ENVÍO
EnvÍo
La edición inglesa de este libro lleva, en lugar de un prefacio, la sencilla frase: «Este ensayo fue escrito en colaboración con mi mujer, Ilsa Barea, que también lo tradujo».
Estas palabras encierran la explicación del hecho, en sí mismo sorprendente, de que la obra de un escritor español haya tenido que ser traducida del inglés al castellano. No existe un texto original completo del Unamuno de Arturo Barea, y poco ha sobrevivido de los borradores suyos en los que yo basaba mi libre versión inglesa. Mi marido hablaba a veces de su intención de hacer un texto español —no una retraducción, sino una adaptación— de la obrita, que había sido escrita para un público estudiantil inglés casi totalmente ignorante en cuanto a Unamuno se refería. Este proyecto fue cortado por su muerte, ocurrida en la Nochebuena de 1957. Quedaba para mí, su colaboradora de antes y albacea de hoy, la obligación moral de ayudar a que la traducción hecha cabalmente por nuestro amigo Emir Rodríguez Monegal se acercara lo más posible al concepto y estilo de Arturo Barea. Y queda mi deseo de explicar el alcance y los límites de mi colaboración.
En toda argumentación, estructura y visión, este ensayo es la obra de mi marido. Él tenía un sentimiento tan hondo, tan personal y casi diría idiosincrático hacia Unamuno que mis trabajos auxiliares de investigación, o las fórmulas que yo usaba en la traducción y en la redacción, eran de importancia netamente secundaria. Grandes trozos del texto inglés fueron simplemente traducidos, aunque muchas veces con más fidelidad al espíritu que a las palabras del original. Otros pasajes eran condensados por mí, o ajustados a la mentalidad del potencial lector inglés. Desde luego, nuestras largas discusiones sobre el tema tuvieron cierta influencia en el ensayo, pero solamente en su dialéctica, no en su esencia. Cada vez que un argumento mío era ajeno a la visión de Unamuno que tenía mi marido, o quedaba fuera de su propia formación mental, era excluido del texto inglés definitivo; este era el caso, por ejemplo, del análisis de las ideas filosóficas de Unamuno que yo hubiera querido incorporar. Esto habría quebrantado la unidad de la imagen que Arturo Barea quiso transmitir: no era «lo suyo».
El profesor Erich Heller, editor de una serie de ensayos publicada por Bowes & Bowes, de Cambridge, ofreció a mi marido en 1951 la elección entre Ortega y Gasset y Unamuno. No hubo un momento de duda. Ni se creía capacitado para realizar un estudio sobre Ortega, ni sentía hacia este gran intelectual la afinidad que le ataba al apasionado «agonista» Unamuno. Ya muchos años antes, en el ensayo sobre Lorca, el poeta y su pueblo, había introducido unos párrafos profundamente sentidos sobre Del sentimiento trágico de la vida del autor vasco. Y en tanto que preparaba el presente ensayo, adentrándose en el mundo espiritual de Unamuno, no me cabe duda de que mi marido se identificaba más y más con su rabia y su idea, si es lícito usar las palabras de Antonio Machado fuera de contexto. Por todo esto hay algo muy personal en el bosquejo de Unamuno que Arturo Barea ofrece, tan personal que la retraducción al castellano tenía que penetrar en la forma exterior que mi trasplantación al inglés le había dado.
Tengo una gran deuda de gratitud con el traductor por hacer con tanta paciencia este trabajo de excavación, y espero que la palabra del autor llegue a sus lectores hispanos sin falsificaciones, con su auténtico calor.
ILSA BAREA
Londres, mayo de 1959
I
UNAMUNO Y EL PROBLEMA NACIONAL
I. Unamuno y el problema nacional
De vez en cuando surgen hombres que encarnan las cualidades o el estado de ánimo o los anhelos de sus pueblos con tanta fuerza y entereza que llegan a tener una influencia extraordinaria, una grandeza simbólica que depende más de lo que son que de lo que consiguen hacer. Hemos conocido tales hombres en nuestro tiempo, casi todos en el campo político. Es mucho más raro que un escritor se convierta en encarnación reconocida del alma de su pueblo, ya que el alcance de sus escritos es por su misma naturaleza más limitado que el de la cosa pública. Sin embargo, puede lograr una significación universal por explorar su propio espíritu y el espíritu de la nación con la que se siente identificado. Este es, según creo, el caso de Miguel de Unamuno.
Clasificar a Unamuno en términos convencionales no tendría gran sentido. Fue pensador, ensayista, novelista, poeta, dramaturgo y prolífico periodista; fue profesor universitario, diputado a Cortes y profeta por elección propia. ¿Era gran escritor o filósofo? Ninguna de sus obras de imaginación llega a la perfección como obra de arte; ninguno de sus ensayos expresa una consistente filosofía original. ¿Era un jefe ideológico? Unamuno murió en 1936, una celebridad internacional, muy citado y aprovechado por escritores extranjeros que escribían sobre España, pero para el gran público era un desconocido, a pesar del hecho de que sus obras habían sido traducidas a una docena de idiomas. Dentro de España, había estado aislado durante toda su larga vida, había sido atacado y adulado, temido y mal interpretado. Aunque tuvo muchos discípulos y amigos, no era fundador de ninguna escuela ni cabecilla de ningún movimiento. En política siempre fue un excéntrico. Y, sin embargo, la huella de su obra y de su personalidad está viva en los escritos y en el pensamiento de todos los españoles que, a su zaga, han tratado de comprender los problemas nacionales. Es imposible hablar de la España moderna sin invocar a Unamuno como testigo mayor. A catorce años de su muerte, sobrevive aún como gran provocador, gran estimulador, gran inquisidor, más poderoso que en vida. Este mundo de la nueva posguerra —o de la nueva preguerra— parece haberse alejado mucho de Unamuno, de los problemas de su España y de su obra; y, desde luego, él puede parecer olvidado. Pero, si se mira más allá de todo lo que es tópico y circunstancial en sus escritos, quedan como el verdadero núcleo de su obra nuestros mismos conflictos más amargos, los universales tanto como los individuales.
Pero ¿cómo es posible comunicar esto fuera de España, si los libros de Unamuno son tan difíciles de conseguir excepto en su lengua original, y si él fue —como mantengo— la encarnación de la España de su tiempo, cosa que parece desmentir cabalmente su carácter universal?
La tarea se simplifica por las mismas cualidades que constituyen el lado débil de su obra. A través de interpretaciones y repeticiones, exageraciones y contradicciones, Unamuno perseguía con apasionada y egocéntrica energía unos pocos problemas fundamentales a lo largo de esa obra. La busca, y no los resultados, era lo más importante para él y para sus exasperados, sus fascinados lectores. Esos problemas eran suyos, pero él los encaró como problemas de los demás españoles, como problemas de la nación entera y de toda la humanidad; esta identificación la convirtió en una doctrina, y convirtió su «yo» en una teoría. Puede haber cambiado en todo otro aspecto, pero en esto al menos nunca cambió. Cuando tenía cincuenta y dos años, pudo decir con certeza: «En mucho he cambiado de parecer y de criterio, mas acaso sirva a alguien lo que pensaba hace años en oposición a lo que hoy pienso y tanto o más que esto. Sin haber pretendido nunca una absurda consecuencia doctrinal y sí tan solo una continuidad en el desarrollo de mi pensamiento —continuidad que lleva a puntos de vista opuestos a aquellos de los que se partió— creo que habrá en España pocos publicistas que en lo esencial y más íntimo hayan permanecido más fieles a sí mismos. En rigor, desde que empecé a escribir he venido desarrollando unos pocos y mismos pensamientos cardinales» («Advertencia preliminar» a la segunda edición de En torno al casticismo, en 1916).
Así, guiándonos por su monólogo —mejor dicho, por su duólogo interno, vertido en palabras escritas—, nos será posible valorar al mismo tiempo la visión subjetiva de Unamuno y su significación hispánica y universalmente humana.
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