La obra maestra de Cervantes lleva siglos deleitando e instruyendo a millones de personas en todo el mundo. Ahora, de la mano de uno de sus mayores conocedores, nos permite vivir nuestras vidas de manera más satisfactoria.
Fue el propio Cervantes quien defendió un conocimiento práctico y aplicable a nuestra experiencia cotidiana y por ello nos enseñó, entre otras muchas cosas, cómo actuar para sacarle el mayor partido a determinadas circunstancias de la vida o cómo evitar complicárnosla más de la cuenta.
Este libro realiza una lectura práctica y divertida del texto cervantino, no solo desde una perspectiva individual sino, también, social. Así, nos proporciona una valiosa información práctica sobre cuestiones tan relevantes como las virtudes del diálogo, la dignidad o la democracia, el amor o la misoginia, el humor o la tolerancia, las buenas intenciones y los malos resultados o las bondades y peligros del dinero. Y como al final siempre se encuentra la muerte, la obra también nos prepara para recibirla con dignidad.
Enseñanzas del Quijote para la vida moderna
Eugenio Suárez-Galbán
Título: Enseñanzas del Quijote para la vida moderna
© 2016, Eugenio Suárez-Galbán
© 2016 de esta edición: Kailas Editorial, S.L.
Calle Tutor, 51, 7. 28008 Madrid
Diseño de cubierta: Rafael Ricoy
Realización: Carlos Gutiérrez y Olga Canals
ISBN ebook: 978-84-16523-23-8
ISBN papel: 978-84-16523-14-6
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Ángel lo ideó; Ricardo me lo explicó;
mi esposa lo sufrió, y para colmo,
en nada menos que el día de San Valentín,
el autor lo terminó.
Prólogo y primera gran lección útil
Vamos a empezar con una anécdota que a algunos puede chocar, a otros maravillar y aun a otros hacer que se desternillen de risa.
Siempre permito, y hasta animo a los alumnos, a proponer sus propios temas a la hora de escribir un ensayo requerido, en vez de los que figuran en la lista que yo mismo sugiero para aquellos que no logran formular uno. Solo impongo una condición: que sea un trabajo de carácter académico y universitario.
No siempre fue así desde el principio, no siempre sentí esa necesidad de advertir de antemano esa condición. Cuando uno es joven y sin experiencia, a veces da por sentado lo que conviene explicar más en detalle. Esto lo aprendí de golpe al corregir los ensayos el primer año que enseñé el Quijote, al encontrarme con uno titulado: «Por qué don Quijote me recuerda a mi novio». Y no es que uno sea cínico o desconfiado, sino que también, aunque se es joven e inexperto, no se le escapa que hay alumnos (¿no fui yo mismo uno?) que se aprovechan de profesores primerizos para sacar mejor calificación, y también para reírse un poco y acaso granjearse cierta reputación de atrevido, listillo o simplemente gracioso. Nada de esto encajaba con la cara de la alumna que yo recordaba como la autora del ensayo. Podría ser perfectamente el caso de una chica aún adolescente cuya inseguridad la llevó a ver en don Quijote una manera útil de juzgar si su novio era lo que ella creía. Al devolverle el trabajo sin calificación y pedirle que pasara por mi despacho para comentarlo, noté, naturalmente, una angustia en su cara que me dio a entender enseguida que la chica era incapaz siquiera de que se le ocurriera semejante broma.
No sé francamente si logré convencerla de mis argumentos al día siguiente al explicar que existían diferentes tipos de lectura: la de puro placer o diversión sin más, aunque toda lectura debe proveer algún tipo de placer; la de evasión, no siempre negativa, como se cree a veces, pues, en algunos casos, también, al igual que unas buenas vacaciones, puede brindar un escape necesario de la rutina cuando esta acumula demasiada pesadez; y la académica, la cual nos incita a pensar y analizar la vida humana más allá de nuestra propia existencia y experiencia, o en términos universales, incitándonos también, finalmente, a descubrir para valorar un planteamiento y desarrollo de carácter estético de parte del autor.
Por inocente e ingenua que parecía la niña, ni tonta ni tímida era, sino más bien inteligentemente modosita, como quedó comprobado cuando muy diplomática y finamente preguntó que si no era verdad que a partir de… Y por ahí siguió con una retahíla de nombres y hechos históricos y filosóficos que supuestamente legitimaban a su novio como tema, si no académico, al menos digno de ser considerado de igual interés humano intelectual, lo que una vez más suscitó en el joven profesor sospechas: ¡esta se ha pasado la noche preparando una defensa de su trabajito para que yo le coloque el sobresaliente! Y cuando, siendo solo la primera semana de curso, me llegó a soltar un familiar «profe», que sonaba más a un condescendiente «chaval», empecé a pensar que quizá el tonto era yo.
«A quien se humilla, Dios le ensalza», que decía don Quijote: primera gran lección útil, querido lector.
A algunos, especialmente académicos y profesores del Quijote, una aproximación como la de este libro, que trata la obra maestra de Cervantes desde la perspectiva de lo útil y lo práctico, les parecerá, cuando no simplemente escandaloso, a lo menos coser y cantar, por lo fácil. Semejante conclusión me recuerda un incidente ilustrativo de lo arriesgado que puede ser asumir sin primero inquirir más cuidadosamente.
Durante años, solía tomar café yo todas las mañanas en una cafetería cerca de la universidad donde enseñaba. Era tan pequeña, que solo tenía un camarero, muy sanchopancesco, por cierto, a juzgar por el volumen de su abdomen. Después de un tiempo, entablamos suficiente confianza como para bromear, siempre con respeto, por supuesto, y con buen humor. Él, por ejemplo, se guaseaba de lo fácil que lo teníamos los profesores, con tantas vacaciones y tan pocas clases, a lo que yo le respondía con cualquier tontería. Un día, una de esas tonterías tomó la siguiente forma: ¡Qué felices deben de ser los camareros!: música de hilo, calorcito en invierno, fresquito acondicionado en verano, clientas guapas (el barrio estaba lleno de oficinas con secretarias), comida y bebida (mirando fijo hacia su panza), ¡todas las que quiera y guste!
Era hombre de fina y rápida agudeza, pero esa mañana no disparó desde la cintura, sino que tomó su tiempo colocando el cazo en la cafetera, la taza debajo, alargando la mano para poner en el platillo la bolsita de azúcar. No sé si adrede o no, pero el caso es que tras ese en él sorprendente paréntesis de silencio, se dio la vuelta y disparó justo cuando la máquina comenzó también a disparar el café: «¡Pásate aquí!».
Fue lo único que dijo, invitándome con la mano picarescamente a saltar detrás del mostrador.
Tampoco a mí me hace falta decir más para los que crean que escribir este libro, y más después de tantos años enseñando el Quijote desde el punto de vista principalmente académico, ha sido tortas y pan pintado, que diría el propio Sancho. Con Cervantes y con todo escritor puedo decir: «¿Pensará vuestra merced ahora que es poco trabajo hacer un libro?».
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