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Pedro Fernández Barbadillo - Los césares del imperio americano

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Pedro Fernández Barbadillo
LOS CÉSARES DEL IMPERIO
AMERICANO
BIBLIOTHECA HOMOLEGENS Pedro Fernández Barbadillo 2020 Homo Legens 2020 - photo 1
BIBLIOTHECA HOMOLEGENS Pedro Fernández Barbadillo 2020 Homo Legens 2020 - photo 2
BIBLIOTHECA HOMOLEGENS
© Pedro Fernández Barbadillo, 2020
© Homo Legens, 2020
Calle Nicasio Gallego, 9
28010 Madrid
www.homolegens.com
Edición: Julio Llorente
ISBN: 978-84-18162-38-1
Depósito legal: M-24639-2020
Maquetación: Ignacio Cascajero
Diseño de cubierta: Álex H. Poles
Imágenes de portada: Luke Stackpoole y Aaron Burden en Unsplash
Impreso en España - Printed in Spain
Todos los derechos reservados.
Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía, el tratamiento informático y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público sin permiso previo y por escrito del editor.
índice
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L os legados de los 45: de la compra de la Luisiana
al dominio del mundo 353
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A los monárquicos como yo, que ante reyes que sólo se atreven a serlo en virtud del sufragio universal, hemos llegado a la conclusión de que, para conservar la religión, la civilización y nuestras libertades, sólo nos queda refugiarnos en una república donde existan la separación de poderes y la representación política.
Al menos, hasta el regreso del Rey.
Y a mi padre, que comprendió la potencia de EEUU cuando muchos españoles, de todas las ideologías, seguían mirando a los espejismos de Inglaterra, de Rusia y hasta de Francia.
PRESENTACIÓN
“El gran experimento republicano de Estados Unidos sigue siendo el centro de atención de los ojos del mundo. Todavía es la primera y mejor esperanza para la raza humana.”
Paul Johnson
Cuando consiguió su independencia, la república de los Estados Unidos de América tenía mucho en común con uno de los Estados africanos descolonizados apresuradamente en los años 60 del siglo XX. Carecía de industria; las nueve décimas partes de su población de poco más de tres millones vivían en granjas y de ellas; su ejército no alcanzaba el millar de hombres y no tenía marina; estaba endeudada y abundaban los billetes emitidos por autoridades locales, de modo que, al carecer de moneda fiable, el comercio estaba paralizado; las divisiones regionales amenazaban con escisiones; tenía enemigos internos que planeaban guerras de anexión o rebeliones; permanecían en su suelo tropas extranjeras; numerosos veteranos de la independencia soñaban con coronar rey al caudillo militar que derrotó a la metrópoli; y dos imperios poderosos acechaban en sus fronteras. Por ello, el historiador Carl Neumann Degler escribió al concluir su descripción de este período:
“Si los norteamericanos mantuvieran su independencia y se convirtieran en un pueblo auténticamente unido sería algo que sólo el tiempo y la propia gente podrían decidir”.
El primer paso de los cincuenta y cinco delegados de todos los estados (salvo Rhode Island) que acudieron a la Convención de Filadelfia en 1787 fue desobedecer el mandato de sus asambleas y, en vez de enmendar los Artículos de la Confederación, redactaron una Constitución. Los «Padres Fundadores» ( «Founding Fathers» ), una de las reuniones más destacadas de personas de genio, de similar inteligencia y repercusión a las que hubo en las cortes de los Reyes Católicos y Carlos I, se enfrentaron al desafío de fundar un régimen sin precedentes en la historia. Sus soluciones consistieron en un sistema político de «controles y equilibrios» entre las instituciones y el pueblo suavizado por la ambigüedad.
La soberanía, que en Europa residía en los monarcas, con la excepción británica, se depositó en el pueblo y, además, se distribuyó entre los estados componentes de la Unión y el poder federal en una balanza que oscilaría en las siguientes décadas, a veces con violencia. La asamblea legislativa federal se dividió en dos cámaras, a fin de tranquilizar a los estados pequeños: el Senado representaría a los estados, cuyos parlamentos elegirían a los senadores, y la Cámara de Representantes al pueblo. En el Senado, los trece estados tendrían el mismo número de senadores, con un mandato por seis años, mientras que en la Cámara la distribución de los diputados, con un período reducido a dos años, dependería de la población.
Las diferencias sobre el papel de la esclavitud surgieron inmediatamente. Los estados sureños, con independencia de su tamaño, querían que sus esclavos contasen como habitantes, aunque careciesen de libertad y derechos fundamentales, para la asignación de diputados en la Cámara de Representantes, pero que quedasen exentos de la tributación directa. Los estados norteños tenían la postura contraria: excluirlos de la representación porque no eran ciudadanos y gravarlos fiscalmente pues eran una propiedad. El conflicto se zanjó con uno de los muchos compromisos decididos en la Convención: un esclavo equivalía a tres quintos de una persona libre tanto para la representación como para la tributación.
El presidente federal sería elegido por un Colegio Electoral en el que intervendrían representantes de todos los estados. Para designar nombramientos y aprobar tratados con países extranjeros tendría que obtener la aquiescencia del Senado, el cual, además, podría destituirle, pero él no podría disolver ninguna de las dos cámaras.
En los años siguientes, Estados Unidos evolucionó de manera distinta a como lo habrían esperado los «Padres Fundadores». Surgieron los partidos políticos, el Tribunal Supremo se arrogó la facultad de anular las leyes de todos los Parlamentos y la Presidencia fue acumulando poder y prestigio. La sociedad se industrializó rápidamente y recibió millones de inmigrantes de Europa y, también, de Asia. Abandonó su pacifismo y su aislacionismo para establecer alianzas con potencias europeas y participar en guerras exteriores, algunas de ellas de rapiña, como cualquier otra potencia del repudiado Viejo Mundo, tal como fue la librada contra México. Pero se hizo realidad el lema «E pluribus unum» .
En la construcción de la nación pesaron las previsiones de la Constitución y la ampliación de éstas por las necesidades históricas, la excavación de canales fluviales, la desaparición de los partidos originales y su sustitución por otros, la instauración de un banco nacional, el tendido de ferrocarriles, la colonización de los nuevos territorios, los matrimonios... En este proceso, que no concluyó hasta la victoria de la Unión sobre los secesionistas en 1865, la Presidencia también evolucionó y se modificó. Una de las reglas de la política es que un órgano ejecutivo siempre se impone sobre un órgano deliberativo, con más razón si ese ejecutivo lo desempeña una sola persona. De ahí que la Presidencia disponga desde la Segunda Guerra Mundial de unos poderes insospechados en 1800, no sólo por la tecnología, sino, además, por la ampliación de sus facultades para dirigir la economía, la política o la guerra. El presidente, rodeado de un protocolo que está desapareciendo incluso en las monarquías europeas supervivientes, tiene a sus órdenes a policías con jurisdicción en todo el país, espías situados en todo el mundo, agentes fiscales… y todos los gobernantes del planeta acuden a la Casa Blanca. Ningún vicepresidente de las últimas décadas se atrevería a imitar a su predecesor John Calhoun, que desairó en público al presidente Andrew Jackson y a abandonar su cargo por un acta de senador.
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