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Epílogo
Mantequilla sobre pan caliente
Fernando Díaz Villanueva
A mediados de enero de 2019 Gillette, una marca de Procter & Gamble famosa por su línea de productos para el afeitado y, especialmente, por su lema «Lo mejor para el hombre», se descolgó con un desconcertante anuncio difundido por la televisión y las redes sociales. El anuncio en cuestión no promocionaba ni maquinillas ni cuchillas de afeitar, tampoco espuma o loción para después del afeitado, vendía un mensaje contra la así llamada «masculinidad tóxica».
Como era previsible, cundió el estupor en la red. Gillette es una marca muy querida por los hombres de todos los países y latitudes. Lleva más de cien años fabricando afeitadoras de alta calidad y a ellos se deben algunos de los avances en cuchillería que más cortes y desgracias faciales han ahorrado a los hombres del último siglo. Afeitarse es el gran rito de paso de la masculinidad, lo que separa a los niños de los hombres. Antes había otros como fumar o prestar el servicio militar. Lo primero ya no está bien visto y además es devastador para la salud. Lo segundo ha pasado a mejor vida en muchos países. En España hace ya veinte años que se profesionalizó el acceso a las Fuerzas Armadas y antes de eso no eran muchos los que iban a hacer la mili por su propio pie y de buena gana.
Desprovistos del vicio masculino por antonomasia (muy feminizado ya en la segunda mitad del siglo XX), alejados del viejo oficio de las armas, a los hombres solo nos quedaba la maquinilla de afeitar y su cuidada ceremonia matinal, un íntimo refugio de lo que significaba ser un hombre. Quizá por eso mismo saltó el escándalo, la denuncia y la llamada al boicot. Pero ¿qué decía exactamente Gillette en el anuncio de marras? Nada especial, nada que no hayamos oído cientos de miles de veces en los últimos años.
A saber, nacer hombre es intrínsecamente malo. Venimos con un defecto de fábrica inserto en el cromosoma Y. Somos agresivos, violentos, intolerantes, competitivos y propensos a delitos como el maltrato, la violación o el acoso sexual. Nos matamos entre nosotros, desconocemos palabras como cooperación o solidaridad y disfrutamos haciendo sufrir a las mujeres de nuestro entorno. Resumiendo, somos los portadores de lo que los teóricos de género han denominado «masculinidad tóxica».
La pregunta que muchos se hacen desde que ese extraño y novedoso concepto saltó de los abstrusos manuales de teoría de género a la prensa es si existe algo parecido a la masculinidad tóxica. No, no existe, por más que desde el feminismo radical martilleen con la idea mañana, tarde y noche hasta persuadir a empresas como Procter & Gamble de un sinsentido tan grande como insultar en la cara a la porción mayoritaria y más fiel de su clientela.
Existen, claro está, personas tóxicas, lo que en lenguaje común se conoce como «gentuza». No son muchas por fortuna, pero se distribuyen de manera más o menos constante en los dos sexos sin importar edad, raza o condición social. Simplemente hay malas personas, debemos prevenirnos contra ellas y hacer todo lo que esté en nuestra mano para esquivar o, mejor aún, para anular su maldad. No digo nada que no sepa hasta un niño de ocho años, entonces, ¿por qué esta machaconería con cargar sobre la mitad de la humanidad todos los defectos de la especie? Por ideología lógicamente. La ideología, toda ideología, es una máquina de picar el pensamiento crítico. Necesita, por un lado, un sistema de ideas bien encajadas entre ellas, y por otro, un plan de acción para llevarlas a cabo. Entre ambas muere la razón y a menudo muchas cosas más.