I
EL TEMPLE
SIN duda que al salir de su casa, según costumbre, la mañana del 10 de agosto de 1792, Francisco Turgy no podía suponer que partía para un viaje que habría de conducirle a Suiza, Austria, Curlandia, Inglaterra, y le devolvería a París al cabo de un cuarto de siglo, ennoblecido y convertido en un personaje, que ocuparía desde entonces un puesto en la Historia. Turgy era un criado de las cocinas del Rey. Nacido en París, y, por consiguiente, animoso y despierto, de veintinueve años de edad, estaba muy unido a la modesta colocación que había conseguido en 1784. Como no vivía en Palacio (el de las Tullerías), muy exiguo, a pesar de sus inmensas proporciones, para albergar a la multitud de funcionarios de todas clases que gravitaban aún alrededor de la Monarquía, agonizante desde hacia más de un año, se llegó hasta el Carrusel con el propósito de informarse y comprobar la magnitud del desastre: el Cuerpo de Guardia y las dependencias del Palacio ardían; el populacho, dueño de la morada de los reyes, se comportaba sin ninguna discreción, arrojando los muebles por las ventanas y persiguiendo, a lo largo de salones y galerías, a los servidores de la Corte y a los suizos de la guardia del Rey. La familia real, renunciando a afrontar el motín, se había refugiado desde la mañana en la Asamblea Legislativa, permaneciendo en el vasto edificio del Picadero, situado en el extremo de la terraza de los Fuldenses. Turgy llegó hasta allí. Buen realista, obraba a impulsos de la fidelidad a sus amos; pero es muy probable que desease conservar su colocación, pues, a menos de que estuviese dotado de un don clarividente, o de una perspicacia singular, no podía imaginarse que el rey de Francia, protegido aún por tanto prestigio moral y por tan gran número de ardientes defensores, iba a encontrarse en pocas horas reducido a tener que recurrir a la abnegación de uno de los más humildes empleados de su «Boca» —así se designaba al importante servicio de la mesa real—, funcionario de quien Su Majestad ignoraba seguramente el nombre y la existencia.
Al parecer, Turgy se distinguió, en octubre de 1789, cuando fueron invadidas las habitaciones de la Reina, en Versalles, por las mujeres llegadas de París, abriendo intencionadamente una puerta de comunicación, que permitió a María Antonieta alcanzar, por un pasillo excusado, la sala del «Ojo de buey». Pero su actuación no le había situado en primer plano, por lo que la señora de Tourzel sólo conocía su nombre imperfectamente. Le llama Targe en sus Memorias, y Madame Royale escribe Thurgé.
En los alrededores del Picadero, la efervescencia es espantosa: guardias nacionales, papanatas, periodistas, oradores improvisados, diputados, funcionarios de todos los rangos, exaltados de todas las opiniones, se agolpan en los cafés vecinos o se empujan a las puertas de la Asamblea, esforzándose por introducirse en el inmenso cobertizo, del que salen grandes rumores. En el jardín, la multitud, al pie de la terraza, absorbe en sus remolinos a los transeúntes sospechosos de realismo y los rechaza de nuevo, ensangrentados y maltrechos. La suerte de la Revolución se juega en ese pisoteo formidable. De hecho, la Monarquía, expulsada de su palacio, no está aún abatida; los partidos se la disputan. Como las Tullerías son inhabitables, la Asamblea se ocupa de buscar un alojamiento para la familia, real, a la que albergará, para ponerla al abrigo de las cóleras populares, en una de las estrechas tribunas de su salón de sesiones, la tribuna del Taquígrafo, situada en uno de los extremos de la sala. El día transcurre en estas discusiones. El Rey, la Reina, sus hijos y Madame Isabel son depositados provisionalmente en el convento de los Fuldenses, cuyos edificios incautados contienen las oficinas de la Asamblea.
Turgy intentó penetrar allí, a fin de ofrecer sus servicios; pero el hacinamiento era tan compacto y la gente llenaba tan por entero los corredores, que no pudo conseguirlo.
Algunos fueron más afortunados o más hábiles que Turgy; como aquel desconocido Dufour, que, por casualidad, resultó ser el furriel voluntario de la Corte angustiada, y le procuró las camas, la ropa blanca y el alimento. Su relato apareció, en 1814; con el título de Los cuatro días del Terror. Detalles de los cuatro días que Luis XVI, rey de Francia, y su augusta familia pasaron en la Asamblea Legislativa.
Algunos gentileshombres abnegados formaban un dique contra la afluencia de curiosos y manifestantes: allí se encontraban los señores de Choiseul, de Brezé, de Briges, de Poix, de Nantouillet, de Goguelat, de Hervilly, de Tourzel, de Narbonne, de la Rochefoucauld, de Saint-Pardoux y de Rohan-Chabot. Madame de Tourzel, en su calidad de aya de los príncipes de Francia, no se había separado de la familia real desde la salida de las Tullerías; su hija Paulina la acompañaba; la princesa de Lamballe se encontraba igualmente allí. Sucesivamente fueron llegando algunas de las servidoras de la Reina: las señoras Thibaud, Campan, Anguié, Navarre, Basire, de Saint-Brice; y los ayudas de cámara Hué, Thierry y Chamilly. Para todos transcurrió la noche sin sueño. Solamente el pequeño Delfín (contaba siete años y cuatro meses) y su hermana (que contaba trece), rendidos por el cansancio, durmieron hasta el amanecer.
Durante dos días, Turgy permaneció en las proximidades de los Fuldenses y del Picadero, siempre al acecho de que una casualidad le permitiría agregarse al grupo de sirvientes que rodeaban a los infortunados amos. En su relato se deja verla preocupación profesional. Perdido entre la multitud, se inquieta por lo que la familia real pueda comer en medio de aquel caos y, por la manera de estar atendido su servicio. Al saber que un restaurante ha proporcionado las comidas, se siente más tranquilo. Sin embargo, no se aparta de allí: así se enterara antes y mejor de la suerte reservada a Luis XVI, en espera, de que las Tullerías estén dispuestas a recibirle de nuevo.
El duelo entre la Asamblea Legislativa y la Municipalidad continúa. Esta última no acepta el Luxemburgo como asilo provisional de «sus rehenes». La Asamblea designa el hotel de la Cancillería, en la plaza Vendôme; la Municipalidad preconiza entonces el Temple o el Obispado, a lo cual contestan los diputados sometiendo la cuestión a una comisión para su examen. Como no llevan camino de entenderse, aquellos cuya suerte se debate de esta forma pasan una segunda noche en las celdas de los Fuldenses. La lucha se establece en estos términos: el Cuerpo Legislativo trata de salvar el prestigio del Rey, ingeniándose por conseguir internarlo en un palacio; los munícipes, por el contrario, exigen para él una verdadera cárcel. El 12 de agosto, la Municipalidad, cansada de estos aplazamientos y usurpando las prerrogativas de su rival, hace acto de autoridad, y «decreta» que Luis XVI y su familia serán depositados en el Temple.
Fue una especie de golpe de Estado, y es digna de notar la singularidad de que la historia oscura de este cautiverio famoso empiece por una ilegalidad. La Asamblea Legislativa cedió al día siguiente: revocando el decreto por el que había elegido el hotel de la Cancillería, decidió que el Rey y su familia fueran confiados «a la custodia y a las virtudes de los ciudadanos de París», y que la Municipalidad proveería «sin demora» y bajo su responsabilidad a su alojamiento…
Apenas fijado el lugar donde habían de ser relegados los restos de la Monarquía, Turgy corrió a Casa de M. Ménard de Choussy, comisario general de la Casa del Rey, a fin de ser admitido en la servidumbre en su calidad de criado. Se le acogió con frases halagüeñas y con la promesa de facilitarle una tarjeta de entrada al Temple para el día siguiente, 14; pero Turgy temía que su puesto estuviese ocupado, si no se apresuraba, o que surgiese cualquier dificultad si contemporizaba. Como se encontrase a dos de sus colegas, Chrétien y Marchand, también criados, los llevó con él hasta el Temple, que se hallaba ya rodeado de un cordón de Guardias Nacionales. Forzó las consignas; franqueó la puerta en compañía de sus dos camaradas, cogidos de su brazo, y se hizo conducir al momento a «la Boca», que ocupaba una amplia estancia en el ala izquierda del palacio. Eran aproximadamente las seis de la tarde. A las cinco había dejado al señor Ménard de Choussy.
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