HUGH JOSEPH SCHONFIELD (Reino Unido, 1901 - 1988). Fue un ciudadano británico especialista en el estudio del Nuevo Testamento y de la Biblia en general. Su posgrado en estudios religiosos lo realizó en la Universidad de Glasgow, donde obtuvo el grado de Doctor en Literatura Sagrada.
Schonfield fue un hebreo-cristiano liberal y fue parte del equipo que estudió originalmente los Manuscritos del Mar Muerto.
Entre sus trabajos más importantes destacan sus estudios sobre el desarrollo temprano de la religión cristiana y de la iglesia católica. Escribió más de cuarenta libros en los campos de la historia, la religión y algunas biografías. Uno de sus trabajos más exitosos fue su traducción (no eclesiástica) del Nuevo Testamento, publicada en el Reino Unido y en los Estados Unidos bajo el nombre de El auténtico Nuevo Testamento (The Authentic New Testament, 1958). En 1965 publicó el controvertido y exitoso libro El complot de Pascua (The Passover Plot: New Light on the History of Jesus) al que le siguieron Los increíbles cristianos, (Those Incredible Christians, 1968) y El partido de Jesús, (The Pentecost Revolution: The Story of the Jesus Party in Israel, A. D. 36–66, 1974) entre muchos otros.
In Memoriam
R. H. Strachan, D. D.
Título original: The Passover Plot
Hugh J. Schonfield, 1965
Traducción: David Moliné
Editor digital: Titivillus
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Introducción
El complot de Pascua es el resultado de un esfuerzo de cuarenta años consagrados a descubrir al hombre que Jesucristo fue realmente. Las dificultades han sido siempre formidables, y no limitadas en modo alguno a problemas de investigación. La parte más dura del empeño ha sido, con mucho, la necesidad de librar a la mente de ideas preconcebidas y de los efectos de la tradicional enseñanza cristiana. Había que estar dispuesto a acoger todo lo que pudiera descubrirse, aunque eso significase oponerse a juicios anteriores. La mayoría de los libros acerca de Jesucristo han sido devotos, apologéticos o polémicos, y yo deseaba que el mío no fuera nada de eso. A lo que yo he aspirado ha sido a desechar toda disposición a servirse de Jesús; y a dejar que éste se explicase a sí mismo desde su propio tiempo.
Empecé a asumir la responsabilidad de la tarea que ahora completo cuando era un estudiante de la Universidad de Glasgow. Allí recibimos la visita de un eminente profesor escocés de Historia y Literatura del Nuevo Testamento, al que yo, un muchacho judío, sorprendí bastante con mis argumentaciones juveniles y mi familiaridad con las antiguas autoridades cristianas que, por propia iniciativa, había estudiado. Ya en aquel tiempo la figura de Jesús me atraía grandemente, y quería averiguar cuáles habían sido las convicciones de sus primeros seguidores judíos, que le reconocieron como el Mesías. Había leído extensamente tanto las interpretaciones cristianas como las judías, y me parecía que lo mismo unas que otras eran en parte acertadas y en parte equivocadas. Había un misterio necesitado de explicación. Mi entusiasmo impresionó al profesor, y éste me invitó a su casa de Edimburgo, donde charlamos hasta la madrugada. Finalmente le hice una promesa que sólo bastante después de su muerte he logrado cumplir.
Durante los años intermedios proseguí mis investigaciones, explorando muchos aspectos del asunto. He escrito cierto número de libros, para instrucción propia, y no sólo con intención de ilustrar a quienes los leyesen. Últimamente creí necesario hacer una nueva traducción inglesa de las Escrituras cristianas, acompañada por abundantes notas explicativas, y la publiqué como El Auténtico Nuevo Testamento el más importante de mis trabajos literarios.
Muchas veces he sido animado por numerosos lectores a exponer mis convicciones acerca de Jesús. Estaban persuadidos de que, dada mi poco corriente posición de judío que ha consagrado su vida a la simpatizante elucidación de los orígenes del cristianismo, y que no está vinculado a ninguna Iglesia particular, yo debía haber visto cosas no observadas por otros más comprometidos. De los que así me animaban algunos podían sentir una mera curiosidad, otros podían desear que yo apoyase sus propias creencias. Pero en conjunto, las cartas que continuamente recibo de muchas partes del mundo me han convencido de que existe un extendido deseo de tener una representación de Jesús más realista que idealizada. El retrato tradicional no satisface ya: es demasiado chocante en su patente contradicción con los términos de nuestra existencia terrenal. El Dios-Hombre del cristianismo es cada vez más difícil de creer, pero no es fácil romper con siglos de instrucción autoritaria y de fe devota, y subsiste, profundamente arraigado en el subconsciente, un poderoso sentido de lo sobrenatural heredado de edades remotas.
Jesús cuenta todavía tanto, y responde tanto a necesidades humanas, que tenemos ansia de creer que debió haber en él algo especial, algo que escapa a nuestra comprensión racional y mantiene nuestro pensamiento bordeando peligrosamente el abismo de la pura superstición. Encontramos en él el símbolo tanto del martirio como de las aspiraciones del hombre, y nos abrazamos a él, en consecuencia, como a la encarnación de una seguridad de que nuestra vida tiene un significado y una finalidad. Enteramente aparte de la intrusión en el primitivo cristianismo de una estimación pagana del valor de Jesús en términos de divinidad, algo que históricamente hemos de admitir, no puede contentarnos ninguna interpretación de Jesús que no muestre que no nos hemos equivocado del todo al poner en él nuestra confianza. Si fue solamente un hombre, fue al menos un hombre excepcional, en el sentido más fuerte del término, un hombre que puso su huella indeleble en la historia de la experiencia y de los logros humanos.
Aquel notable judío continúa, pues, intrigándonos y agitándonos, tanto más, quizá, cuanto que los viejos y seguros vínculos de la fe se han aflojado. «Dime más cosas sobre Jesús», reza un himno muy conocido. Sin embargo, muchos tienen ahora un cierto miedo a que lo que se diga destruya una ilusión, que el hombre que hay detrás del mito resulte ser menos fascinante, menos consolador e inspirador.
La literatura reciente, la radio, y mis contactos personales, me han hecho evidente que no es practicable investir al Jesús teológico de historicidad convincente, porque la figura teológica, tan imbuida en el hombre actual, tan arraigada, produce una actitud de reverencia que se proyecta en la transmutación del carácter de Jesús, en el tratamiento de cada una de sus palabras como sabiduría divina, en el deseo de descartar con explicaciones sus errores y atenuar sus faltas, aun en contra del testimonio de los Evangelios. Recuerdo el disgusto que me produjo oír a un distinguido y piadoso cristiano, cuando yo estaba traduciendo el Nuevo Testamento: «si puede usted eludir la maldición de Jesús a la higuera, nos hará un buen servicio».
La única manera en que podemos esperar conocer al verdadero Jesús es empezar por verle como un hombre de su tiempo, de su país y de su pueblo, lo cual requiere un íntimo conocimiento de los mismos. Hemos de negarnos resueltamente a separarle del escenario de su vida, hemos de dejar que los influjos que operaron sobre él operen también sobre nosotros. Tenemos que resaltar los rasgos personales, individuales, sean o no agradables, que nos exhiben los atributos y la idiosincrasia de una criatura de carne y hueso. Solamente cuando ese judío galileo nos haya impresionado en los más crudos aspectos de su mortalidad, estaremos en condiciones de cultivarle y estimar su valor, dejándole que nos comunique las imaginaciones de su mente y la motivación de sus acciones. Si entonces percibimos en él alguna chispa de genio, alguna cualidad de grandeza y nobleza del alma, no debemos inclinarnos a exagerarlas ni a convertirle, de manera imposible, en un dechado de todas las virtudes. Un hombre así pudo tener sus momentos divinos, pero nunca pudo ser un consistente reflejo de lo Divino, excepto para aquellos cuya noción de divinidad les permite que los dioses participen de las fragilidades humanas.