FEMINISMO VIBRANTE
SI NO HAY PLACER, NO ES NUESTRA REVOLUCIÓN
Ana Requena Aguilar
Los últimos años han sido los de la ruptura del silencio: en todo el mundo miles de mujeres han compartido sus experiencias de violencia y acoso sexual. Pero ese discurso, necesario, debe ir acompañado de otro: el del placer de las mujeres. Frente al terror sexual, el feminismo pone sobre la mesa el deseo, la autonomía sexual, el derecho de las mujeres a ser sujetos del sexo y del placer y no solo objetos. El camino no es fácil: la sexualidad ha sido una de las armas del patriarcado para disciplinar a las mujeres. Por eso, ahora más que nunca, necesitamos afianzar un relato feminista que nos permita combatir los estereotipos que aún nos lastran, reconstruir el deseo y la forma en que nos relacionamos, y conquistar el derecho al placer. Quizá por eso un juguete sexual como el Satisfyer está causando furor y sirviendo para que las mujeres rompan el tabú sobre su masturbación. Pero hay que hablar también de la otra parte: en muchas ocasiones, cuando las mujeres ejercen su derecho al deseo encuentran la hostilidad masculina. El ghosting, el desprecio, la espera injustificada, la venganza, la insatisfacción o el sexo sin ápice de cuidados son algunas de las reacciones que encontramos. ¿Qué ha cambiado entonces? y ¿qué podemos hacer?
ACERCA DE LA AUTORA
Ana Requena Aguilar (Madrid, 1984) es periodista. Fue parte del equipo fundador de eldiario.es en 2012, medio en el que trabaja desde entonces y en el que actualmente ejerce como redactora jefa de género. Como parte de eldiario.es, en 2014 lanzó el blog Micromachismos para hablar y denunciar machismos cotidianos, una iniciativa que le ha valido varios reconocimientos, como el Premio de Comunicación no Sexista 2015 de la Asociación de Mujeres Periodistas de Cataluña. Ha recibido otros galardones, como el Premio Pilar Blanco a la información sociolaboral, el Premio Rosa Roja al compromiso feminista, o el Premio 8M por su contribución a la huelga feminista de 2018 con el movimiento Las periodistas paramos. Es autora de varios ensayos más especializados en el tema. Este es su último libro.
ACERCA DE LA OBRA
«Pongamos nuestro feminismo al servicio de las vibraciones y del goce o pongamos las vibraciones y el goce al servicio de nuestro feminismo, hablemos de lo que nos hace gritar y de cómo lo queremos, construyamos un nuevo discurso sexual, pongamos en el centro los placeres. Vamos a poner el cuerpo, y no solo para la lucha. Vamos con el cuerpo y con el sudor, vamos con la saliva, con los poros que se abren, con los olores, vamos con la lengua y el estómago, vamos con las piernas entrelazadas, con las manos que agarran y tocan. Hagamos feminismo vibrante.»
Referencias online
- https://www.eldiario.es/zonacritica/Follar-hablar-follar-tener-publico_6_986961296.html
- https://www.eldiario.es/zonacritica/Fingir-orgasmos-patriarcado_6_947765238.html
- https://www.eldiario.es/sociedad/juguete-masturbacion-generacion-mujeres-orgasmos_0_963453810.html
- https://www.eldiario.es/zonacritica/sexo_6_913468659.html
- https://www.eldiario.es/zonacritica/culpa-usara-aplicacion-ligar_6_969813029.html
- https://www.eldiario.es/zonacritica/sexo-contrato_6_974712533.html
- https://www.eldiario.es/zonacritica/feminismo_6_1003059720.html
- https://www.eldiario.es/zonacritica/echas_6_1011458881.html
- https://www.eldiario.es/sociedad/Cronica-sexual-aislamiento_0_1013849024.html
Introducción: la maleta
E ste libro empieza con una maleta. Es de color violeta, mediana, de 67 por 46,5 centímetros, no sé cuántos de profundidad. La he comprado adrede para este viaje. Es agosto y he decidido irme ocho días a París, sola y sin expectativa de tener mucha compañía en la ciudad. Tengo 34 años, pero en solo cuatro meses, en medio del otoño madrileño, cumpliré los 35. En uno de los libros que he leído hace poco dicen que es la edad del desconsuelo, y la verdad es que en este momento me parece una definición muy acertada. Tengo los billetes y la reserva de un apartamento en Montmartre, pero me falta una maleta. Paseo por Madrid cuando la veo en el escaparate: morada y, por lo tanto, perfecta. La lleno con ropa y con libros y, dentro de la bolsa de aseo, meto mi pequeño vibrador de viaje. También es morado.
París resulta ser justo lo que necesitaba. Me da aire y espacio. Estoy a solas conmigo misma mucho rato y eso, para una madre de un niño que entonces aún no ha cumplido los cuatro años, es una sustancia casi extraña que pruebas como si estuvieras a punto de ingerir un alucinógeno. Me masturbo mucho, me masturbo muchísimo. Me masturbo cuando me despierto, o antes de acostarme. Me masturbo en el sofá del salón, que tiene vistas al Sacré-Cœur. Me masturbo en cualquier momento inesperado del día, cuando vuelvo de pasear por el Boulevard Saint Germain, cuando siento que me aburro o mientras se cuecen los macarrones, cuando estoy escribiendo y necesito un parón o cuando pienso en sexo y mi cuerpo se desborda. El pequeño vibrador morado y alargado ocupa su sitio sobre la mesita de noche, resiste mis embates, una pila le basta para seguir zumbando. Soy madre, sí, y estoy sola de viaje y no echo de menos y me masturbo y deseo tener sexo; me imagino a amantes encima de mí, debajo de mí, detrás de mí, delante de mí. Soy el epítome del pecado, de lo que está mal, de lo que no cuadra en una mujer, al menos en la buena mujer que un día se inventaron y que está ahí, en las profundidades, para confrontar nuestras pequeñas liberaciones.
El último día, no sé bien cómo, acabo en una fiesta al lado del canal de Saint-Martin en la que la gente se menea y baila y hay quien termina por quitarse la ropa. Estamos en un bar de vinos, hemos cerrado la puerta y ponemos música atronadora mientras los dueños abren botellas y nos sirven vasos sin preguntar. Me he masturbado ese día, eso seguro, me masturbo todos los días con mi pequeño vibrador, pero aun así quiero más. No conozco a casi nadie pero las manos y los besos se reparten generosos y sin más preguntas que el asentimiento de quienes dan y reciben. Así que bailo y me arrimo y dejo escurrir mi cuerpo y sus fluidos.
A la mañana siguiente hago la maleta y me dispongo a coger un vuelo con resaca. No importa porque me noto eufórica, a punto de estallar, es una de esas veces en las que mi cuerpo me parece un instrumento sensual que puede, también, vibrar y emitir melodías. Ya en el avión ocupo mi sitio —ventanilla, menos mal— y apoyo la cabeza contra el fuselaje. Dos horas y media después, frente a una cinta de equipajes del aeropuerto Madrid-Barajas, espero mi maleta. Y espero y espero y espero. La cinta no se mueve y los que nos hemos arremolinado allí empezamos a perder la paciencia. Pasa media hora y después otra. Empiezan los rumores. «Parece que están revisando una maleta con algo sospechoso», oigo a mi lado. Entonces me viene una idea a la cabeza, se me aparece de repente, como esas pequeñas bombillas de los dibujos animados. Pero no puede ser, ¿de verdad será eso? Pienso en mi vibrador, mi pequeño amigo, en la bolsa de aseo. ¿Se habrá encendido en mitad del vuelo? ¿Será ese el problema de seguridad que nos tiene ahí esperando? La respuesta es sí.
No mucho después llega mi maleta. Violeta, casi nueva, con un candado numérico de seguridad… y vibrante. «Pon cara de mujer empoderada, pon cara de mujer empoderada, eres feminista», me digo mientras la recojo y sorteo a los demás pasajeros. Así que salgo de Barajas entre miradas sospechosas con una gran maleta morada y casi nueva que no deja de vibrar y con la confianza en mí misma luchando contra 34 años de estereotipos. El feminismo lo revuelve todo, pienso, incluso la seguridad en los aeropuertos. También lo que una creía haber aprendido sobre sí misma.
De camino a casa mi maleta sigue vibrando, la pila debe de ser de larga duración. Pienso en la vergüenza, o quizá era pudor, que he sentido en el aeropuerto. Se suma a otras vergüenzas, a otros juicios, que, si hago memoria, se remontan hasta mi adolescencia o incluso antes. Qué haces sentándote con las piernas abiertas en lugar de estar recogida, como las señoritas. Qué haces saliendo a la calle con esa falda tan corta, luego no te quejes. Qué haces recitando un poema de Bukowski en voz alta en medio de tu clase de literatura de segundo de bachiller —«y mi polla tiesa entró en el milagro»— cuando a los diecisiete las hormonas están mejor vistas en ellos y Bukowski aún te parece un transgresor. Qué haces teniendo sexo en «la primera cita». Qué haces enviando fotos subidas de tono sin que su receptor ni siquiera te lo haya pedido. Qué haces diciendo «así no», «cómeme el coño», «dame más». Qué haces deseando y haciendo saber que deseas. Qué haces pidiendo y proponiendo en lugar de callar, esperar, hacerte la dura, no vayas a dar tan fácilmente eso que quieren. Qué hace una madre viajando sola y masturbándose como una loca. Qué haces escribiendo sin esperar a que te escriban. Qué haces mostrándote sexual y esperando que los demás no vean solo a una loba. Qué haces queriendo un sexo salvaje pero también cuidadoso. Qué haces pensando que puede haber otras formas de quererse y de follarse. Qué haces comportándote así y esperando que luego te quieran, te aprecien, te contesten los mensajes, te vean.
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