderamente la cuestión hasta un tiempo después, cuando tuve la oportunidad de ir a continuar estudios de posgrado, trabajar y vivir durante casi una década en México. Allí me encontré en uno de los países del mundo donde la división racial del trabajo es más clara y cruda, pese a los intentos de maquillaje fallidos de una larga ideología de Estado que difunde una vaga y falsa idea de nación mestiza posracial. Nunca mi color de piel o mi procedencia de origen me habían abierto tantas puertas y en ocasiones el privilegio en cuestiones tan cotidianas era tan grosero que me perturbaba profundamente. Con el tiempo aprendí a convivir con ello, tratando de evitarlo y lucharlo como fuera, aunque, pese a todo, seguía cayendo con mis propias manos en el juego del racismo, que tiene varias caras. Pongo un breve ejemplo. Habiendo sido formado políticamente en el ambiente anarquista del movimiento okupa de España, arribé en un primer momento a México con la idea de acercarme a los movimientos y comunidades indígenas para encontrar allí una especie de “anarquismo primigenio”. Valiente soberbia la mía: querer encontrar y validar los principios de mi tradición política occidental, que tiene como mucho una historia de 200 años, en unas comunidades de otras civilizaciones que cuentan con milenios de existencia. Quitando algunas similitudes aparentes de forma, no encontré obviamente en ningún lugar el fondo de lo que buscaba, pero en el camino descubrí el inmenso potencial revolucionario del pensamiento indígena en sus propios términos, de lo cual aún nos queda tanto por aprender.
Fue así como terminé llegando a Achacachi, un pueblo aymara situado en la ribera del lago Titicaca en Bolivia, uno de los núcleos tradicionales del indianismo. Impulsado por intelectuales indígenas como Fausto Reinaga, Yo sabía que el indianismo, sobre todo en el pensamiento de Fausto Reinaga, había dialogado fructíferamente con la tradición marxista, pero fue conociendo en persona el movimiento de la mano de uno de sus principales líderes que entendí la profundidad de aquella relación. En aquel viaje, Felipe Quispe me llegó a decir, metafóricamente, que él mismo se consideraba mitad indio y mitad marxista, haciendo saltar por los aires todos los esquemas previos que yo tenía sobre lo que era ser indio o ser marxista. ¿Cómo podían mezclarse dos cosas de tan diferente naturaleza? Desde el marxismo, entendido de forma ortodoxa, ser indio, blanco o negro no es una cuestión crucial, lo relevante es ser o no ser clase obrera, siendo el racismo un aspecto cultural propio de la “superestructura”, entonces ¿en qué se basaba dicha afirmación? Pues, sencillamente, en que en su contexto ser indio, además de ser una realidad cultural y social, también era sinónimo de una realidad económica de superexplotación, sinónimo de que su fuerza de trabajo valía mucho menos que la de los blancos criollos que dominan el país, y esas cuestiones, la cultural y la económica, eran absolutamente inseparables.