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Temple Grandin - El cerebro autista: El poder de una mente distinta

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Temple Grandin El cerebro autista: El poder de una mente distinta

El cerebro autista: El poder de una mente distinta: resumen, descripción y anotación

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Las personas autistas perciben y entienden el mundo de una manera radicalmente diferente. Los últimos avances médicos en neuroimagen y genética nos han acercado a comprender la singular perspectiva de un cerebro autista, pero faltaba una voz autorizada que pudiera aplicar esos conocimientos y explicarlos desde dentro. En este libro único, Temple Grandin, profesora universitaria y una de las autistas más famosas del mundo, nos ofrece ese conocimiento desde un punto de vista científico, pero, sobre todo, desde su valiosa experiencia vital.

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Título original The Autistic Brain Temple Grandin y Richard Panek 2013 - photo 1

Título original: The Autistic Brain

© Temple Grandin y Richard Panek, 2013.

© de la traducción: Roc Filella Escolà, 2014.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2019.
Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: ODBO506

ISBN: 9788491874263

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

PRÓLOGO

En este libro llevaré al lector a un recorrido por el cerebro autista. Estoy en la excepcional posición de poder hablar tanto de mis experiencias con el autismo como de las ideas que he adquirido después de someterme a numerosos escáneres cerebrales durante muchos años, siempre con la tecnología más reciente. A finales de la década de 1980, poco después de que se empezaran a utilizar las imágenes por resonancia magnética (IRM), me agarré a la oportunidad de emprender mi primer «viaje al centro de mi cerebro». En aquellos días, los aparatos para la obtención de imágenes por resonancia magnética eran una rareza, y la visión detallada de la anatomía de mi cerebro fue algo impresionante. Desde entonces, siempre que ha aparecido un nuevo sistema de escaneo, he sido la primera en apuntarme para probarlo. Las muchas resonancias de mi cerebro han dado posibles explicaciones del retraso en el habla que tuve en mi infancia, los ataques de pánico y los problemas para reconocer las caras.

El diagnóstico de autismo y otros trastornos evolutivos se ha de realizar aún con un sistema chapucero de perfiles conductuales establecidos en un libro llamado DSM, siglas de Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders. A diferencia del diagnóstico de faringitis estreptocóquica, los criterios para la diagnosis de autismo han cambiado con cada nueva edición del DSM. Advierto a padres, profesores y psiquiatras de que no se dejen atrapar en las etiquetas. No son exactas. Se lo suplico: no permitan que ningún niño ni adulto sea definido por una etiqueta del DSM.

La genética del autismo es un embrollo extremadamente complejo. Intervienen en ella muchas pequeñas variaciones del código genético que controlan el desarrollo del cerebro. Una variación genética presente en un niño autista no lo está en otro. Voy a repasar lo más reciente sobre genética.

Se han hecho cientos de estudios sobre los problemas que las personas autistas tienen con la comunicación social y el reconocimiento facial, pero no se han tenido en cuenta los problemas sensoriales. La hipersensibilidad sensorial es un problema grave para unos y no tanto para otros. A algunas personas del espectro autista, los problemas sensoriales les pueden imposibilitar la participación en las actividades normales de la familia, y mucho más conseguir un empleo. Esta es la razón de que mi prioridad en la investigación del autismo sea unos diagnósticos precisos y unos mejores tratamientos de los problemas sensoriales.

El autismo, la depresión y otros trastornos se hallan en un continuo que va de lo normal a lo anormal. El exceso de un rasgo provoca una discapacidad grave, pero un poco de él puede ser una ventaja. Si se eliminaran todos los trastornos cerebrales de origen genético, es posible que fuéramos más felices, pero sería a un precio muy alto.

Cuando escribí Pensar con imágenes, en 1995, estaba equivocada al pensar que todas las personas que se encontraban en el espectro autista eran pensadores visuales fotorrealistas como yo. Al empezar a entrevistar a otras personas para averiguar cómo evocaban la información, me di cuenta de que estaba equivocada. Postulé que existían tres tipos de pensamiento especializado, y me entusiasmé al descubrir que varios estudios de investigación confirmaban mi tesis. Saber el tipo de pensador que eres te puede ayudar a respetar tus propias limitaciones e, igualmente importante, aprovechar tus virtudes.

Cuando yo nací, hace sesenta y cinco años, el panorama era completamente distinto del actual. Hemos pasado de internar a los niños con autismo grave a intentar facilitarles la mejor vida posible —y, como veremos en el capítulo 8, encontrar un trabajo significativo para quienes puedan realizarlo—. El lector encontrará en este libro todos los pasos de mi viaje.

TG

PRIMERA PARTE
EL CEREBRO AUTISTA
1
LOS SIGNIFICADOS DE «AUTISMO»

Tuve la fortuna de nacer en 1947. De haberlo hecho diez años más tarde, mi vida como persona con autismo habría sido muy distinta. En 1947, el diagnóstico de autismo tenía solo cuatro años. Casi nadie sabía qué significaba. Cuando mi madre observó en mí los síntomas que hoy etiquetaríamos de autistas —conducta destructiva, incapacidad para hablar, sensibilidad al contacto físico, fijación en los objetos que giran, etc.— hizo lo que creyó adecuado. Me llevó al neurólogo.

Bronson Crothers era director del Hospital Infantil de Boston desde su fundación, en 1920. Lo primero que el doctor Crothers hizo en mi caso fue encargar un electroencefalograma, o EEG, para descartar que padeciera una crisis de ausencia. Después me examinó los oídos para asegurarse de que no era sorda. «Bien, desde luego es una niña rara», le dijo a mi madre. Después, cuando empecé a verbalizar un poco, el doctor Crothers modificó su evaluación: «Es una niña rara, pero aprenderá a hablar». Diagnóstico: daño cerebral.

Nos remitió a una especialista en habla que dirigía una pequeña escuela en el sótano de su casa. Imagino que se podría decir que los otros niños también tenían daño cerebral; padecían síndrome de Down y otros trastornos. Yo no era sorda, pero tenía dificultades para oír las consonantes, por ejemplo la c de cup. Cuando los mayores hablaban deprisa, solo oía los sonidos vocálicos, así que pensaba que tenían su propia lengua especial. Pero la logopeda me hablaba más despacio, lo cual me ayudaba a oír los difíciles sonidos consonánticos, y cuando decía cup pronunciando la c, la terapeuta me felicitaba, exactamente lo que hoy haría cualquier terapeuta conductual.

Al mismo tiempo, mi madre contrató a una niñera que no hacía más que jugar con mi hermana y conmigo a juegos de guardar y seguir el turno. El sistema de la niñera también se parecía al que hoy se emplea en terapia conductual. Montaba el juego de forma que las tres debiéramos seguir un turno. Durante las comidas, me enseñaron a comportarme en la mesa, y no se me permitía rodar el tenedor por mi cabeza. El único momento en que podía volver a mi autismo era durante una hora después de la comida. El resto del día, tenía que vivir en un mundo sin balanceos ni giros.

Mi madre hizo una labor heroica. De hecho, descubrió ella sola el tratamiento estándar que hoy aplican los psiquiatras. Es posible que estos no se pongan de acuerdo sobre los supuestos beneficios de un determinado aspecto de una terapia frente a un determinado aspecto de otra terapia. Pero el principio básico de todos los programas, incluido el que se empleó conmigo (el de la Escuela de Terapia del Habla del Sótano de la Señorita Reynolds más Niñera), es participar con el niño en actividades que impliquen una relación de uno a uno durante horas, todos los días, entre veinte y cuarenta horas a la semana.

Sin embargo, el trabajo que realizó mi madre se basaba en el diagnóstico inicial de daño cerebral. Solo diez años después, cualquier médico probablemente habría hecho un diagnóstico distinto. Después de analizarme, le habría dicho a mi madre: «Se trata de un problema psicológico; todo está en la mente de la niña». Y a continuación me hubieran internado.

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