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Frithjof SCHUON - Sobre los Mundos Antiguos

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Sobre los

mundos antiguos

Frithjof Schuon


MIRADAS SOBRE LOS MUNDOS ANTIGUOS

Toda la existencia de los pueblos antiguos y en general de los pueblos tradicionales está dominada por dos ideas clave, las del Centro y el Origen. En este mundo espaci al en que vivimos, cada valor se refiere de alguna manera a un Centro sagrado que es el lugar donde el Cielo ha tocado la tierra; en cualquier mundo humano hay un lugar donde Dios se ha manifestado para esparcir sus gracias. Lo mismo ocurre respecto al Ori gen, que es el momento casi intemporal en que el Cielo estaba cercano y las cosas terrestres eran todavía semicelestes; pero también, para las civilizaciones que tienen un fundador histórico, es el período en que Dios ha hablado, renovando de esta forma la alianza pr i mordial para una rama de la humanidad. Ser conforme a la tradición es permanecer fiel al Origen y por este mismo motivo situarse en el Centro; mantenerse en la Pureza pr i mera y en la Norma universal. En el comportamiento de los pueblos antiguos y tradici o nales todo se explica, directa o indirectamente, por estas dos ideas, que son como los puntos de referencia en el mundo inconmensurable y peligroso de las formas y el ca m bio.

Este género de subjetividad mitológica, si uno puede expresarse así, p ermite co m prender, por ejemplo, el imperialismo de las antiguas civilizaciones, pues no basta con invocar en este caso la «ley de la jungla», incluso en lo que puede tener de inevitable biológicamente y, por consiguiente, de legítimo; también hay que tener en cuenta, antes de cualquier cosa, puesto que se trata de seres humanos, el hecho de que cada civiliz a ción antigua vive como en un recuerdo del Paraíso perdido y que se presenta —como vehículo de una tradición inmemorial o de una Revelación que restaura la «palabra pe r dida»— como la ramificación más directa de la «edad de los Dioses». En consecuencia, cada vez es «nuestro pueblo» y ningún otro quien perpetúa la humanidad primordial desde el doble punto de vista de la sabiduría y las virtudes; y es preciso reconocer que esta perspectiva no es ni más ni menos falsa que el exclusivismo de las religiones o, en el plano puramente natural, la unicidad empírica de cada ego. Muchos pueblos no se designan a sí mismos con el nombre que otros les atribuyen, se llaman sencillamente «el pueblo» o «los hombres»; las otras tribus son «infieles» se han desgajado del tronco; grosso modo, éste es el criterio del Imperio romano al igual que el de la Confederación de los Iroqueses.

El sentido del imperialismo antiguo es el de extender un «orden», un estado de equ i librio y estabilidad conforme a un modelo divino que por lo demás se refleja en la nat u raleza, particularmente en el mundo planetario; el emperador romano, como el monarca del «Imperio celeste del Medio», ejerce su pod er gracias a un «mandato del Cielo». J u lio César, detentador de este mandato y «hombre divino» (divus) era para él una especie de h erético. Si los pueblos no rom a nos eran co n siderados como «bárbaros», ante todo es porque se colocaban al margen del «orden»; desde el punto de vista de la pax romana manifestaban el desequilibrio, la i n estabilidad, el caos, la amenaza permanente. En la Cr istiandad (corpus mysticus) y en el Islam (d Œ r el-isl a m), la esencia teocrática de la idea imperial aparece con claridad; sin teocracia no se puede hablar de civilización digna de este nombre. Esto es tan verdadero que los e m peradores romanos, en plena des composición pagana y a partir de Diocleci a no, sintieron la necesidad de divinizarse o dejarse divinizar, atribuyéndose de forma abusiva la cual i dad del conquistador de los Galos descendiente de Venus. La idea m o derna de la «civ i lización» no carece de relac ión histórica con la idea tradicional del «imperio»; pero el «orden» se ha hecho puramente humano y profano por completo, como, por otra parte, lo demuestra la idea de «progreso», que es la negación misma de cualquier origen cele s tial; de hecho, la «civili zación» no es sino el refinamiento ciud a dano en el marco de una perspectiva mundana y mercantil, lo que explica su hostilidad tanto hacia la naturaleza virgen como hacia la religión. Según los criterios de «la civil i zación» el ermitaño co n templativo —que r epresenta la espiritualidad humana al mismo tiempo que la santidad de la naturaleza virgen— no puede ser más que una especie de «salvaje», cuando en realidad es el testigo terrestre del Cielo.

Estas consideraciones nos permiten hacer en este momento alguna s precisiones s o bre la complejidad de la autoridad en la Cristiandad de Occidente. El emperador encarna frente al papa el poder temporal, pero esto no es todo: representa también, por el hecho de su origen precristiano y no obstante celeste .

El imperialismo puede venir o del Cielo o simplemente de la tierra, o también del i n fierno; en cualquier caso, es seguro que la humanidad no puede permanecer dividid a en una polvareda de tribus independientes; los malos se arrojarían inevitablemente sobre los buenos y el resultado sería una humanidad oprimida por los malos y, por tanto, el peor de los imperialismos. El imperialismo de los buenos, si esto se puede deci r, const i tuye, pues, una especie de guerra preventiva inevitable y providencial; sin él no es co n cebible ninguna gran civilización . Si se nos hace la observación de que todo esto no nos hace salir de la imperfección humana lo aceptamos; lejos de preconiza r un «ang e lismo» quimérico, levantamos acta del hecho de que el hombre siempre es el hombre desde que las colectividades con sus intereses y pasiones entran en juego; los conduct o res de hombres están absolutamente obligados a tener esto en cuenta, aunque e llo di s guste a aquellos «idealistas» que estiman que la «pureza» de una religión consiste en suicidarse. Y esto nos lleva a una verdad que está demasiado perdida de vista por los propios creyentes: que la religión como hecho colectivo forzosamente se apoya sobre lo que la sostiene de una manera o de otra, sin por ello perder nada de su contenido doctr i nal y sacramental ni de la imparcialidad que resulta de ello; pues una cosa es la Iglesia como organismo social y otra el depósito divino, el cual subsiste po r definición más allá de las intrigas y servidumbres de la naturaleza humana individual y colectiva. Querer modificar el arraigo terrestre de la Iglesia —arraigo que el fenómeno de la santidad compensa con creces— lleva a deteriorar la religión en lo que t iene de esencial, confo r me a la receta «idealista» según la cual el medio más seguro de curación es matar al paciente. En nuestros días, en defecto de poder elevar la sociedad humana al nivel del ideal religioso, se rebaja la religión al nivel de lo que es humanamente accesible y r a cionalmente realizable y que nada es, tanto desde el punto de vista de nuestra intelige n cia integral como de nuestras posibilidades de inmortalidad. Lo exclusivamente hum a no, lejos de poderse mantener en equilibrio, conduce siemp re a lo infrahumano.

Para los mundos tradicionales situarse en el espacio y el tiempo significa, respect i vamente, colocarse dentro de una cosmología y una escatología; el tiempo no tiene se n tido más que por la perfección del origen que se trata de mantene r y con vistas al estall i do final que nos proyecte casi sin transición a los pies de Dios. Si en el tiempo a veces hay despliegues que se podrían tomar por progresos si se les aislase del conjunto —en la formulación doctrinal por ejemplo o sobre todo en el arte que tiene necesidad del tiempo y de la experiencia para madurar—, nunca es porque la tradición se suponga que llegue a ser diferente o mejor, sino por el contrario, porque quiere permanecer ella misma de modo completo o «llegar a ser lo que es», o co n otras palabras: porque la humanidad tradicional quiere manifestar o exteriorizar en un cierto plano lo que lleva en sí misma y corre el riesgo de perder, aumentando este peligro con el desarrollo del ciclo que forz o samente conduce a la decadencia y al Ju icio. Es, en suma, toda nuestra creciente debil i dad y con ella el riesgo del olvido y la traición, lo que nos obliga a exteriorizar o hacer explícito lo que en el origen estaba incluido en una perfección interior e implícita; San Pablo no tenía necesidad n i del tomismo ni de las catedrales, pues todas las profundid a des y todos los esplendores se encontraban en sí mismo y a su alrededor en la santidad de la comunidad primitiva. Y esto, lejos de sostener a los iconoclastas de cualquier g é nero, se vuelve perfe ctamente contra ellos: las épocas más o menos tardías —y la Edad Media era una de ellas— tienen necesidad de una manera imperiosa de las exteri o riz a ciones y desarrollos, exactamente como el agua de una fuente, a fin de no perderse en el curso de su camino, necesita un canal hecho por la naturaleza o la mano del ho m bre; y al igual que el canal no transforma el agua ni se supone lo haga —pues ningún agua es mejor que el agua del manantial—, las exteriorizaciones y desarrollos del patr i monio espiritual están, no para alterar este último, sino para transmitirlo de la manera más í n tegra y eficaz posible.

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