Agradecimientos
E ste trabajo no hubiese sido posible sin la ayuda de muchas personas. Suena a tópico, pero en este caso es cierto. El proceso de investigación y documentación ha sido tan complejo, tan desesperante y frustrante en ocasiones, que esa colaboración ha permitido superar las numerosas crisis sufridas por culpa de los callejones sin salida en los que nos adentrábamos.
Así que quiero dar las gracias a:
Liana Romero. Ha sido mi compañera de viaje en esta aventura. Ella fue quien dio a conocer la existencia de este personaje más allá de las fronteras chipioneras a través de un reportaje en Diario de Cádiz. Ella conoció muy bien al Doctor Pirata. O, más bien, la cara que este quiso mostrarle. Sus aportaciones, sus recuerdos, sus vivencias con él han sido fundamentales en la construcción del complejo relato de su vida. También las fotografías y contactos que ha aportado.
Paco Sempere. Otra pieza clave en este trabajo. Ha acompañado al autor en muchos meses de la investigación, aportando descubrimientos y revelaciones sorprendentes gracias a su habilidad para bucear en webs y archivos online que uno ni sabía que existían. Su paciencia, su tesón y su tino permitieron, por ejemplo, dar con un documento clave: el citado anuncio del BOE de diciembre de 1957 en el que se enumeran las identidades que usó quien hasta entonces había sido para nosotros Luis Gurruchaga y donde se apunta que la auténtica debía ser la de Knipa. Sin él, este libro posiblemente no hubiese sido posible, o al menos el resultado hubiese sido bastante diferente.
Irmgard Lundberg, la madre de Fred, el niño de 15 meses que Frits se llevó de Tánger supuestamente para curarlo en Chipiona. Su lucha y su tesón por conocer lo que pasó con su hijo han sido un ejemplo. Y su generosidad a la hora de ofrecernos su testimonio y documentación sobre el caso, de enorme valor.
Anneli Hallin. Nieta de Irmgard. Tampoco desfallece ni dejó que su abuela desfalleciera en la lucha por conocer la verdad. Siempre dispuesta a responder a nuestras preguntas y a ejercer de mediadora entre el autor y su abuela.
Evelyn Knipa. Gracias porque su posición no es fácil. Apostó por colaborar cuando la historia de su tío Frits encerraba todavía demasiados interrogantes. Su generosidad no ha tenido límites, sobre todo tras conocer la historia del pequeño Fred.
Frederik van Goor. Nos buscó y nos encontró. A Liana Romero y al autor de este libro. Conocerle ha sido revelador, creo que también para él. Encontró respuestas y nos las ofreció. Siempre dispuesto a colaborar, su aportación como testimonio y con información, documentos y fotografías ha sido de enorme valor.
Juan Luis Naval, cronista oficial de la villa de Chipiona y otro de los que ha seguido el rastro de Doctor Pirata durante muchos años.
Alfonso Escuadra, siempre dispuesto a resolver cualquier duda y atender las innumerables consultas de un autor pesado.
Benito Bermejo, el historiador e investigador que quizá más sepa sobre españoles en campos de concentración nazis. Sus consejos han sido de gran utilidad y su ayuda me ha permitido acceder a fuentes importantes.
Felipe Benítez Reyes. Él sabe por qué.
José Mateos. Quizá él no lo sepa, pero sus palabras en diferentes momentos han ayudado a ver el horizonte con menos nubarrones y, lo que tal vez haya sido más importante, han provocado la pausa que en algún momento este trabajo y su autor necesitaban.
Juan José Téllez. Conoció el trabajo mientras se gestaba y sus consejos fueron de gran valor.
Ana Benítez García, por sus aclaraciones en algunas cuestiones médicas.
Los responsables del Archivo Militar de Guadalajara, un ejemplo profesionalidad, eficacia y amabilidad.
Los responsables del Archivo Nacional de Holanda, en La Haya. Otro ejemplo de profesionalidad, buen hacer y amabilidad, pese a las dificultades que suponía cubrir a más de 2300 kilómetros de distancia los requisitos para poder viajar allí a consultar los expedientes de los años de la Segunda Guerra Mundial que hay de Knipa/Leienhorst. Cabe destacar que, además, los mismos no son de exhibición pública hasta 2020, en dos casos, y 2029, en otro, por lo que las consultas tenían que ser presenciales, bajo unas estrictas medidas de seguridad y con prohibición de hacer copias o fotografías.
A los muchos chipioneros que, aunque en algunos casos de forma anónima, me han regalado sus testimonios y recuerdos de Doctor Pirata.
A mi hija, Naiara, a mi mujer, Mamen, y a mi madre, Claudia. Porque sí, porque las amo, porque siempre están ahí y porque también han sufrido mis neuras, mis agobios y, por momentos, mi obsesión con este personaje.
El Luis que yo conocí
por Liana Romero
C omo cada año en el mes de junio, embarcamos río Guadalquivir abajo rumbo a la villa costera de Chipiona, donde solíamos pasar los meses del estío en familia. Aquel preciso verano se me quedó grabado en las pupilas de la mente por el personaje que se cruzó en nuestras vidas.
Como relato, los tres meses del año en que apretaba más el calor en Sevilla, mi familia se refugiaba del agobio donde se podía dar consuelo a las noches de insomnio, a la orilla del mar, en Chipiona.
Año tras año desembarcábamos en el muelle de pescadores y nos dirigíamos al chalé de turno concertado en primavera. Las primeras bocanadas de aire fresco, frecuentemente soplando de poniente, nos levantaban el ánimo.
Mi padre regresaría, poco después de instalarnos, a su puesto de trabajo como encargado del despacho de buques en la Comandancia de Marina de Sevilla, para, en el tórrido mes de agosto, disfrutar con nosotros de sus vacaciones. Él era marino de profesión y de afición. Mi madre aguardaba ese momento de su llegada con ansiedad para gozar juntos de la navegación por la zona, para realizar excursiones en familia cruzando la barra del Guadalquivir, a la altura de Sanlúcar de Barrameda, para adentrarnos en los pinares del Coto de Doñana o, ya al atardecer, sacudirse la arena del día y reunirse con amigos para jugar al julepe o visitar restaurantes locales.
Aquel agosto conocimos a Luis Gurruchaga Iturria, el nuevo director del sanatorio situado en la Punta de Camarón. Procedía de San Sebastián. Llamativo ejemplar de varón. Hermoso incluso a los ojos de una adolescente.
Un amigo de mi padre que habitaba en Chipiona durante todo el año por su trabajo le presentó a Luis a él y a mi madre. Alto, fuerte, con gran carisma; trato afable y sonrisa fácil. Me impactó su mirada. Esa mirada que te encontraba directamente. Azul acerado que igual te hacía sentir dominado que te ofrecía ternura.
Bajo el nombre vasco, por entonces… te inspiraba curiosidad, pero nunca te daba la oportunidad de hacerle preguntas cuando intuía que lo harías.
—Mi acento es de un pueblecito cerca de San Sebastián —solía decir para salir al paso de quien le notaba un deje extraño.
—Ah, parecía acento alemán —le respondió más de un curioso alguna vez.
—¡Tienes razón! Puede ser porque estudié unos años medicina en Berlín.
Yo tenía por aquel entonces 14 años y curiosidad innata. Luis me fascinó desde el primer momento. Si yo hubiese tenido 25, me habría enamorado de él. Hasta de su leve cojera. Se llegó a comentar que era resultado de un accidente de cacería y que aún tenía metal bajo su piel, donde era arriesgado hurgar, por lo que no se atrevían a corregirle aquel defecto.
Lo cierto es que en Chipiona muy contadas personas conocían el origen de esa cicatriz. Igual que de otras dos que le producían un dolor lacerante. Entonces se refugiaba en su despacho, abría una vitrina y alcanzaba una pistola allí guardada. Unas veces vaciaba el cargador contra las paredes, dejando muescas, donde a mí me encantaba después meter los dedos. Y otras veces colocaba sobre una tapia del jardín que rodeaba la propiedad del sanatorio una serie de botellas de vidrio que hacía estallar a tiro limpio. Era un escape a su padecimiento, que intentaba aliviar ayudado por una dosis de morfina.