Tomás Eduardo de Tallerie y Ametller (1828-1900) fue ingeniero inspector de primera clase de la Armada, creador de muchos tipos de buque (torpederos Tallerie, por ejemplo) y artífice de la construcción de la iglesia de la Caridad de Cartagena.
Se formó en la Escuela Especial de Ingenieros de la Armada, en la Escuela de Ingenieros de la Marina francesa y en el Arsenal de Tolón. Los estudios realizados fuera de nuestras fronteras le permitieron instruirse sobre buques blindados y llevar a buen término proyectos como las corbetas Navarra, Aragón y Castilla, además de la fragata Zaragoza y los cañoneros Pelícano, Cocodrilo, Salamandra, General Lezo y clase Temerario y los cruceros de la clase María Cristina.
Ramón Auñón y Villalón (1844-1925) sustituyó a Segismundo Bermejo al frente del Ministerio de Marina el 18 de mayo de 1898 y, desde ese momento, las cosas comenzaron a torcerse irremediablemente para Cervera y su escuadra.
Hombre de larga trayectoria en la Armada, y que se encargó de la bandera de combate del Reina Mercedes, tuvo la desafortunada ocurrencia de apoyar a Blanco en la decisión de que la flota, que había hecho un viaje relámpago desde Cádiz, se encerrara como un ratón en la trampa de Santiago de Cuba, ante las mismas narices de Schley y Sampson. Quizá sobre el papel pudo haber sido una buena decisión, dotando a la plaza de unas defensas inexpugnables, pero para eso no se construyen buques, sí pontones armados. Para rematar la faena con un par de verónicas, obligó al almirante a lanzarse a una autoinmolación, haciendo suyas las palabras que el brigadier Méndez Núñez dedicó en 1866 a los que dudaban de su acción ante las defensas de El Callao: «Más vale honor sin barcos, que barcos sin honor».
Su previa experiencia militar le valió el reconocimiento oficial, en especial los bombardeos de las plazas de Larache y Arcilla durante la campaña de África (1859-1860). Tomó las decisiones en el Infanta Isabel y en la estación naval de España en América de Sur (Montevideo), además de como jefe de la escuadra internacional durante la revolución de Buenos Aires.
En el campo político, además de ser ministro de Marina, fue reelegido en varias ocasiones como diputado por Cádiz, además de senador.
William McKinley, Jr. (1843-1901) nació en Niles (Ohio) y fue veterano de la guerra de Secesión, donde formó parte del cuerpo de voluntarios de su estado. Su experiencia lo marcó para toda la vida, incluida la civil.
Tras cursar estudios de Derecho, comenzó a interesarse profundamente por la política y llegó a ser congresista en 1876. Veinte años después sería nombrado presidente de los Estados Unidos.
Su figura fue incuestionable hasta la década de 1920. Antes de dicha fecha se lo consideraba un héroe, un gran presidente y un gran defensor de los intereses nacionales. Sólo había que ver la guerra que ganó y el tratado que consiguió que se firmara en París el 10 de diciembre de 1898. Pero después de pasadas dos décadas, muchos entendidos lo veían como un voraz expansionista y oportunista.
Por desgracia, dejó tan escaso material que poco se sabe de McKinley como hombre, no como presidente. Se sabe que era educado y calmado, amante de los puros y con un particular sentido del humor. Para muchos parecía más un juez de paz que un presidente.
La guerra que se cebaba en Cuba le dio la oportunidad de posicionar a su país entre las principales potencias mundiales.
Murió ocho días después de que se perpetrara el atentado que sufrió el 6 de septiembre de 1901. Un certero balazo por parte del anarquista Leon Czolgosz acabó con un hombre que dio mucho que hablar y que bien pudo haber conseguido que Fili pinas fuera un estado más de la Unión.
Pascual Cervera y Topete (1839-1909) fue, sin duda, uno de los marinos más aclamados y admirados de su época, a pesar de su desgracia. Original de Medina Sidonia, estudió en San Fernando entre 1848 y 1851 como guardiamarina, para luego servir en Marruecos, Filipinas y Cuba. En 1892 Sagasta le nombra ministro de Marina hasta que en 1897 asume el mando de la flota.
Cervera trató de seguir las órdenes que dictaba su amigo y sustituto en el ministerio, Segismundo Bermejo. Este creía que podría bloquear la Costa Este de los Estados Unidos (algo que era imposible) y que tendría el apoyo bélico real de las potencias europeas en caso de guerra. Todas aquellas naciones tenían posesiones coloniales y tendrían que unirse para impedir que un país de reciente creación y, encima, antigua posesión inglesa, comenzara a hacerse con sus territorios de ultramar.
Anticipándose, y hasta viendo lo que tenía entre las manos, Cervera trató de calmar las ambiciones de Bermejo.
Advirtió de que una guerra sería desastrosa debido a las deficiencias de las que adolecían los buques bajo su mando. Sabía que marcharía hacia una destrucción total si el Gobierno no modificaba su obcecada postura. Por si fuera poco, se le ordenó partir sin plan de campaña y sin el aprovisionamiento necesario, con buques sin armamento principal (Cristóbal Colón) o defectuoso, además de con un barco con unos fondos que aullaban por una limpieza (Vizcaya).
Cuando la escuadra de Montojo fue aniquilada en Manila, Cervera recibió la autorización para regresar a España, pero carecía del carbón necesario.
Bermejo fue sustituido por Ramón Auñón Villalón y lo primero que hizo fue obligar a Cervera a permanecer en Santiago, en un claro arrebato de optimismo, creyendo posible la destrucción de la flota enemiga.
Durante el bloqueo y la permanencia de la escuadra en Santiago, Cervera pudo conocer y entrevistarse con el teniente de navío Richmond Pearson Hobson, el último comandante del Merrimac, pero no tuvo mucho tiempo para disfrutar de nada .
El 3 de julio de 1898, cumpliendo órdenes directas, la flota asoma en la boca del canal de Santiago y comienza a recibir la granizada de proyectiles y morteros enemigos que acabaría con todo el poder naval español.
Cervera se salvaría gracias a su hijo, que navegaba en el mismo buque insignia y que le ayudó a llegar a la playa mientras los flamantes cruceros españoles no eran ya otra cosa que grandes y ardientes piras funerarias.
Hecho prisionero, fue trasladado a Annapolis, donde su valor y galantería aún se recuerdan como ejemplo a seguir, mas en septiembre del mismo 1898 pudo poner pie de nuevo en España, donde fue enjuiciado y absuelto de cualquier sospecha de incumplimiento del deber o negligencia.
Siguió participando de la vida naval desde Madrid y dejó abundante material escrito sobre los hechos que le tocó vivir a finales de siglo.
Joaquín Bustamante y Quevedo (1847-1898) fue uno de los marinos españoles más importantes de la segunda mitad del siglo xix , gracias a sus servicios y a sus invenciones, como la mina Bustamante y la clase de destructores con idéntico nombre. En 1859, con doce años, es ya alumno del Colegio Naval y cuando España se enfrentaba en la dramática guerra del Pacífico a las Repúblicas de Chile, Perú y Bolivia, formaba parte del rol de la fragata Resolución. Fueron años de acciones bélicas y hasta de presidio.
En la década de 1870 tomó el mando del cañonero Mindoro navegando las aguas de Filipinas. Desembarcos en Zamboanga o ataques en Parang le valieron el empleo de comandante de Infantería de Marina.
Se interesó por los ingenios submarinos, creando un torpe do eléctrico y otro de carácter fijo que se denominaría mina Bustamante, de uso generalizado (Real Orden del 9 de mayo de 1885), además de participar en la Junta de Examen del Peral.
Durante la guerra contra los Estados Unidos es nombrado jefe del Estado Mayor de la escuadra de Cervera. Si se hubiera tenido en cuenta su opinión, quizás podría haberse burlado el bloqueo de Santiago de Cuba, con una salida escalonada en vez de apelotonada. Por suerte, no fue testigo de tal desastre, ya que resultó herido de muerte el 1 de julio de 1898 en las Lomas de San Juan. Sus restos se encuentran en el Pabellón de Marinos Ilustres de San Fernando, Cádiz.