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G. Lenotre - Robespierre

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G. Lenotre Robespierre

Robespierre: resumen, descripción y anotación

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André Castelot, prologuista de esta obra póstuma de G. Lenotre, escribe a propósito de Maximilien Robespierre: «[…] Leyendo el “Robespierre” que ahora presentamos al amplio público de esta colección, veremos nacer al conjuro de la pluma de G. Lenotre el Maximiliano que quizá no mostramos suficientemente en nuestra emisión televisada El terror y la virtud. Mi amigo Alain Decaux —autor de los notables diálogos de dicho programa— no tenía más remedio que seleccionar, desde luego… Pero yo lamenté, por mi parte, que el “padre” de la atroz ley de Pradial fuera sacrificado en beneficio de un Robespierre idílico. Lamenté igualmente que los imperativos de la televisión impidiesen mostrar las carretas atravesando París cada día en medio de un nauseabundo olor de sangre». G. Lenotre construyó, con datos fidedignos y documentados, una breve pero profunda biografía de Robespierre (consultaba tantos archivos, legajos, hemerotecas, que proporcionó en su magistral «París Revolucionario» hasta el plano de la vivienda del carpintero Duplay, donde Maximilien tuvo un modesto cuartito donde trabajaba y vivía de modo espartano) que no oculta virtudes y defectos, sin escorar los datos hacia una hagiografía que hurte los aspectos obscuros del retratado (como tantas existen) ni hacia una semblanza despectiva que abone los vituperios hacia una figura controvertida a la que no se le puede negar una profunda honestidad de base, aunque llevase la influencia de Jean-Jacques Rousseau (casi un ser divino para él) a su exigencia de «virtud«, demasiado lejos.

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André Castelot, prologuista de esta obra póstuma de G. Lenotre, escribe a propósito de Maximilien Robespierre: «[…] Leyendo el “Robespierre” que ahora presentamos al amplio público de esta colección, veremos nacer al conjuro de la pluma de G. Lenotre el Maximiliano que quizá no mostramos suficientemente en nuestra emisión televisada El terror y la virtud. Mi amigo Alain Decaux —autor de los notables diálogos de dicho programa— no tenía más remedio que seleccionar, desde luego… Pero yo lamenté, por mi parte, que el “padre” de la atroz ley de Pradial fuera sacrificado en beneficio de un Robespierre idílico. Lamenté igualmente que los imperativos de la televisión impidiesen mostrar las carretas atravesando París cada día en medio de un nauseabundo olor de sangre».

G. Lenotre construyó, con datos fidedignos y documentados, una breve pero profunda biografía de Robespierre (consultaba tantos archivos, legajos, hemerotecas, que proporcionó en su magistral París Revolucionario hasta el plano de la vivienda del carpintero Duplay, donde Maximilien tuvo un modesto cuartito donde trabajaba y vivía de modo espartano) que no oculta virtudes y defectos, sin escorar los datos hacia una hagiografía que hurte los aspectos obscuros del retratado (como tantas lo hacen) ni hacia una semblanza despectiva que abone los vituperios hacia una figura controvertida a la que no se le puede negar una profunda honestidad de base, aunque llevase demasiado lejos la influencia de Jean-Jacques Rousseau (casi un ser divino para él) a su exigencia de «virtud».

G Lenotre Robespierre ePub r10 Titivillus 200316 Título original - photo 2

G. Lenotre

Robespierre

ePub r1.0

Titivillus 20.03.16

Título original: Robespierre

G. Lenotre, 1965

Traducción: Federico Revilla

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

PREFACIO En el número 398 de la calle Saint-Honoré vivía feliz y tranquila una - photo 3

PREFACIO

En el número 398 de la calle Saint-Honoré vivía feliz y tranquila una familia de artesanos. Sin embargo, corrían los días del Terror. Las carretas de los condenados pasaban cada día bajo las ventanas de la casa, rodando pesadamente sobre el empedrado de la calle y haciendo temblar las figurillas sobre los muebles. Pero esto no impedía que allí’ se viviera una dulce existencia, tanto más cuanto que la familia tenía la suerte de albergar a un huésped exquisito que llevaba alegremente a las hijas del artesano a recoger plantas en Issy, a almorzar sobre la hierba de Meudon o a vagar por las alamedas desiertas de los Campos Elíseos.

«Elegíamos generalmente las alamedas más retiradas», contará Babet, la linda hija menor de la familia. El huésped —a quien llamaban Buen Amigo— las acompañaba. «Pasábamos así juntos ratos felices. Estábamos rodeados siempre de pequeños saboyanos. Buen Amigo gozaba viendo bailar; les daba dinero; ¡era tan bueno! Tenía un perro llamado Brount, al que quería mucho; el pobre animal era muy fiel a su amo».

Por la noche, Buen Amigo les leía versos. ¡Le adoraban! La mayor, Eleonora, le amaba en secreto. Un visitante de la casa nos muestra al huésped «bien peinado y empolvado, vestido con una bata impecable, recostado en un gran sillón, ante una mesa cargada con los frutos más hermosos, mantequilla fresca, leche pura y café perfumado. Toda la familia —padre, madre e hijos— procuraba adivinar en sus ojos todos sus deseos para complacerlos al instante».

¡Qué contraste el de aquella vida apacible en el 398 de la calle Saint-Honoré, los trabajos de costura de las jóvenes Duplay, los cocidos de hierbas preparados por la madre y, llegando desde el patio, el ruido de la garlopa del carpintero, con el París de 1793, sumido cada día más en la sangre por la voluntad de Buen Amigo!… Porque el Huésped de los Duplay se llamaba Maximiliano Robespierre.

Por la mañana, Buen Amigo leía su correspondencia… Recibía cartas de admiradores. Escribía un ciudadano de Annecy el 14 de Mesidor del año II: «Quiero saciar mis ojos y mi corazón con tus rasgos, y mi alma, electrizada por todas las virtudes republicanas, me prestará ese fuego con que abrasas a todos los buenos republicanos. En tus escritos alienta tu persona. Yo me alimento de ellos…»

El incorruptible recibía también —¿quién lo hubiera creído?— cartas de amor. Una mujer de Nantes —la viuda Jakin— le escribía: «Mi querido Robespierre, desde el comienzo de la Revolución estoy enamorada de ti, pero antes me hallaba encadenada y supe vencer mi pasión. Hoy que soy libre, porque he perdido a mi marido en la guerra de la Vendée, quiero hacerte mi declaración ante el Ser Supremo.

»Confío que serás sensible a la confesión que te hago. Cuesta a una mujer hacer confesión semejante, pero el papel todo lo soporta y el sonrojo es menor en la distancia que frente a frente. Tú eres mi divinidad suprema y no conozco en la tierra otra que tú; te miro como ángel tutelar mío y no quiero vivir sino bajo tus leyes; son tan dulces que te juro, si eres tan libre como yo, unirme contigo para toda la vida».

Sin duda alguna, Robespierre sentiría lisonjeado su orgullo —porque gustaba de respirar los vapores del incienso— y guardó la carta en el cajón de su mesa, donde la encontrarían al hacer el inventario, el día siguiente a su ejecución, de los objetos dejados por el Incorruptible en su famoso «cuarto azul»…

¡El cuarto de Robespierre! No contenía más que cuatro sillas de paja, una mesa y una cama de nogal cubierta de damasco azul con flores blancas: un antiguo vestido de la señora Duplay. Allí habían sido recibidos un día Fréron y Barras. Alguien —Cornelia Copeau— había anunciado:

—¡Es Fréron y un amigo suyo que no sé cómo se llama!

Les precedió y abrió la puerta. Robespierre no les saludó. Estaba terminando su arreglo personal ante un espejo. Acababa de ser empolvado por el peluquero y con un cuchillito raspaba el polvo que cubría su rostro. Se quitó la bata, que arrojó sobre una silla, se lavó las manos en una palangana y escupió, sin excusarse por ello, a los pies de sus visitantes, sin concederles la menor atención. Fréron y Barras hablaron uno tras otro, defendiendo su causa.

—Es muy penoso, cuando se procede con tanta sinceridad como nosotros, no sólo no ver que se le haga a uno justicia, sino ser objeto de las más inicuas acusaciones y de las calumnias más monstruosas. Estamos seguros de que, por lo menos, quienes nos conocen como tú, Robespierre, nos harán justicia y lograrán que se nos haga.

Robespierre no hizo ni un gesto. Respondió con el silencio. «No he visto nada tan impasible en el mármol helado de las estatuas ni en el rostro de los muertos», relataría Barras.

Se retiraron. Robespierre no les había mirado siquiera.

En otra de sus obras, Lenotre vio a Robespierre —porque él veía verdaderamente el pasado— en el amanecer de la fiesta del Ser Supremo: «Desde la mañana, con un cielo de pureza admirable, París se llenó de alegría y se adornó con las rosas de veinte leguas a la redonda. Todas las ventanas tenían su guirnalda y sus banderas.

»Desde el fondo de la casa de los Duplay se oía el ir y venir de la muchedumbre por la calle Saint-Honoré, el gozoso estruendo de los preparativos.

»En la modesta habitación donde abriga sus sueños, sentado ante la mesa bajo la que se ha tendido Brount, su perro fiel, Maximiliano permanece ensimismado… Sobre la cama se extienden preparados la casaca azul barbo, el calzón amarillo, el ancho cinturón de seda con los colores nacionales y el sombrero adornado con un penacho tricolor. Piensa en su casita de Arras, en su infancia sombría, en sus penosos comienzos en esta gran ciudad donde hoy está su nombre en todas las bocas: piensa que Francia, harta de sangre, cansada de terror, fatigada de revoluciones, no aguarda más que una palabra suya para aclamarle, una palabra de concordia y de piedad. Piensa en el discurso que va a pronunciar y cuya minuta copiada está allí, sobre su mesa; piensa que es el amo de París y que puede a su antojo hacer que reine en él la calma o sople la tempestad.

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