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Miguel Delibes - Pegar la hebra

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Miguel Delibes Pegar la hebra

Pegar la hebra: resumen, descripción y anotación

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Pegar la hebra significa, en palabras llanas, entablar conversación. Esto es lo que Miguel Delibes ha pretendido en este libro, entablar con los lectores una conversación a distancia y anticonvencional, pero caracterizada por la frescura de las charlas de café entre viejos amigos. El escritor nos invita a conocer y participar de los temas más diversos: las anécdotas de su trato con personajes como Orson Welles, Francisco de Cossío o Joaquín Garrigues, su maestro; sus ideas acerca de la relación entre ecología y caza, aborto y progresismo, fútbol y violencia, cine y literatura; los días de su labor como periodista bajo las férreas consignas que dominaban la prensa en los años 40; sus agudos análisis, desde su privilegiada condición de narrador, de autores como Dickens o Carmen Laforet o de la figura de antihéroe en literatura.

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Luz

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Aborto y progresismo

E n estos días en que tan frecuentes son las manifestaciones en favor del aborto libre, me ha llamado la atención un grito que, como un derecho natural, suelen corear las manifestantes: «Nosotras parimos, nosotras decidimos». En principio la exigencia parece razonable, y así lo sería si lo parido fuese algo inanimado, algo que el día de mañana no pudiese, a su vez, objetar dicha exigencia, esto es, parte interesada, hoy muda, de tan importante decisión.

La defensa de la vida suele basarse en todas partes en razones éticas, generalmente de moral religiosa, y el motivo de la disputa es, en principio, si el feto es o no portador de derechos y deberes desde el instante de la concepción. Yo creo que esto puede llevarnos a argumentaciones bizantinas a favor y en contra, pero hay una cosa clara: el óvulo fecundado es algo vivo, un proyecto de ser con un código genético propio que, con toda probabilidad, llegará a serlo del todo si los que ya disponemos de razón no truncamos artificialmente el proceso de crecimiento. De aquí se deduce que el aborto no es matar (parece muy fuerte eso de calificar al abortista de asesino), sino interrumpir vida; no es lo mismo eliminar a una persona hecha y derecha que impedir que un embrión consume su desarrollo por las razones que sea. Lo importante en este dilema es que el feto aún carece de voz pero, como proyecto de persona que es, parece natural que alguien tome su defensa puesto que es la parte débil del litigio.

La socióloga americana Priscilla Conn, en un interesante ensayo, considera el aborto como un conflicto entre dos valores: santidad y libertad, pero tal vez no sea este el punto de partida adecuado para plantear el problema. El término santidad parece incluir un componente religioso en la cuestión, pero, desde el momento en que no se legisla únicamente para creyentes, convendría buscar otros argumentos ajenos a la noción de pecado. En lo concerniente a la libertad, habrá que preguntarse en qué momento hay que reconocer al feto tal derecho y resolver entonces en nombre de qué libertad se le puede negar a un embrión la libertad de nacer. Las partidarias del aborto sin limitaciones piden en todo el mundo libertad para su cuerpo. Eso está muy bien y es de razón siempre que en su uso no haya perjuicio de tercero. Esa misma libertad es la que podría exigir el embrión si dispusiera de voz, aunque en un plano más modesto: la libertad de tener un cuerpo para poder disponer mañana de él con la misma libertad que hoy reclaman sus renuentes madres. Seguramente, el derecho a tener un cuerpo debería encabezar el más elemental código de derechos humanos, en el que también se incluiría el derecho a disponer de él pero, naturalmente, subordinándolo al primero.

Pero lo más curioso del caso es que el abortismo ha venido a incluirse entre los postulados de la moderna «progresía». En nuestro tiempo es casi inconcebible un progresista antiabortista. Para el nuevo progresista, todo aquel que se opone al aborto libre es un retrógrado, imputación que deja a mucha gente, socialmente avanzada, con el culo al aire. Antaño, el progresismo se sostenía en un trípode muy simple: apoyo al débil, pacifismo y no violencia. Años después, se añadió a este credo otro punto: defensa de la naturaleza. Para el progresista, el débil era el obrero frente al patrono, el niño frente al adulto, el negro frente al blanco. Había que tomar partido por ellos, por los débiles. Para el progresista, eran recusables la guerra, las organizaciones belicistas, la energía nuclear, la pena de muerte, cualquier forma de violencia. En consecuencia, había que oponerse a la carrera de armamentos, a la bomba atómica y al patíbulo. El ideario progresista estaba definido y resultaba atractivo seguirlo. La vida era lo primero, lo procedente era procurar mejorar su calidad para los desheredados e indefensos. Había, pues, tarea por delante.

Mas, de pronto, surgió en el mundo el problema del aborto, del aborto en cadena, libre, y con él la polémica sobre si el feto era o no persona, y, ante una cosa así, tan imprevista, el progresismo vaciló. El embrión era vida, sí, pero no persona, mientras que la presunta madre lo era ya, y con capacidad de decisión. No se pensó que la vida del feto estaba más desprotegida que la del obrero o la del negro, quizá porque el embrión carecía de voz y políticamente resultaba irrelevante. Entonces empezó a cederse en unos principios que parecían inmutables: la protección del débil, la no violencia. Pura estrategia política. Contra el embrión, una vida desamparada e inerme, podía atentarse impunemente. Nada importaba su debilidad si su eliminación se efectuaba mediante una violencia indolora, científica y esterilizada. Los demás fetos callarían, no harían manifestaciones callejeras, no podían protestar, eran aún más débiles que los más débiles cuyos derechos protegía el progresismo; nadie podría apelar; no había valedores. Y ante un fenómeno semejante, algunos progresistas convictos se preguntaron: ¿Es esto honesto? ¿Está de acuerdo con mi manera de pensar? Si nuestra misión no es defender la vida, aun la vida sólo apuntada, la vida más pequeña y menesterosa, contra la agresión social, precisamente en la era de los anticonceptivos, ¿qué pintamos nosotros aquí? Porque para esos progresistas obstinados que aún defienden a los indefensos y rechazan cualquier forma de violencia, es decir, siguen acatando los viejos principios del progresismo, la náusea se produce igualmente ante una guerra, una explosión atómica, una cámara de gas o un quirófano esterilizado.

1986

Adiós, Manolo

(hacia 1990).

M i primer recuerdo de Manolo Alonso Alcalde data de finales de los años veinte, en el Colegio de Lourdes de Valladolid, donde ambos nos educamos. Si cierro los ojos soy capaz de evocar al primer Manolo, al Manolo del mandilón negro, sentado en la papelera del rincón, en el gran patio hirviente de voces, con un lápiz en la mano, abstraído, mientras sus compañeros nos zurrábamos la badana con las bufandas trenzadas o jugábamos un partido de pelota china. En aquella España elemental y áspera del primer tercio de siglo (aunque tampoco creo que en este aspecto los españoles hayamos progresado demasiado), Manolo tuvo el valor de declararse poeta desde la primera infancia. Sentado en el murete de la papelera, las botas balanceándose, Manolo anotaba un verso, corregía una palabra o titulaba un poema. Mas para unos niños educados en la última diferencia de la virilidad, la postura delicada y apartadiza de Manolo se consideraba casi una deserción. Pasó años difíciles en el colegio, pero su amor a la poesía, su práctica, le compensaba de esta hostilidad. Un día, apenas cumplidos los once años, me leyó furtivamente un poema. Empezó tímidamente, con su inseguridad habitual:

—«Envuelto en mi sayal de peregrino…». ¿Qué te parece, Michi?

—Sayal… No sé lo que es un sayal, Manolo. Empleas unas palabras muy raras.

Manolo me adoctrinaba. Alimentaba ya, en tan tierna edad, un profundo amor a la palabra. Y frente a la oposición cerrada de alguno de sus compañeros, fue fiel a su destino, lo consumó. En Manolo existía un escritor auténtico, capaz de sacrificarlo todo por la palabra. Fue un literato precoz y total. A los diez años había leído ya a los clásicos, tenía el valor de juzgar, de decir esto me gusta y esto no me gusta. Componía versos. Versos acabados, emotivos, técnicamente perfectos. Nos los leía a escondidas, en el jardín o en un retrete. Él se las arreglaba para organizar sus recitales. Y los que le queríamos y admirábamos intuíamos para él un porvenir risueño.

Luego, cumplidos los doce o trece años, tuvimos un profesor ejemplar, el hermano Fermín, que, con el tiempo, sin el hábito y el babero, se transformó en José María. No se le podía llamar hermano, puesto que las organizaciones religiosas habían sido proscritas, pero los colegiales, que todo lo confundíamos, dejamos de llamarle Fermín, pero le decíamos hermano José María. Y fue él quien, deslumbrado por aquella vocación tan temprana y decidida, tomó sobre sí la orientación literaria de Manolo, le hizo ver que la belleza no estaba únicamente en la rima, sino en la metáfora, el fondo, la composición, la prosa. Un nuevo mundo se abrió ante los ojos del niño poeta. Se fue haciendo cada vez más riguroso con el verso, se inició en la prosa. El escritor total, que abarcaría todos los géneros, entiendo que salió del talento de Manolo encauzado por el hermano José María. En la clase no había quien pudiera hacerle sombra. Únicamente recuerdo que, en un ejercicio poético, Ladislao García Amo, un compañero asturiano amigo de los dos, se descolgó con un verso ocasional de rima sonora, aconsonantada, sobre la abeja industriosa y la azucena que defendía su polen, y nos dejó patidifusos. Todos acudimos a Manolo en el recreo.

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